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el origen de la contraseña

Un ‘secreto’ con raíces en Vila-real

Su nombre resonó con fuerza a mediados de julio cuando falleció, pero de Fernando Corbató nos acordaremos el resto de nuestros días. Este físico, con un pasado ligado a Castellón, fue el creador del inicio de sesión y la famosa contraseña. Todo un visionario en los tiempos de las primeras computadoras

14/08/2019 - 

CASTELLÓN.-  Son tantas las contraseñas que manejamos en la actualidad que hay mucha gente que opta sencillamente por anotárselas en un bloc de notas. El recelo por nuestra privacidad ha llevado a una proliferación y masificación imparable del mecanismo user-password (usuario y contraseña). De forma naturalizada lo empleamos para absolutamente todo: correos, cuentas bancarias, archivos personales o el acceso a nuestro todopoderoso ordenador o móvil. Queremos ser dueños —o al menos sentir que lo somos— de todo lo que nos pertenece en la red y, consecuentemente, tener su llave de acceso. Pues bien, antes de entrar en juicios sobre si realmente hay protección en dicha nube, es necesario saber que este mecanismo con el que convivimos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos fue inventado por Fernando Corbató, un físico nacido y criado en California, pero con orígenes en Vila-real.

Su padre, Hermenegildo Corbató, nació en 1889 en una casa afincada en la calle Cervantes de Vila-real. Aunque no estuvo demasiado tiempo en la ciudad, pues quedó huérfano de padre cuando tenía cuatro años y su madre, que tuvo que dedicarse a coser, lo mandó a un orfanato dominicano en València. A partir de entonces, el joven vila-realense encadenó un viaje tras otro para mejorar sus estudios y su calidad de vida. Primero fue ordenado sacerdote en Ávila, pero más tarde lo enviaron a estudiar a la Universidad de Notre Dame en Indiana (Estados Unidos) por sus altas capacidades. Con 23 años viajó a Fozhou (el sur de China), donde sirvió como profesor de literatura española y fue director de una escuela durante una década.

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Posteriormente, Hermenegildo regresó a Estados Unidos. El joven con cualidades también musicales tocaba la tuba en una orquesta militar y fue con 36 años que decidió volcarse en un doctorado de la Universidad de Berkeley. Un año más tarde nacía Fernando (1926), fruto de su matrimonio con Charlotte Carella. Y en 1930 toda su familia se instalaba al fin en Los Ángeles gracias a su puesto de trabajo como profesor de lengua y literatura española en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Esta agitada vida en una época políticamente complicada se completó con las labores que el de Vila-real desempeñó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando enseñó el dialecto de Fuzhou (ciudad de China) a oficiales militares. 

Un respiro para la época 

«Recuerdo que cuando en la Navidad del 88 estuve en casa de Charles, su otro hijo, geólogo, me enseñaron una cinta de vídeo en la que se veía a Hermenegildo refiriéndose a su perro como mal cregut (descreído), una expresión totalmente local. Ya entonces me sorprendió que pese a conocer tantos dialectos, todavía conservase el valenciano. Eso sí, era un acento más de la capital que de Vila-real», cuenta Paco Corbató, sobrino suyo, sobre los pocos recuerdos que guarda de la familia. Y es que la amplia distancia entre sus casas hizo que el castellonense solo visitara la Comunitat en un par de ocasiones: en 1928 y 1949, para estudiar els Misteris del Corpus. Ahora bien, parece ser que sus raíces nunca se perdieron.

Por su parte, Charles tampoco está exento de logros. Dedicado a la geología, capitaneó, entre otras, una expedición de dos meses, a cuarenta grados bajo cero, en la Antártida. El segundo hijo de Corbató lidió con el frío junto a un equipo de cincuenta personas a su cargo en 1975, motivo por el cual se le dio su nombre a un pico, el Monte Corbató, situado a 1.500 metros de altura y a ocho kilómetros al este del Monte Fairweather, en las montañas de Duncan. El pico fue mapeado geológicamente por la Universidad Estatal de Ohio (Columbus), bajo el Programa de Investigación Antártica de los Estados Unidos, al que Charles pertenecía.  

Respecto al ‘padre’ de la contraseña, Fernando Corbató fallecía el pasado 12 de julio, a los 93 años, en una residencia de ancianos como consecuencia de complicaciones de la diabetes que padecía. Así, bajo la urgencia que siempre impera entre los medios de comunicación de recordar los logros de aquellos genios que marcaron nuestra existencia, toca explicar en esta ocasión cómo empezó todo aquel ‘lío’ del inicio de sesión.

Corby —como le llamaban familiares y amigos— era más de ciencias que de letras. Lo supo rápidamente y por eso trató de seguir esta meta, independientemente de los estudios más humanísticos de su progenitor. En 1950 se licenció como especialista en computadoras por el Instituto de Tecnología de California, pero su carrera empezó a despuntar cuando se doctoró en física por el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), la prestigiosa universidad privada localizada en Cambridge.

