ALICANTE. Tempus fuguit. Parece que fue ayer cuando la escritora y periodista Nativel Preciado recogía el Premio Azorín de novela por El santuario de los elefantes. Sin embargo, han pasado tres años. “Creía que me lo habían dado el año pasado porque todavía estaba disfrutándolo”, confiesa la autora de Palabras para Olivia (Espasa, 2024), historia plagada de autobiografía y homenajes en la que, precisamente, hace ahora su particular valoración sobre el paso del tiempo. “El tiempo nos devora, pero no podemos ser adanistas ni creer que todo es decrépito”, sentencia. La autora pone así el énfasis en la importancia de las relaciones intergeneracionales y hace un recorrido de vuelta a su infancia para dejar por escrito esos recuerdos que le dedica a su hermano. Un libro que presentará este viernes, 8 de marzo, en las Veladas literarias del restaurante Maestral.
— El personaje protagonista es una veterana escritora. A continuación, viene una pregunta típica, pero que es obligada: ¿Cuánto hay de autobiográfico?
— Hay mucho de mí en Olivia. Es una escritora de mi edad que cree sufrir algo que le sucede a todos los que crean algo, que es el vértigo que da cada proyecto nuevo y esa crisis creativa. Creemos que ya no vamos a poder hacer nada porque lo que teníamos que hacer ya nos ha salido y, cuando empiezas a hacerte mayor, eso aumenta de una manera exponencial. Creemos que ya no vamos a ser capaces de ser creativos o tener fluidez. Total, que Olivia soy yo en cierta manera, pero luego he hecho cosas para disfrazarla con otros aspectos que no tienen nada que ver conmigo.
Olivia es una mujer que es arrogante porque ha tenido un éxito arrollador como escritora de best sellers, cosa que yo no he experimentado. He tenido suerte y no me quejo, pero no he estado nunca en esa primera línea. Nada en exceso, como dice esa máxima griega. El clavo que sobresale se lleva siempre un martillazo y yo he procurado llevarme los menos martillazos posibles. Pero el hecho es que ella es prepotente, tirana y déspota con Teo del Valle, a quien contrata para escribir lo que ella piensa que no puede escribir. Es alta, rubia y elegante, como esas rubias de Hitchcock; así me la imaginaba yo. En fin, que la he disfrazado. Comparto muchas cosas con ella y le he prestado todas mis emociones y mi música o mi literatura. Muchas cosas de Olivia son mías, pero también lo he tratado de ocultar disfrazándola.
— Se genera una relación enigmática con Teo del Valle, ese joven autor fracasado, pero ¿se puede dar por fracasado un joven con toda la vida y trayectoria por delante?
— En estos momentos, los jóvenes, y la vida en general, van tan deprisa que, cuando un joven hace tres o cuatro intentos de salir adelante ya se da por fracasado. Ahora todo tiene que ser inmediato, fugaz y de repente. Además, con las redes sociales tenemos un espejismo que nos lleva a pensar que, quien no triunfa en el momento, ya está descartado. Cuando entras en una librería y ves las estanterías llenas de libros, te puede llevar a pensar en quién va a querer leer un libro tuyo con todo lo que ya hay: tan buena literatura y tan buenos libros. Entonces, un escritor joven tiene la angustia de la inmediatez. Es tremendo, pero sucede.
— Precisamente por eso, ¿el objetivo era escribir una novela que pusiera el foco en el valor de las relaciones intergeneracionales?
— Pues sí, ese era uno de mis objetivos. Cuando nos vamos haciendo mayores, tenemos que tener la perspectiva de la actualidad, de la realizad y de lo que está sucediendo en el mundo.
Suele haber dos tentaciones y yo he vivido ambas, así que he tratado de evitarlas. Cuando eres joven parece que el mundo empieza contigo, que todo es maravilloso y eterno. Está toda la vida por delante y crees que las cosas no son tan graves porque tienes mucha fuerza y muchas ganas de vivir. No hay sentido del tiempo y eres adanista. Por el contrario, cuando eres mayor se tiende a pensar que el mundo se acaba y que todo es decrépito. Tiendes a confundir tu propia edad con la edad del mundo y de lo que te rodea. Crees que todo lo anterior era mejor y que el futuro no tiene sentido. Entonces, yo he tratado de evitar las dos cosas.
Para lograrlo, hay que estar en contacto con la gente que tiene otras ideas y que está adaptada al mundo real, que es el presente y no el futuro. Para mí, el futuro es más bien corto y el pasado es muy largo. Por eso, ese diálogo intergeneracional es fundamental. Es algo que he hecho en el pasado, como en el libro Hagamos memoria, donde un joven me recrimina todas mis ideas y criterios, pero que también he hecho aquí. Los dos personajes confrontan sus ideas sobre la literatura, la vida, el amor, la infidelidad, la amistad. Sí, ese es uno de los motivos esenciales de la novela y nadie me lo había destacado hasta ahora.
