la vida a cara o cruz  / OPINIÓN

Margarita

31/03/2024 - 

VALÈNCIA. Posible nueva pareja a la vista. Una primera salida a cenar, que formará muesca en mi álbum personal, como la música y lo que venga. Todo a flor de piel. Llamo para invitarle y llegamos a un pacto: ella, consumidora de tiktoqueras gastronómicas, elige restaurante, y yo asumo la cuenta a ciegas, como ilusionado pagafantas. Me la juego, me tiro al tren, al maquinista y a lo que surja. 

Comida en un chino para chinos. La carta está en chino. Nuevo en València y para mí una novedad. Nada de jarrones ni peces ni dragones ni cascadas animadas. Todo con un algo cochino, pero dicen que la comida es de calidad. Ojo, querido lector, que prefiero cualquier arroz tres verduras, guisantes, tortilla y rabos de gamba, que la mayoría de las paellas que al grito de vente pa mi casa el domingo que a mi padre le salen fenomenal y lo vas a flipar y va y justamente ese día está como que salada, cruda, dura y requemá.

Como digo, Marga elige un chino rico. Ha habido suerte, es delicada, fina, avispada y me gusta un montón. Habiendo elegido un chino deduzco que no es teclosa en lo del zampar. Es de las mías, que en las comidas lo importante es la compañía, y el resto da igual.  Pide lenguas de pato, un par de huevos centenarios, sopa con algas purpúreas, fideos de boniato fritos, pollo con guindillas y, todo un clásico, el pato Pekín. Me gusta que pida ella, me gustan las iniciativas y que me sorprendan. Las lenguas de pato y los huevos centenarios, de entrada. Nunca había probado eso, así que otra primera vez que tampoco olvidaré. Y soja a cascoporro, que me encanta.

Cerveza china para los dos. Lo que ella diga, que además, como soy abstemio me dará un puntito de alegría que me vendrá muy bien. Nos ofrecen vino y nada, que pasa del vino, que solo sirve para desinfectar. Esta Marga tiene descaro y detalles que me gustan un montón.

Las lenguas son un plato frío, gelatinoso, con hueso y muy asqueroso. Huelen a frito rebozado de detergente multiuso inodoro especial. Intento comer una. Cierro los ojos y recuerdo que de joven tragaba rabos de lagartija, gusanos de bola y lombrices, sin masticar ni rechistar. Esto no es lo mismo. No entra, no pasa del paladar. Siento babear, moquear, nauseas y alguna arcada. No puedo. Ella se zampa todo el plato.

Y turno para los huevos centenarios. Una delicatessen milenaria, que se elabora entre arcilla, ceniza, especias y algo más, macerando en algún lugar fresco y oscuro durante semanas, incluso meses. Con respeto rompo la cáscara. Una clara negruzca, traslúcida, compacta y gelatinosa desprende un desagradable olor a queso fuerte y podrido. Marga coge uno con su delicada mano y se lo zampa en dos bocados. Corto un pedazo con los palillos y como puedo lo meto en mi boca. ¡¡Echo de menos el sabor de las lenguas de pato!! Al instante una combustión rápida libera un montón de gases en lo profundo de mi cuerpo, que se expanden causándome un incremento de presión, desprendimiento de calor, luz, náuseas, vómitos, diarrea, garrapiñamiento uñeril y malestar general: supernova interna. En un milisegundo todo ocurre a la vez. No recuerdo nada más.

Despierto de un coma diarreico meses después, o eso me parece. A Margarita nunca más la he vuelto a ver.

Por cierto, he observado que mis camaradas ultrafans de la gastronomía son los que también andan a la gresca con sus parejas. Ahí lo dejo, que es tema para tertuliar, y ya habrá oportunidad en alguna sobremesa, que este no es el lugar.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 113 (marzo 2024) de la revista Plaza

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