Este lunes estaríamos en la calle, arrastrando con alegría el carrito de mi pequeño y la mano de mi otro niño. Ellos, ansiosos por la feria, por los globos de colores, la pólvora y la música. Este fin de semana recordamos aquellos eternos amaneceres en Sant Roc de Canet, regresando a la ciudad en dirección opuesta a la Romeria de les Canyes, con la fresca del marjal, entre acequias, y respirando los primeros aromas del azahar. El viernes, sin duda, pudo haber sido el mejor día, esa tarde y noche en la que ciudad se llena, las calles revientan de alegría y la ciudad es un latido unánime en esa de la festa, la vesprá. La semana de Magdalena es el tiempo de la gran convivencia ciudadana, de la necesaria mezcla humana que hermana a las ciudades. Este año celebramos las No Fiestas, una cita inevitable y muy necesaria. No podemos seguir sufriendo mayores consecuencias de esta maldita pandemia. Pero soñar está permitido, pensar que seguimos en movimiento, porque un día saldremos a la calle para compartir fuertes abrazos.
"La ciudadanía está agotada y la tensión social se palpa en todas partes. Hay un exceso de mechas encendidas y unos cuantos incendiarios políticos echando combustible".
Los sonidos de la fiesta están apagados y aplazados, aunque la primavera ya alerta de que nos pertenece el aire y la luz. A pesar del cielo gris de estos días que comienza a emitir los olores de las primeras flores de marzo, a pesar de la humedad y del frío. Llueve sobre Castelló en esta No Magdalena y, este domingo, el silencio era atronador en la calle. Mi anterior vecina Carmen, esa mujer octogenaria y valiente que espera la segunda dosis de la vacuna, me ha contado que se le olvidó decirme que guarda en una caja las gomas elásticas de las mascarillas, para saber qué cantidad de ellas ha utilizado durante este año y lo que queda. No pierde el optimismo, pero está cansada y desea regresar a la calle, con sus amigas, a pasear y sentarse en las terrazas de los bares. Sigue encerrada porque sigue temerosa e insegura, porque, según me explica, no podemos regresar a la tragedia de hace tan solo unas semanas. Contaremos juntas las gomas de las decenas y decenas de mascarillas que se han impuesto en nuestros rostros y vidas.
Permanecer casi encerradas, aisladas, está teniendo un alto precio. La fatiga pandémica, como se ha denominado, no es un capricho. Estos meses se han convertido en los barrotes de cada asentamiento y prisión propia. Tristeza, pesar, desasosiego y otros sentimientos se han instalado en nuestras casas. Además, la falta de expectativas para miles de personas, las largas colas del hambre y las largas listas del paro, nos llevan a una angustia sin precedentes. Resistir, recuperar, reconstruir, son verbos de difícil conjugación ante un horizonte lejano para la esperanza. La ciudadanía está agotada y la tensión social se palpa en todas partes. Hay un exceso de mechas encendidas y unos cuantos incendiarios políticos echando combustible. Se está viendo en demasiados escenarios. Y el 8-M, Día Internacional de la Mujer, es un ejemplo.
El feminismo sigue siendo atacado sin piedad por la derecha y su ultraderecha, por ese sistema patriarcal que jamás respetará a un movimiento pacífico que lucha por la igualdad de las personas, porque no pueden perder el poder adquirido inmoralmente durante siglos y siglos. Este 8-M es muy importante y valioso. Los lemas promocionales como Imprescindibles y Esenciales reflejan fielmente el papel de las mujeres en la sociedad y en esta pandemia. La invisibilidad de las mujeres trabajadoras, de todas las mujeres, nos recuerda que están en la primera línea de lucha ante esta grave crisis sanitaria, económica y social. Otro dato muy importante es la visibilidad de las mujeres cuidadoras que en esta pandemia se han visto empoderadas, aunque el olvido, la no conciliación y la desigualdad salarial siga marcando a fuego a estas compañeras. Todas somos cuidadoras, sobre nosotras cae casi siempre el rol de proteger, cuidar y arropar. Pero hay miles de mujeres que cuidan de nuestros mayores, de nuestros menores, de nuestros hogares, que son invisibles y discriminadas económicamente. Son las mujeres que sostienen la vida cotidiana.
Este lunes no vamos a salir masivamente a la calle. Somos responsable y, por supuesto, podríamos concentrarnos o manifestarnos cumpliendo escrupulosamente con todas las medidas de seguridad sanitaria. Pero somos usadas y abusadas, también es esto, como objetivo a abatir. Por eso, y por mucho más, no podemos tolerar la demonización del movimiento feminista. Porque, por seguir poniendo ejemplos, tanto el PP como Vox, autonómicos y locales, no han criticado en ningún momento las concentraciones de sectores como la hostelería o la exaltación españolista el pasado Día de la Constitución. De hecho, concejales castellonenses de la derecha se han puesto al frente de manifestaciones de varios sectores sociales. Es miserable, pues, que líderes y lideresas del PP adviertan sobre la necesidad de suspender actos feministas. Pero no se olviden que seguimos y seguiremos siendo la voz de quienes han sido despojadas de sus derechos.
Mientras el gris del domingo va llenando mis palabras y la radio me recuerda ese eje rodado para seguir contando historias, las cajas no resueltas de varias mudanzas en un año cobran vida estos días. Los libros de poesía hablan de emociones, suspiros, dolor, represiones y libertades. Las cartas de alguien que dijo quererte dormitan en el fondo de archivadores caóticos, imposibles, y aquellas prendas que el tiempo nos fue dejando, han perdido todo su brillo, sus significados. Las cajas también conservan el ruido de dos niños correteando entre escaleras, cargando ajos y pintando cruces en las paredes para combatir a posibles vampiros visitantes. Niños que ríen y lloran en horas críticas, que malcomen y se pelean. Niños que llenan la casa de notas amorosas, de perdones que necesitan con maravillosas promesas. Dos pequeños que se han reproducido en otros dos bebés ruidosos, alegres y necesarios. Aquellos, mis dos niños, que un día como este lunes subían felices y asustados en el tren de la bruja, ese espectáculo maravilloso que adoraba su madre, porque ella también subió mil veces en su infancia a ese túnel oscuro que otorgaba miedo e ilusiones en forma de escoba.