Ridley Scott celebra en estos días su 84 cumpleaños con dos películas en las carteleras de medio mundo (El último duelo y La Casa Gucci). Él es uno de los últimos titanes del cine, ese arte del siglo XX, capaz de producir un relato carísimo (la película) para ser visto sin interrupciones y de manera colectiva (la sala) y convencernos de que esa mirada (la de un hombre blanco cuya lengua materna es la inglesa) es 'la mirada universal'. Hoy se parece más a la de El juego del calamar y esto es algo que el publicista que a los 40 cambió de oficio, el creador de Alien, Blade Runner o Thelma & Louise no lleva nada bien.
El sistema de oferta y demanda en el cine funcionaba a su medida, según Scott, hasta que empezamos a relacionarnos con "esos malditos teléfonos móviles". El antiguo paradigma de la comunicación entre artista y espectador (quizá productor y quizá consumidor), ha acabado por irse a la mierda con la hegemonía comercial de una generación –la que domina la demanda– "cinematográficamente perdida": la de los milenials. Ese oscuro objeto de deseo, en edad de gastar e influir, pero a la que disparar en caso de no responder al estudio de productores ejecutivos que validó financiarle un #MeToo en el medievo por 100 millones.
Ese es el caso que nos concierne: una de esas dos últimas pelis de la factoría Scott, El último duelo, ha costado más de 100 millones de dólares y recaudado poco más de 30 en taquilla. Por supuesto, la culpa de este rotundo fracaso comercial es de los milenial, en quienes se ha confiado en exceso, dice. Los nombres de Matt Damon, Adam Driver, Jodie Comer o Ben Affleck no han sido suficientes para destapar la inquietud masiva y global capaz de rentabilizar semejante inversión. De la peli y de la interpretación de los malos resultados por parte de Scott ya escribió hace unos días Elena Neira en El Periódico, pero abandonémomos en la batalla generacional:
Adscribir la responsabilidad de esa debacle a una generación es absurdo. Que un estrato global tan heterogéneo sea quien cargue con el fin de lo establecido para otros es solo una forma de enfocar otros problemas. Sorprende la falta de empatía de un narrador capaz de incorporarnos ideas profundas a través del puro entretenimiento (American Gangster, The Martian, Gladiator) cuando no es esta generación la que ha diseñado el tablero de juego donde se recrea; son nuestros antecesores y es el devenir tecnológico y del sistema el que ha pintado ese paisaje de incertidumbre para los titanes como Scott. Y no es casual la necesidad de guarecerse y encontrar oxígeno creativo en espacios virtuales (YouTube, TikTok, Twitch), lugares no ideados por quienes necesitan sostener su sistema.
La creación artística es aquello que, en tiempos de los padres de Ridley Scott y hoy, nos salva de ser fútiles y da cierto sentido a nuestras excentricidades morales dentro del reino animal. Milenials, patricias o bolcheviques, nuestra necesidad de trascender a través de relatos, es ancestral y funciona de igual manera en una cueva pintarrajeada por sapiens o en uno de "esos malditos teléfonos móviles". Por eso la pataleta generacional no es la respuesta y sí ayuda una de las muchas que dio Rodrigo Cortes –visiblemente vareado por la suma de jornadas de promoción de la película El amor en su lugar, también en cartelera– al compañero David Martos. Vayan al 7:52:
"Hay un periodo que no habíamos vivido antes de banalización de la imagen. Hay tal sobreoferta, tal sobreconsumo también, tal acceso a tal cantidad de historias diarias que el cuerpo de alguna manera no respeta tanto lo que ve: lo banaliza. Le da la sensación de que tiene que elegir algo, uno de esos rectángulos en forma de tapiz que aparecen en cualquier plataforma, y... como ya no hay liturgia, porque no tomas una decisión, no te tomas una molestia, no accedes a un sitio desplazándote, no te encierras en una capilla que apaga el mundo durante dos horas, hay algo que, incluso en lo sensorial, el cuerpo no respeta del todo porque no deja marca y empieza a borrarse del buffer salvo que aquello sea verdaderamente bueno en el mismo instante que los créditos empiezan a desfilar".