— Cuentas historias paralelas alejadas en el tiempo, pero narradas como si sucedieran simultáneamente. Una fórmula peculiar ¿Cómo ha sido ese proceso de escritura?
— Para mí ha sido muy complejo. No quería retroceder al pasado y cortar la historia, sino fundir una historia con otra. Me ha costado mucho esfuerzo, borradores, indecisiones e incertidumbre. Creía que no me había salido, hasta que no lo leyó la primera que lo leyó. Ha sido muy complejo hacer como si transcurrieran de una forma simultanea el pasado de Olivia y del propio Teo del Valle con lo que se está escribiendo en la novela, su propio proceso de escritura y lo que tienen que investigar para llegar a ese pasado. La verdad es que me ha costado mucho más que otras pruebas literarias a las que me he enfrentado. En esta ocasión tenía el temor de no hacerlo legible, claro y fácil. En definitiva, entendible para el lector, de forma que le entretenga y le aporte algo.
Le tengo mucho afecto a esta criatura. Siempre le coges afecto a lo último que escribes, pero le tengo especial afecto a este libro porque ya me ha dado muchas satisfacciones. No sé lo que pasará con ella, porque ya no es mía y no depende de mí, sino de la suerte, pero yo ya le he puesto todo lo que le quería poner y lleva todos los homenajes que debía tener. Me ha dado la satisfacción de que me presente la novela Julio Llamazares, que para mí es un escritor de culto al que admiro. Lo ha hecho diciéndome cosas verdaderamente maravillosas, pero también lo han hecho Rosa Montero o Manuel Vicent. Entonces, el hecho de que escritores que para mí son de indudable calidad y éxito literario se hayan fijado en mi novela, para mí es un premio tan importante como lo fue el Premio Azorín en su momento.
— Todavía estabas disfrutando el Premio Azorín…
— Yo creía que me lo habían dado el año pasado porque todavía estaba disfrutándolo, pero hace ya tres años del Premio Azorín. El tiempo vuela, que es una de las cosas de las que se habla en esta novela. Se habla mucho del paso del tiempo en esta novela porque a Olivia le inquieta esa velocidad y ese vértigo, y el hecho es que el tiempo nos devora.
— Música, paisaje y animales vuelven a tener protagonismo especial, como en El santuario de los elefantes… ¿Es, quizá, una deliberada puesta en valor de la España despoblada?
— Sin duda. Ahora se dice ser animalista, pero yo lo soy porque he vivido la naturaleza desde pequeña. En mis novelas siempre aparecen animales. Yo tuve esa infancia que ahora es más difícil de encontrar porque los pueblos de España se quedan despoblados y los niños no viven en contacto con la naturaleza y los animales. Mi vida cotidiana era pasear por una huerta y entrar en una granja, o ver un lobo, aunque fuera de lejos. Esa infancia, tan en contacto con la naturaleza, es lo que me ha hecho querer a los animales y vivir con ellos. Es algo que se me ha quedado para siempre. Ahora los niños van una semana a una granja para estar en contacto con tres o cuatro animales, pero no es lo mismo que integrarlo en tu vida de esa forma tan profunda que me hacen pensar en cómo es posible que tenga esa memoria tan nítida. Te queda grabado y te marca para toda la vida. Entonces, sí, es uno de los homenajes que hago.
— ¿Qué otros homenajes incluyes?
— Pues está este homenaje a esa sensación que tengo de la infancia y que podemos compartir todos cuando hablamos de la infancia. Después, hay un homenaje a la España despoblada, que es algo que realmente todos lamentamos. Los que no lo han vivido, quizá no lo valoren tanto, pero se echa mucho de menos. Esa falta de sensibilidad lleva a que ahora se diga mucho eso de ‘ciudadanos’, en vez de hablar de ‘españoles’, cuando ciudadanos son solo los habitantes de las ciudades y se olvida a quienes habitan los pueblos, que se van quedando abandonados. Es un error y no sé si será evitable, pero trato de que lo sea porque me da pena que eso suceda.
También hay otro homenaje a la música. En concreto, a Ángel Álvarez, ese grandísimo locutor de radio que traía música novedosa para España en ese momento, aquello que todavía no se conocía mucho en este país. Pero, en realidad, todo es en sí un homenaje que hago a mi hermano, que es a quien va dedicado a este libro. Esas conversaciones con él recordando nuestra infancia, son las que me llevaron a interrumpir otra novela para escribir esta historia. Estuve cuidando de él en una época difícil para los dos y lo que le hacía pasar mejor el trago eran esos recuerdos de la infancia, que nos unieron tantísimo. Para mí, esta novela es muy especial.