A veces se nos olvida, porque no queremos reconocerlo. Pero es el odio, tatuado en los dedos de la mano izquierda del protagonista de La noche del cazador, el que mueve el mundo. El amor, que ilustra la mano derecha del predicador encarnado por Robert Mitchum, es, en realidad, el que lo remansa, el que saca la bandera verde para indicarnos que ya nos podemos bañar en la playa después de la tormenta. Pero moverse, lo que se estudiaba como rotación y traslación del planeta, es responsabilidad del mal. Lo que sucede es que hemos desarrollado un sistema para darle la vuelta y transformarlo en algo positivo. Solo nos extraen el apéndice cuando sufrimos. No hay mejor forma de sacar toda la literatura que llevamos dentro como la de vomitar odio desde las entrañas. No se puede concebir una obra maestra como La conjura de los necios si no es desde el resentimiento, probablemente, que llevó a su autor, John Kennedy Toole, al suicidio después de que todas las editoriales rechazaran su trabajo. Y aun así, es una de las más grandes comedias que jamás caerá en nuestras manos. La comedia es tragedia más tiempo, como escribió Woody Allen.
No ha sido la ilusión por ganar la que ha trastocado la candidatura demócrata en los Estados Unidos, sin duda, el acontecimiento más importante e influyente que nos va a tocar vivir, crucemos los dedos, en los próximos años. Ha sido el odio que irradia Donald Trump en cada una de sus apariciones y el miedo a que un decrépito Joe Biden no fuera capaz de frenarlo. El buen rollo, dejar que el actual presidente siguiera adelante con buena voluntad, no habría hecho más que apalancar unas encuestas que daban claro ganador al magnate neoyorquino. Si nadie hubiera sido capaz de convencerle, después de su balbuceante aparición en un debate junto a su oponente, de que se echara a un lado, si todos hubieran respetado su voluntad, si la confianza y la esperanza hubieran sido los únicos motores del transatlántico, el impacto con el iceberg nos habría dejado sin travesía y hasta sin orquesta. Ahora, gracias al odio y al terror, queda la posibilidad de que Kamala Harris sea quien lidie como pueda con los poderes fácticos que el dinero, ese estratosférico generador de odio, pueda interponer en su camino.
El odio, la inquina, el rencor, generan guerras para las que son precisas nuevas tecnologías, superiores a las del enemigo, que, en todo caso, luego se pueden aplicar a la medicina, a las telecomunicaciones o a la aspiradora de casa. Pero en un principio estuvo siempre el reverso negativo de la Fuerza, llámenlo como su fe le quiera llamar. En este sentido, odiar, en sí mismo, no está tan mal. Porque, esto sí que lo solemos reconocer, contrapone fuerzas en nuestra búsqueda incansable de la tranquilidad, de un paseo por el campo o de un baño en el mar a la luz de la luna. O de que no se invada el país de al lado, que suele ser lo mismo. Lo que sí es deleznable es la incitación al odio, conseguir que otro sienta lo mismo que tú, arrancarlo de su sofá para ir a apalear unos inexistentes moros que (no) han asesinado a un niño en un pueblo de Toledo, solo porque te genera seguidores en las redes sociales. Solo porque sirve a tu bilis. Solo porque eres un cobarde que arenga a las masas siempre con mando a distancia. Erradicar esa tendencia cada vez más acusada de pasar del sentimiento a la acción, del odio al linchamiento, es la cuestión en la que todos tenemos que intervenir. El odio, como la religión o la receta familiar de la tortilla de patatas, nunca debe sacarse a pasear. Sabemos reciclarlo.
@Faroimpostor