EN CONCIENCIA  / OPINIÓN

Ojalá algunos políticos fueran champús, no políticos

27/01/2022 - 

Hace ya casi diez años escribí una columna titulada “Si Rajoy fuera un detergente…”

Contaba entonces que, si los partidos fueran empresas y vendieran champús (y no programas y promesas electorales) estarían mayoritariamente condenados por engaño. Y explicaba que, en materia de comunicación comercial, hay reglas muy claras.

En primer lugar, un anuncio tiene carácter contractual y no puede inducir a error ni haciendo alegaciones falsas ni omitiendo datos relevantes. En segundo lugar, lo importante no es lo que diga, sino los efectos de lo que de él se interprete. Así, basta que un razonamiento pueda perjudicar el comportamiento económico del consumidor para que sea “engaño”. En tercer lugar, para su valoración, se aplica siempre la “inversión de la carga de la prueba”: es el anunciante quien tiene que demostrar, con datos objetivos y verificables, que lo que ha dicho es cierto, y no el consumidor que lo denunciado es falso.

Subrayaba en aquel entonces que mentir en publicidad no es baladí. Un ilícito se puede penar administrativamente (con multa), civilmente (con retirada o rectificación) e incluso, si las consecuencias son graves -por ejemplo, para la salud pública- penalmente, con cárcel.

Todo lo contrario que en la política, donde la falsedad no es que salga gratis, es que, en algunos casos, sorprendentemente, se premia.

Resulta curioso que tengamos robustos sistemas de autocontrol y una compleja legislación para jabones o lentejas y que, sin embargo, en términos de promesas democráticas no haya más mecanismo de sanción que el voto cada cuatro años.

Ayer revisaba la campaña electoral de las generales de 2019 para un trabajo académico. No daba crédito.

Por poner solo algún ejemplo:

- Sánchez ganó la confianza del electorado prometiendo que “no pactaría con Bildu”, que “no llegaría a acuerdos con el populismo” o que el “debate de los indultos nunca tendría lugar”. Y ahí está ¡un campeón!

-Unidas Podemos, el partido de la vicepresidenta Díaz, todavía hoy tiene colgado en su web un programa que reza “bajaremos el precio de la factura de la luz” o “derogaremos las reformas laborales de Zapatero y Rajoy”. Yolanda (que ya se sabe que está ocupada haciendo cosas chulísimas) no ha podido cumplir, ni por asomo, ninguna de estas promesas.

Podría seguir (especialmente con alguna que repitió “nunca” “jamás” y hoy suplica poder dar su voto a alguno) y no tendría columna.

Tienen suerte los políticos de no ser detergentes, sino políticos. Porque, como pasaba hace diez años, la Ley Orgánica del Régimen Electoral General sigue hoy sin regular mínimamente sus discursos, como tampoco lo hacen las distintas Leyes de Publicidad Institucional. Nada (ni parece que nadie) les exige veracidad ni honestidad.

Ninguna fuerza (y créanme que lo he intentado con varias) se atreve a proponer que, al menos, las promesas electorales tengan carácter contractual. Por eso, y especialmente cuando se está en alguna campaña, las redes y los medios se inundan de mensajes que ya se sabe que no se avalan, ni se avalarán, con hechos.

Conclusión: la palabra de un político no vale nada. La prueba es que, incluso normativamente, los falaces discursos de algunos líderes y lideresas importan menos que las mentiras de los productos milagro o los crecepelos.

Si es triste que a la opinión pública parezca darle igual, más triste resulta que a quien menos importe su reputación y credibilidad sea, en algunos casos, a los propios políticos.

Como pasa con Irene Montero. El otro día escuchaba unas declaraciones suyas haciendo un alegato del NO a la Guerra. Declaraciones que vienen de una ministra que forma parte de un Gobierno. Gobierno que ha sido de los primeros en movilizar tropas, y cuyo líder, Pedro Sánchez, no ha dudado en jactarse de un “compromiso férreo” con la OTAN y una defensa acérrima de la "integridad territorial" de Ucrania. (Por cierto, y de España ¿qué?). Una ministra por cierto que milita en una formación, Unidas Podemos, cuya lideresa (Yolanda Díaz) se desdice de su propio “No a la OTAN” ya que “aspira a liderar España”.

Los principios de Marx. De Groucho Marx.

Se llama decencia, ministra Montero. Cuando uno no comulga con el ideario de la institución en la que está, y no quiere defraudar a quienes confiaron en él, o ella, se va. Se puede hacer. Pero hay que tener donde volver.

Eso, siempre que no se esté lanzando voluntariamente una “alegación inexacta, que pretenda inducir al error” al electorado. Una vez más.

Insisto: ojalá algunos políticos fueran champús.

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