Hace muchos, muchos años, en un reino muy muy lejano, un grupo de mozalbetes se dedicó, entre clase y clase, a confeccionar un ranking en el que ordenaban a sus compañeras de curso de más a menos atractivas. El proceso incluía una puntuación numérica del 1 al 10, de la que se dejaba constancia por escrito, y una breve argumentación en la que cada sujeto defendía por qué le parecía que Mengana estaba más buena o menos buena que Zutana. Como siempre en estos clubs de chicos, los que no puntuaban directamente, sí animaban a sus colegas en la baremación. Han pasado dos mil millones de años, pero recuerdo con claridad prístina la punzada de horror que me generó pensar que esos chavales majísimos e inteligentes con los que compartía pupitre, charlas y bromas podían lanzarse sin pudor a clasificar y debatir en público el físico de sus amigas y ponerles nota (emulando, sin saberlo, a las ferias de ganado que retrata David Foster Wallace en Dejar de estar bastante alejado de todo). Porque ahí estaba uno de los ejes del asunto: no eran monstruos babosos, no eran trolls bajo un puente, no eran psicópatas despiadados, solo eran muchachos normales reproduciendo toda la ideología sexista que habían ido tragando a cucharadas en su años de crecimiento.
La simpática anécdota me ha venido a la cabeza últimamente con las distintas campañas contra la violencia machista por el 25N. Sobre esas redes de protección masculina en las que unos ríen las gracias de otros y encubren sus miserias ya se ha hablado mucho estos días; sobre el machismo de baja intensidad, ese que se percibe cotidiano y gracioso, ese que te considera una aguafiestas amargada y ofendidita si no celebras la chanza, también. Así que he decidido que este artículo no va dedicado a ellos, sino a mí. O, en concreto, a mi yo jovenzuela (a la adolescente y a la veinteañera) y a todas mis coetáneas que tuvieron que pasar por ese túnel del terror llamado ‘ser una chica circa la primera década de los 2000’. Demasiado bien hemos salido para habernos criado en un contexto de normalizadísimo machismo trotador y en el que la mirada masculina lo impregnaba todo, era la medida de todas las cosas, la referencia existencial por la que nos debíamos guiar.
Quizás por eso soy bastante inmune a las oleadas de nostalgia rancia, porque me acuerdo ese pasado ‘más sencillo’ en el que las ‘revistas para chicas’ te planteaban los dos modelos posibles de mujer. A saber, podías ser como Britney Spears, que en su primera etapa musical, con apenas 16 años, era icono de la zagala pura, dócil, virginal (de hecho, se puso un anillo de castidad del que hablaba en las entrevistas) y hacía videoclips vestida de colegiala inocente pero sexy. O bien, podías ser como Christina Aguilera, que en la sempiterna dicotomía entre santas o puntas cargaba con el segundo rol. Ella era la salvaje, la mujer fatal, la ‘mala influencia’. Fuera de ahí, la nada, el páramo de la representación. Por cierto, cuando Britney quiso desprenderse de la imagen de doncella candorosa fue vilipendiada por ser una zorra descontrolada. En este juego nunca puedes ganar.
Una experiencia que, a posteriori, muchas feministas hemos descubierto tener en común es haber pasado por una fase en la que nos esforzábamos con fuerza en no ser como las otras chicas. Queríamos demostrar que nosotras éramos especiales, diferentes: que sí nos preocupábamos por asuntos importantes de verdad, que sí nos gustaba la buena música, el buen cine, las buenas conversaciones, la buena literatura. Lo que fuera que unos cuantos tipos hubieran decidido que era lo válido en cada momento, lo que te hacía parecer una persona interesante, una humana con inquietudes políticas e intelectuales y no una bobita a la que había que explicarle cosas (como si de alguna manera pudieras escapar de que señores random te intenten dar explicaciones no solicitadas sobre temas varios; ay, amiga, eso es como pedirle a la lluvia que deje de caer). En definitiva, ser una de ellos, compartir sus códigos.
Parte del despertar feminista ha sido combatir esa misoginia interiorizada que había anidado en nuestras entrañas. Esa que nos hacía considerar lo tradicionalmente femenino como algo negativo, superficial, algo de segunda; asuntos vacuos que merecían un mohín de desprecio. Una montaña de prejuicios sobre nosotras mismas. Pocos procesos más liberadores que abrazar la idea de que no pasa nada por ser como las otras chicas, que las otras chicas son estupendas y que ser cursi, ñoña, sensible y vulnerable no deslegitima tus argumentos ni tu posición en el mundo (por supuesto, ser una chica tampoco te obliga a chapotear en todos esos campos semánticos, nada de esencialismos en este rincón del mundo).
Animo a los hombres que estén por aquí a explorar todo ese universo denostado por conformar las ‘cosas de chicas’, ¡comprad helado y poneos Una rubia muy legal u Orgullo y prejuicio, no tengáis miedo! En todo caso, Lucía jovenzuela, te informo de que ya no nos sentimos obligadas a demostrar que no somos tontas porque nos gusten las flores, la purpurina y las enaguas. Es más, lo reivindicamos como una parte más de nuestra identidad, como un pedazo de lo que somos. En eso, hemos vencido. Y decimos que más Lucia Berlin y mucho menos Bukowski.
Respecto a la otra pata de la misoginia interiorizada, la veo campar a sus anchas entre gente muy querida. Es esa que se podría resumir en la máxima “Las mujeres son muy malas, sobre todo con otras mujeres”. La he escuchado en compañeras de trabajo, en amigas que me han recogido del fango emocional y a las que yo también he levantado de esos charcos, en familiares y en desconocidas. La he escuchado en taxistas y en la peluquería. El mito de la mala mujer sigue en plena forma, no hay manera de derribarlo, el comodín ideal para el patriarcado.
Siempre me produce una pena inmensa que tantas chicas hayan asumido que sus iguales son viles y traicioneras, que hay algo perverso en esas mujeres que les rodean y que a menudo integran su red de cuidados. Como si tuviéramos que estar constantemente alerta las unas de las otras, sin nunca bajar la guardia, porque ya se sabe, las tías, cuando quieren, son unas cabronas, no te puedes fiar de ellas, que te joden la vida. ¿En qué otros ámbitos solemos oír ese discurso, eh?
Lucía adolescente, la mirada masculina sigue posando sus zarpas en casi todo, pero cada vez nos da un poco más igual (aunque seguimos trabajando en ello, que una no escapa de sus cimientos con tanta facilidad). Conseguir la aprobación de los señores que nos rodean va bajando puestos en la lista de asuntos decisivos en nuestra existencia (el deseo de agradar 24/7 continúa ahí, pero lo estamos domando). El feminismo nos ha salvado de bastantes abismos, pero también tengo malas noticias: seguimos volviendo a casa con las llaves en la mano. Todavía elegimos y descartamos los caminos que transitamos de noche. Las amigas aún nos escribimos cuando llegamos sanas y salvas a la habitación. Nos encanta caminar de noche, pero lo hacemos con miedo, con cálculos, con mapas mentales trazados y precauciones. Gritamos que las calles son nuestras, pero en determinados momentos las pisamos con terror, casi pidiendo clemencia. Cuando relatamos esos temores, hay quien nos llama exageradas y hay quien cree que no somos lo suficientemente cuidadosas en nuestros itinerarios. El miedo es libre, nosotras no del todo. A veces, una sombra en el portal nos hiela el corazón.