LA LIBRERÍA

'Los inamovibles', de Gary J. Shipley, una nouvelle emética y atroz

25/03/2024 - 

VALÈNCIA. Lo weird es un campo de experimentación excelente para contar las mejores historias, las menos comunes, las que exigen una mayor libertad y una menor carga de prejuicios. Hemos dicho weird pero podríamos haber empleado raro, o mejor extraño, que es una palabra de las mejores que tenemos en nuestro idioma, como misterio/misterioso. Extraño y misterioso no son lo mismo, pero comparten parentesco por parte de lo extraordinario. Ambas primas suponen una ruptura con el tedio de la normalidad más monótona (porque la normalidad puede ser una situación extrema poco dada al aburrimiento, y también todo lo contrario): un suceso misterioso es droga para las mentes curiosas, que son las de la mayoría, las de quien se esfuerza en parecer astuto y las de la persona de la que nunca lo diríamos. En nuestro fuero interno todos somos detectives, carne de novela negra o de escape room. Lo extraño, sin embargo, no requiere en absoluto de una revelación sorprendente: su secuencia de acontecimientos puede deslizarse sin más sobre la página como una baba densa e inquietante, o bien mostrarse en una pantalla de forma extravagante rozando lo ridículo, haciendo de lo que nos resultaría vergonzoso un discurso coherente en el marco de su anormalidad. Explorar es muy humano, y hasta la fecha, toda y todo aquel que escribe es humano, por lo que explorar también es muy literario. Cuando nos hemos cansado de contar lo más contable, lo extraño es un oasis. Por estas latitudes se tradujo en el pasado la espectacular Odd John (del fabuloso Olaf Stapledon) como Juan Raro, lo que no deja de ser una traducción que nos suena bastante rara. Lo extraño a veces es menos extraño si viene de fuera. Esto debe tener que ver con la familiaridad: cuánto más se retuerce lo cotidiano a lo que estamos acostumbrados por acción de lo extraño, más quedamos desconcertados. Es aquello de lo siniestro, concepto consanguíneo de todo lo anterior. 

Gary J. Shipley no es valenciano ni español pero los protagonistas de su nouvelle Los inamovibles que publica Holobionte Ediciones con traducción de Federico Fernández Giordano— son una familia, constituida por una hija, un hijo, un padre, y una madre y esposa aparentemente muerta que yace clavada al suelo por alguna forma misteriosa, pese a que en ocasiones aparece en otros lugares del piso, como la bañera o el techo, igualmente fijada e incorrupta. Esto, claro, no es algo que podamos llamar normal, como tampoco lo es que parezca disponer de una cantidad ilimitada de sangre que fluye de las incisiones que se le practican como un manantial salvaje, ni ese olor tumefacto al que su familia logra y no logra habituarse, o esa gelatina que supura y de la que deciden alimentarse una vez dejada atrás la voluntad de ingerir comida tal y como lo hacían antes. No es de extrañar por tanto, en este proceso que no es de luto sino de evolución confinada, que acaben por perder dientes y pelo así como la capacidad del habla: ya hablan por ellos las tablets por medio de imágenes o breves mensajes por correo electrónico. Más allá de las paredes de su templo anodino existen otros en su misma situación: familiares de cuerpos inamovibles con los que se aprende a convivir hasta que su influencia disuelve cualquier convención, cualquier aspiración, o incluso al gato que tiene la mala fortuna de apoyarse sobre una espalda supurante tan nutricia como hambrienta. La historia de Shipley, que no es la única en este volumen aunque sí la más extensa con diferencia, llega a ser de verdad deprimente, desoladora, angustiosa, nauseabunda, vomitiva y siempre terrorífica: del body horror al miedo que provoca el primer plano de un rostro desfigurado por haber pasado demasiado tiempo apoyado sobre parte de la cara, Los inamovibles es una historia, qué duda cabe, holobióntica, una que reside por sus propios y repulsivos méritos en la colección de ficción del sello, uno de los más singulares y de mayor calidad de los que pueblan las estanterías de las librerías de hoy. 

“Cuatro semanas y tres días después, apareció en el techo del salón. Tenía los pies, las manos y la espalda pegados al yeso. Situada exactamente encima de la mesa. Me subí al mueble e intenté tironearla hacia abajo. Una vez más, no logré moverla ni un centímetro. Sabía que no lo conseguiría incluso antes de tocarla, pero siempre estaba esa necesidad de actuar. Era algo que, en muchos sentidos, ya estaba en mi vida antes de su muerte; en cada vida que veía pasar a mi alrededor, o en cualquiera de las vidas que era capaz de imaginar. La mayor parte del tiempo mi esposa estaba echada boca abajo en el angosto pasillo. Le puse encima unas sábanas más y traté de disimular el bulto con cojines y ropa de su armario. Sólo tenía ganas de ver alguna película y olvidarme de lo que podía significar todo aquello. Estaba tan acostumbrado a que el mundo no significara nada, aparte de su existencia y nuestras existencias dentro de esta, que sólo pensar en ello me fatigaba”. El día a día en los hogares de los cuerpos en inanimación suspendida por una infestación masiva de larvas sin catalogar es una respuesta oscura o una inercia terminal: un padre y marido que alterna el enterrarse en el cuerpo del ser amado con la asfixia digital por el abuso de imágenes de gatos y otras manifestaciones de la “escoria memética” que nos entumece el cuerpo y lo abotarga, haciendo de la carne un soporte atrofiado desde el que consumir, sin más objeto que el de satisfacer nuestra propia adicción, reel tras reel, una desgracia y después otra, una nueva publicación delirante de un tuitero desconocido que quizás ni siquiera sea ya tal sino una poderosa herramienta algorítmica del hombre más rico de la Tierra, que pasa sus millonarias horas en una red que ha comprado para atestarla de vómitos ácidos que nos corroen el alma mientras él ríe, tan putrefacto e inútil como todo lo demás.