Lxs milenial no solo hemos banalizado la imagen por sobreexposición, sino que, a la vez que sobrevivimos a una lluvia constante de impactos, hacemos de la lectura de un libro, una comida en pareja o la escucha de un podcast un añadido más en la constante exhibición de nuestra productividad. En busca de un mejor yo, porque tuvimos todas las oportunidades, estamos exigidos a estar a una altura no fijada. La oferta casi infinita de contenidos parece diseñada para sostener la imposibilidad de quejarnos. Aunque no hayamos elegido esta dieta, aunque estemos "cinematográficamente perdidos" y poco espabilados para lo mucho que se espera de nosotros.
Esta maldita bendición de una oferta de relatos de la que no poder escaparse, ni mucho menos quejarse, por suerte, tiene a la contra a la periodista Anne Helen Petersen. Dos años después de su artículo viral Cómo los millennials se han convertido en la generación quemada, ha extendido su análisis en No puedo (Capitán Swing, 2021) donde argumenta cómo estar saturados, además de provocar una banalización que ya nos gustaría no estar viviendo, resulta ser una condena irremediable. Al menos, eso sí, nos permite reconocernos y encajar mejor cuando un demiurgo de la talla de Ridley Scott nos acusa de no estar a la altura.
Soportamos una carga generacional mal decodificada: nuestros antepasados tuvieron vidas mucho más difíciles, pero mucho menos complicadas. La distancia entre un concepto y otro es algo que nuestra cómoda formación básica nos permite distinguir. Que la vida en convivencia con las redes es agotadora, que el trabajo se ha precarizado hasta límites inimaginables, que el ocio ha desaparecido porque forma parte de nuestro curriculum social y laboral: ¿tenemos derecho a decirlo mientras cumplimos las expectativas como público objetivo que se marcó Walt Disney Pictures para El último duelo?
El milenial vive atrapado en el entusiasmo como modo de vida (Remedios Zafra). Lejos de las guerras y el hambre, no se queja de esta camisa de mil varas donde la meritocracia no pinta nada: "nos hemos dado cuenta de que no importa cuán duro trabajes y si has seguido el camino que debías, las cosas pueden cambiar muy rápido y serás reemplazado a no ser que provengas de una familia muy rica y poderosa. Puedes haber ido a los mejores colegios, habértelo currado muchísimo, conseguir un empleo y trabajar duro, pero eso no te garantiza éxito o estabilidad. Y esto tiene poco o nada que ver con el individuo y más con los sistemas que le han puesto en esa posición de vulnerabilidad". Ni que digamos para quienes no se cruzaron con alguna de las variables del privilegio en su camino.
Scott ha estrenado en poco más de un año una serie elefantiásica para HBO (Raised by Wolves) y dos películas para los cines de medio mundo. A sus 84 años. Habría que preguntarle a qué ritmo espera que digiramos las no menos de 15 películas que llegan a nuestros cines cada fin de semana, plataformas y discografías completas a un clicke en Spotify o Amazon Music a un lado. Habría que preguntarle cómo estar a la altura de todo esto y de todo lo anterior a la vez, por su debut (a los 40) en el cine, bien merece evadirse durante hora y media. ¿Cómo lo hacemos suficientemente bien para cumplir con las expectativas de aquellos que han construido este tablero de juego?
Los milenials somos la franja comercialmente más deseable (por nuestra capacidad de gastar y perder tiempo en contarlo), pero también somos los que escribimos tuits que los abuelos como Scott deberían leer:
Baby Boomers did that thing where you leave a single square of toilet paper on the roll and pretend it’s not your turn to change it but with a whole society
— Dan Sheehan (@ItsDanSheehan) July 1, 2019
“Los baby boomers hicieron eso de dejar un solo trozo de papel higiénico en el rollo y fingir que no les tocaba cambiarlo, pero con toda una sociedad”.