Las primeras imágenes del desastre circulaban ya por todos nuestros teléfonos unas horas antes de que consiguiera aterrizar en Valencia la noche del miércoles 30 de octubre. Desde la ciudad donde resido, Luxemburgo, había seguido con preocupación esas primeras horas donde todos veíamos lo que sucedía y nadie actuaba. En aquel momento era imposible calcular la dimensión de una de las mayores catástrofes de la historia de España. Lo que en un primer momento era para mí volver a mi tierra durante tres días por mi cumpleaños terminó siendo el mayor regalo que nunca antes había recibido: la gratitud de cientos de personas durante más de doce días en Paiporta, Alfafar, Catarroja, Albal, Massanassa y Benetússer –pese a la insistencia diaria de muchos agentes de las policías locales de media España para no dejarme pasar con el camión repleto de comida caliente–.
El jueves por la mañana me subía por las paredes, y como yo, los cientos de miles de ciudadanos de nuestra tierra que veíamos cómo todo había sido destrozado por el paso de una riada de la que nadie avisó a tiempo. Todos los que estábamos allí teníamos amigos sin localizar y sabíamos que las primeras cifras de fallecidos y desaparecidos únicamente iba a aumentar con el paso de las horas. Nadie entendía –y sigo sin entender– que el Estado de Alarma, previsto para "todo o parte del territorio nacional, cuando se produzcan: a) Catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud" no se activara de inmediato. Nadie entendía –y sigo sin comprender– que la Generalitat no rogara al Gobierno de España, incluso arrodillándose si fuera necesario, para que todas las fuerzas del Estado se desplegaran en Valencia esa misma mañana. Nadie lo hizo, y eso ya fue demasiado tarde. Porque esas primeras 72-96 horas, el Estado estuvo ausente y las personas que estábamos allí lo recordaremos toda la vida.
La organización de ciudadanos anónimos dio una lección de reacción inmediata a todos los que se les remunera mensualmente para mantenernos a salvo. El río de fango y lodo del que nadie avisó a tiempo fue sustituido por ríos de ciudadanos, muchos de ellos jóvenes, que no dudaron en armarse de escobas, palas y manos dispuestas a llenarse de barro y dejarse la piel para ayudar a los demás. La imagen era desoladora: trajes impolutos de políticos en centros de emergencias dando la mano a los encargados de nuestra seguridad mientras los jóvenes aparecían repletos de fango ayudando donde por el momento no había llegado más que unos pocos efectivos de la UME. Es completamente lógico y racional que a nadie de los que a pie de barro estábamos ayudando a los vecinos le sorprendiera que el "Sólo el pueblo salva al pueblo" apareciera en todas las calles. Y es que, cuando no había nadie, y sólo teníamos las manos de nuestro compañero al lado, era a él al que debíamos agradecer –y a nadie más–.
El viernes 1 de noviembre, tres días después de la tragedia, cogí el camión por primera vez para llevar comida a Paiporta. Esto fue posible gracias al despliegue inmediato de quienes no deben lealtad a nadie más que a su propia conciencia para poder actuar: trabajadores, que no dudan en faltar al trabajo para estar donde se les necesita y aportar su mano de obra; empresarios, que no dudan en poner al servicio de la ciudadanía sus furgones, cocinas, o instalaciones; o voluntarios, que dejan todo para unirse a la causa. En mi caso, fue a través de World Central Kitchen, que de la mano de José Andrés y Edu Torres –Molino Roca– tenían armado, ese mismo día, un ejército de personas cocinando en los mejores restaurantes de la capital; un parque de 5 camiones food trucks, 4 todoterrenos y más de una decena de furgones aparcados en la Av. Cortes Valencianas; y decenas de voluntarios inscritos para ser desplegados con una única misión, la de repartir comida entre las personas afectadas en las zonas inaccesibles hasta el momento. Así acabé conduciendo uno de esos camiones y adentrándome en el corazón de Paiporta ese mismo viernes.
Llegar a l’Auditori Municipal fue una verdadera odisea. Ni aun mostrando la autorización ni explicando que llevaba comida preparada en el camión el Policía Local quiso dejarme pasar. Tuve que desobedecer a la "autoridad" para poder llegar al destino donde me estaban esperando. Y cuando llegué, el panorama era desolador. Era como estar en una zona de guerra donde había caído una bomba en cada calle. Era como estar en una zona de guerra en mi propia tierra. Me preparé para descargar mi camión y ponernos a repartir la comida en el Colegio Ausiàs March, a la vuelta de la esquina. Al principio intenté mantener la compostura. Pero cuando las personas mayores empezaban a llorar desconsoladamente por coger dos o tres bocadillos, tras mirarme respondiendo a mi pregunta de "¿cuántos sois en casa?", no pude aguantar las lágrimas y empecé a llorar desconsoladamente junto a ellos. Estaban solos. Estábamos solos. No había Estado sino caos. No había Estado sino el hombro de quien se permitía llenarse de barro para ayudar al otro. Y eso, los que estábamos allí, no lo podremos olvidar jamás. Era una situación de desconsuelo, de completo abandono.
Habían pasado casi cuatro días desde el impacto del agua, pero casi todos los garajes permanecían inundados. La respuesta a la pregunta de por qué no los vaciaban era "hemos dado el aviso, pero tenemos que priorizar porque los recursos son muy limitados". ¿Cómo podía ser que toda la fuerza de un Estado como el nuestro no estuviera allí? Era incomprensible, más aún cuando tenías enfrente la mirada de ese ciudadano que no sabía si debajo de su vivienda todavía podía hallar con vida a alguno de sus vecinos desaparecidos.
Por suerte, el paso de los días y el aumento de la indignación trajo consigo lo que reclamábamos los que allí estábamos desde el inicio: el despliegue del Ejército al completo, y con él el de todos los militares que se juegan la vida para defendernos. Esto, unido al trabajo de los miles de voluntarios que, desobedeciendo instrucciones de los ausentes y guiados por lo que nuestra conciencia nos dicta que está bien, está permitiendo que cada día la situación esté un poco mejor que el día anterior.
Eso sí, al menos en mi caso, nunca podré olvidar las lágrimas desconsoladas de aquella mujer en la fila para recoger comida en mi tierra, Valencia, y ese abrazo en el que nos fundimos. Nunca podré olvidar al Toni o a Carlos en el Mercat Municipal de Catarroja, y la fila de centenares de personas para comer algo caliente. Nunca podré olvidar el abrazo de mi abuela al llegar a casa todos los días pasadas las diez de la noche apestando a barro su recibidor. Nunca podré olvidar la indignación que sentí, ni el firme convencimiento de que, si el pueblo unido se pone una misión, no para hasta lograrlo. La que era denominada generación de cristal ha dado una lección desde el barro al que le miraba por encima del hombro desde su despacho acomodado. Porque a esas personas y ciudadanos anónimos han agradecido los vecinos, y no a quienes no estuvieron cuando más se les necesitó.
Pablo J. Torres Méndez trabaja en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Luxemburgo) y es graduado del Máster en Derecho Europeo (LL.M.) por el Colegio de Europa (Brujas, Bélgica)
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