Los adultos formales, biempensantes y maduros hemos descubierto ahora que los menores tienen libre acceso a contenidos pornográficos en la red y, justificadísimamente, tratamos de poner coto a ese acceso de mil maneras, entrando en liza incluso el gobierno de la nación, intentando impedir con ciertos filtros identificatorios el visionado de esas páginas a quienes no deben verlas. Todo ello se hace invocando la salud y el bienestar del menor y, por ende, de la sociedad en su conjunto. Encomiable.
Sin embargo, desde hace muchísimo más tiempo estamos exponiendo a nuestros menores -sobre todo a los de corta edad– a visionar, a través de la televisión, escenas de una brutal violencia que toca todos los palos (extorsiones, palizas, violaciones, secuestros, asesinatos, actos terroristas, etc.) y todo ello también en horario infantil. Lo sorprendente es que esos mismos adultos formales y biempensantes hemos normalizado esa situación y nadie se alarma por ello –ni siquiera ese gobierno que ahora vela por nuestro bien-.
Hacemos mal, muy mal, pues según informa el psicólogo y profesor Serafín Aldea Muñoz en su trabajo La influencia de la Nueva Televisión en las Emociones y Educación de los Niños, publicado en 2004 en la Revista Internacional de Psicología: “Estudios de la Universidad de Stanford han demostrado que un niño medio de los EE.UU. ha presenciado, entre los 5 y los 14 años, veinte mil crímenes violentos que han alimentado su aparato mental.
Se ha investigado igualmente que la mayor parte de las series duran alrededor de una hora y durante la mayor parte de la trama, los criminales realizan sus fechorías con éxito, hasta que son castigados sólo en el momento final. Puesto que la mayor parte de los niños menores de 8 años no sostienen la atención más allá de media hora, aprenden en la película los procedimientos criminales sin que lleguen a aprender la moraleja final.
Además, a esa edad el niño no distingue bien entre realidad y fantasía, entonces todas esas escenas pueden almacenarse en la memoria como si hubiesen sido hechos reales.
El crimen y la violencia se tornan así en vivencias “normales” en la cotidianidad del niño.
Hace ya bastantes años que los científicos demostraron que los contenidos televisivos afectan a los niños y favorecen que estos imiten o reproduzcan los modelos de conducta que ven. Por eso resulta tan grave la exposición sistemática a imágenes violentas; los críos aprenden a resolver sus problemas con violencia y se vuelven insensibles ante las consecuencias derivadas a sus acciones.
Los niños que ven durante más horas la televisión son más agresivos y pesimistas, menos imaginativos y empáticos, tienden a ser más obesos y no son tan buenos estudiantes.
Está demostrado que el contenido de los mensajes de la televisión, sobre todo en el mundo occidental y más aún en los países subdesarrollados, es de baja calidad artística, con altos contenidos de violencia, agresión y exaltación de valores que no están de acuerdo con los intereses de nuestra sociedad”.
Es el momento de poner freno a toda esa influencia altamente nociva difundida constantemente por los medios y las redes sociales, porque, preguntémonos: ¿cuántas prácticas violentas ha presenciado cada uno de nosotros sin mediar películas o escenas sueltas (incluso las emitidas por los noticiarios…) en redes? Seguramente, pocas o ninguna.
Sigamos así, sin impregnarnos de violencia gratuita para ayudar a sanar a aquellos que, sin desearlo, son testigos o –peor aún– sujetos, de ella. La violencia no impera en las relaciones sociales. No hagamos de la excepción la regla.
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