Es un deporte muy practicado el hablar mal del Régimen del 78. Muchos entrenan cada día para atacar a los artífices de la Santa Transición. Es como esas barracas de feria que te ofrecen tres pelotas por un euro para arrojarlas a unos muñecos que se mueven. En nuestro caso, esos muñecos son Juan Carlos I, Suárez, Carrillo, González y Fraga. Denostar el régimen actual se puso de moda a partir del 15-M y no deja de ganar seguidores. Veremos hasta cuándo dura.
La descripción fiel, amarga y necesaria del Régimen del 78 la podemos leer en el libro El jefe de los espías, de los periodistas Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote. Sus autores bucearon, durante cuatro años, en los cuadernos, agendas, cartas y archivadores del teniente general Emilio Alonso Manglano, jefe de los servicios secretos españoles de 1981 a 1996, para sacar a la luz algunos secretos del felipismo.
Fernández-Miranda y Chicote, periodistas de ABC —diario que adelantó algunos capítulos del libro por entregas— han hecho un gran servicio al país y, en particular, a los historiadores; también Manglano por dejar testimonio escrito de cómo se cocinó esta democracia a espaldas de los ciudadanos, que han ejercido siempre de convidados de piedra.
En el Eclesiastés se dice que quien añade conocimiento añade dolor. Se vive más feliz en la ignorancia. Asomarse a las páginas de este libro nos perturba, por mucho que sospecháramos que existía un cuarto oscuro en esta democracia.
Perturbadores son muchos de los episodios relatados por los autores de El jefe de los espías. Paso a enumerarlos de manera sucinta.
Según le confesó Don Juan Carlos a Manglano, Arabia Saudí financió la Santa Transición con 36 millones de dólares. El hoy rey emérito recibió, entonces, créditos de la casa de los Saúd por valor de 100 millones de dólares, que al parecer no ha devuelto. El monarca se implicó para que san Adolfo Suárez ganase las primeras elecciones democráticas. Luego la relación entre ambos se echaría a perder. Con todo, el entonces líder de la UCD recibió un millón de dólares después de dimitir como presidente del Gobierno. Le darían también la propina de un ducado.
En esta crónica de nuestra historia oculta se habla de cuartos de banderas y ruidos de sables, que se prolongaron hasta años después del 23-F. También traza un retrato inmisericorde del felipismo: la guerra sucia contra el terrorismo y la corrupción estuvieron presentes hasta el último mandato de González. Se compró el silencio de Amedo y Domínguez con dinero público; se saquearon los fondos reservados en beneficio de altos cargos de Interior; la Casa Real fue receptora de esos fondos, autorizados por Margarita Robles; se mandó un paquete-bomba a un militante de Herri Batasuna en 1989, que causó la muerte a un cartero en Rentería, etc.
Nadie, en aquellos años, estuvo libre de lanzar la primera piedra. Todos los partidos —con la excepción honorable de la Izquierda Unida de Anguita— y los dos sindicatos verticales del Régimen pudieron recibir dinero de los kuwaitíes a través del financiero Javier de la Rosa, según las notas tomadas por el jefe del Cesid. De la Rosa era la bestia negra del felipismo, junto con Mario Conde.
Son solo unos ejemplos del cuarto oscuro de la democracia española, de cómo este régimen ha sido, desde el principio, un pacto de élites: al principio, entre franquistas pragmáticos —Suárez, Rosón, Martín Villa y otros— y una oposición de izquierdas que quería participar en el reparto del botín. Una vez aprobada la Constitución, ese acuerdo entre élites incorporó a los nacionalistas; un pacto que se ha perfeccionado para que el pueblo ignore sus cambalaches.
Y así hemos llegado hasta hoy, a un régimen en completa descomposición, en el que la corrupción no es la excepción sino la norma.
Esta democracia nos fue otorgada a los españoles. Llegó de la mano de un jefe del Estado elegido por un dictador. Para comprender el alcance de aquellos lejanos setenta, conviene admitir que el miedo del pueblo a otra guerra civil fue más poderoso que la lucha por el restablecimiento de las libertades. Es más, cuando esa democracia ha estado en peligro, cuando las libertades y derechos fundamentales han sido amenazados o suspendidos, como en el 23-F o los estados de alarma de 2020, nadie ha protestado saliendo a la calle. Los ciudadanos se quedaron en sus casas.
Los archivos de Manglano nos recuerdan que el rey siempre estuvo desnudo. Que todos los líderes políticos de ayer y de hoy —por no hablar de los empresariales y sindicales— son unos fingidores. Nos engañaron, y de qué manera, y lo siguen haciendo ahora con más desvergüenza, si cabe, en los tiempos de la cacareada transparencia. No somos nada.
“El Régimen del 78, aun con sus miserias y defectos, ha sido el mejor periodo de la historia contemporánea de España”
Y, sin embargo, el Régimen del 78, tan denostado por la izquierda republicana, ha sido el mejor periodo de la historia contemporánea de España, con un equilibro razonable y realista entre la libertad y la prosperidad. De eso no cabe duda. No moriremos defendiéndolo, pero tampoco nos vamos a sumar a quienes pretenden derrocarlo. Los españoles damos para lo que damos: acostumbrados a obedecer al espadón de turno, nos conformamos con bien poquito en política.
La España del 78, aun con todas sus miserias y defectos, es lo máximo a lo que podemos aspirar como pueblo. Ahora que agoniza —y hay agonías que pueden durar años o lustros—, estoy seguro de que la echaremos de menos.