VALÈNCIA. Mis raíces están repartidas entre los barrios de Ciutat Vella y L’Olivereta. En algún sumidero de esas viejas travesías que hoy me resultan irreconocibles deben andar sepultadas las ilusiones de mi infancia. La Avenida Pérez Galdós, donde se encontraba el primer colegio al que fui, contrastaba con la decadencia de la calle Palomar y los misterios que rodeaban a la de Pie de la Cruz, desde la cual, por las noches, podía ver el Mercat Central transformado en un siniestro palacio. En el domicilio familiar de la calle Lorca estaba la habitación donde iba acumulando sueños y fantasías. Allí depositaba los tebeos y libros que compraba los sábados por la mañana en las librerías de lance de los sótanos de la iglesia de Santos Juanes. Con la pubertad, que, por cierto, es una palabra espantosa, el Tío Gilito y los Golfos Apandadores fueron sustituidos por Los Cuatro Fantásticos y los ejemplares de Fotogramas en los que aprendía por igual sobre Buñuel, Spielberg y Passolini. Por esa época, y después de muchos años limitándome a poner en el tocadiscos lo que había por casa -singles de Bruno Lomas, Mari Trini, Cat Stevens…- empecé a elegir la música que escuchaba. Las recomendaciones de mis compañeros de clase me guiaban. Deep Purple, Rick Wakeman, Jethro Tull, The Who…
Una revista colgada en el expositor del Quiosco Moderno de la Plaza del Ayuntamiento llamó mi atención de una manera inusual. Lou Reed & The Velvet Underground, rezaba la portada. No sé por qué, pero la compré. Fue por puro instinto. Jamás había escuchado nada de Lou Reed, pero supe que esas páginas cuchés contenían información que podía resultarme muy valiosa. Creo que esto ocurrió en marzo de 1977. No había cumplido los 14 años, no tenía ni idea de qué era la vida, pero algo mucho más poderoso que el propio azar me estaba ofreciendo la clave para descodificarla a mi propia manera. Decía Todd Haynes en una entrevista que la música del primer disco de Velvet Underground “te hace pensar en lo frágil de la identidad y en el hecho de que la vida, vista como una manera de abrir nuestra expresión creativa, también es un reto”.
Si a medida que te haces mayor prestas la debida atención, descubrirás que las respuestas a ciertas cuestiones están ahí, siempre han estado, son gatos dormidos en las ramas de un árbol. No podía verlas porque tampoco sabías que las necesitabas. Yo pude haberme aficionado a la música de los Beatles -que era el grupo oficial de la época- o haber seguido profundizando en la de los Stones o haberme dejado atrapar por Dylan. En ese tramo de la vida en la que la pasión es el camino hacia la identificación con uno mismo, yo escogí seguir a un grupo que ya no existía, que no era en absoluto popular, dueño de un estilo rasposo, complicado y lacerante, cuyos discos ni siquiera estaban entonces publicados en España. El hecho de que algunas de sus canciones hubiesen sido rechazadas por la censura franquista, que entonces aún coleaba, también quería decir algo. De la misma manera que acudir a ver La naranja mecánica al Aula 7 implicaba una actitud de rebeldía (vamos a ver lo que hasta ayer fue prohibido porque si estuvo prohibido tiene que estar lleno de verdad), escuchar a Velvet Underground era un acto de reafirmación. Me daba igual si casi nadie a mi alrededor los entendía, esa era mi manera de decirle al universo que así era yo y que no necesitaba su beneplácito.
Cuando te sientes tan distinto al resto y empiezas a entender que una parte de ti está condenada a la soledad, lo mejor que puedes hacer es escuchar algo de poesía que te diga que no te preocupes porque todo va bien, va mucho mejor de lo que crees. Escuchar a Velvet Underground en una época en la que había que rastrear cualquier información relativa al grupo, era un acto de supervivencia. No quería esperar a ser adulto para saber en qué consistían ciertas cosas. Los Beatles me parecían muy inocentones, los Stones tenían aspecto de ser unos depravados, pero esos Velvet Underground, con sus gafas negras y su aspecto hierático, como si estuvieran de vuelta de todo, eran el gran misterio que desentrañar. Los misterios solamente adquieren sentido cuando pasas a formar parte de ellos.
Fue precisamente caminando por el barrio del Carmen de la València en 1977, entre pintadas reclamando l’Estaut d’Autonòmia y carteles de conciertos de Paco Muñoz y discos de Al Tall, que fui edificando mi versión mental de Nueva York. Muy cerca de la tienda en la que por entonces me surtía de música rara -la Cara B- me di de morros con otra publicación que pasó a ser fundamental. En el escaparate de la Llibreria Cap-i-Cua estaba expuesto Andy Warhol Superstar, ensayo de Stephen Koch sobre el cine del artista que publicó Anagrama con su habitual osadía. Entré, lo hojeé y como no tenía dinero suficiente -ya me lo había gastado en un disco- volví el viernes siguiente dispuesto a comprarlo. El libro me lo fui leyendo de a poco, pero cada día dedicaba un rato a observar una y otra vez las fotos en blanco y negro que lo ilustraban.
Me subyugaban las paredes plateadas de la Factory, los pendientes y las cejas de Edie Sedgwick, el látigo que blandía Gerard Malanga cuando bailaba con los Velvet. ¿A cuántos niños de 13 años les podía electrificar una canción que hablaba sobre sadomasoquismo? La presencia gélida, enigmática, de Andy Warhol, estaba en la puerta de aquel vórtice que conducía a una realidad no apta para menores. Todo lo que no fuese apto para menores me parecía perfecto para mí. Aquel iba a ser mi refugio mental, mi asilo existencial.
Tuve compañeros del colegio que estudiaron Medicina, otros Arquitectura o Filología. Yo estudié Velvet Underground. Esa fue mi universidad. Su forma de arriesgar me parecía modélica. Su malditismo me reafirmaba a la hora de aceptar lo que era, un chaval que cuanto más crecía, menos encajaba en cualquier ámbito. Nunca fui abiertamente problemático salvo en el tema de los estudios, pero igualmente, una tormenta se libraba en mi interior. Yo quería ser altivo como Lou Reed, estoico como Andy Warhol, suspiraba ante la inalcanzable belleza de Nico. Soñaba con ver películas interminables donde alguien se comiera un plátano durante una hora o más. Pero cuando abría los ojos, me veía prisionero en otra incomprensible clase de aritmética, o peor aún, en una de gimnasia, que solían impartir majaderos que humillaban a los alumnos que éramos pésimos deportistas. Así fue entonces y así fue durante los años venideros.
Una de las cosas más reconfortantes que tengo, ahora que me voy haciendo viejo, es la certeza de que muchas de aquellas cosas en las que creí ciegamente en mi adolescencia hoy son mitificadas y adoradas incluso por gente que no sabe ni de lo que está hablando. You’re guilty of reason, cantaba Lou Reed: eres culpable de tener razón. Esa razón que, al igual que mis pecados, solamente me pertenece a mí (y ahora estoy parafraseando a Patti Smith). The Velvet Underground son mi pasaporte, de tanto creer en ellos, han terminado mezclándose con mi ADN. Sus canciones me estaban dando herramientas para afrontar la vida, porque las que yo tenía entonces no iban a resultar muy útiles. The Velvet Underground son la historia de mi vida, la savia de mi subjetividad, la diferencia entre lo que es correcto y lo que es erróneo.