Allí brilló con una tesis sobre física molecular que requería de cálculos por ordenador. Su investigación y su interés por profundizar le llevaron a conseguir una plaza como profesor en el Centro de Computación del MIT, donde trabajó hasta su retirada. 

En los 60, los ordenadores se utilizaban por turnos y una sola operación podía necesitar hasta 24 horas para ejecutarse

Pero ¿cómo derivó todo este background en uno de los mayores inventos del siglo XX? Hace falta ponerse antes en situación, porque si ya es de gran molestia cuando se queda ‘colgado’ el WhatsApp y el Instagram, o cuando hay que ‘forzar la salida’ del Chrome, antes internet vivía abocado a un permanente estado de lentitud y complejidad. En los años sesenta, el uso de un mismo ordenador se hacía por turnos, pero además el procesamiento de una sola orden podía tardar hasta un día entero en ejecutarse.

Era la «desesperación» en persona, tal y como apuntaba el propio Corbató en su época. A su vez, por si esto no era suficiente, los investigadores habían de esperar hasta el día siguiente para acceder a los resultados de sus ejecuciones. Algo que les enfurecía, por su ineficacia, y que les causaba intranquilidad por la pérdida del dominio de su información. ¿Qué harían con todos sus datos quienes llegasen después?

De este modo, la necesidad de que un solo usuario propietario fuera capaz de acceder a todos sus archivos, derivó en la creación del proyecto Compatible Time-Sharing System (CTSS) y el Multiplexed Information and Computing Service (Multics), ambos supervisados por Fernando Corbató. Por un lado, esta iniciativa consiguió que distintos usuarios en diferentes localizaciones pudieran acceder a un mismo ordenador a través de una línea telefónica. Y por otro lado que, si bien todos iban a trabajar en un mismo sistema informático, al menos que cada profesional tuviera sus propias cuentas privadas, con las que, ahora sí que sí, podrían proteger y custodiar su obra. 

¿Mejor sin contraseñas?

Por tanto, este fue el primer vestigio de la contraseña, un método de protección que en la actualidad ya no se rige únicamente por números o letras, sino que también se controla por patrones, huellas dactilares o haciendo uso del reconocimiento facial. De hecho, es a este nuevo sistema hacia donde apunta el futuro de la red.

Preguntado por su invento, Corby reconocía en 2014 que la masificación de la contraseña digital la había convertido en algo «inmanejable». Esta ya no iba acompañada obligatoriamente del ‘apellido’ de seguridad y por eso muchos informáticos empezaban a cuestionarse su utilidad. El mundo parece reclamar así un futuro sin contraseñas, una mutación no tan lejos de la realidad y ante la cual los expertos aseguran que la seguridad en internet dependerá ahora de elementos físicos, frente a los ya mecanizados. De hecho, servicios como Google y Apple han incorporado recientemente en sus plataformas el doble factor de autentificación, sirviéndose de la huella o del rostro.

Este cambio se debe principalmente a que el usuario, ante la alta demanda de contraseñas, ha optado por simplificar la mayoría de sus códigos. Es decir, un alto porcentaje de personas termina por escoger un acceso rápido y cómodo de aprender como el usual «123456». Sin embargo, usar esta opción puede equipararse al hecho de dejarse las llaves puestas en el cerrojo de casa. Vamos, que con ello tienes las máximas papeletas para que te entren a ‘robar’. Por eso, diferentes investigadores están testando lo que llaman «un aura de autentificación» que usaría la proximidad del cuerpo respecto al propio dispositivo y a otros objetos personales para crear una red capaz de evaluar si se está autorizado a acceder.

Corbató vio recompensada su idea en 1990 con el premio Alan Turing, el equivalente al Nobel de la Computación

«Día a día uno se enfrenta a un mismo dilema: si confía totalmente en los demás usuarios, es vulnerable al comportamiento antisocial de cualquier usuario malintencionado; considérese el caso de los virus. Pero si uno intenta ser totalmente solitario y se aísla, no solo estará aburrido, sino que su universo de información dejará de crecer. De este modo, la conclusión es que la mayoría de nosotros funcionamos a través de una zona de intercambios complicados que se manejan entre la confianza y la seguridad». Con estas palabras Fernando Corbató trataba en su momento de reflexionar sobre su invento. Y es que si no fuera por la falta de franqueza a la que vive sujeta la sociedad, su password tal vez no hubiera tenido que existir.

Sea como sea, y ante las numerosas pruebas que todavía faltan por hacer, la sociedad siempre estará en gratitud con Corbató, por ser el creador del ‘candado’ virtual que imposibilita —o por lo menos complica— la vulneración de la información y de la privacidad. El investigador ya vio recompensado, en su momento, todo este trabajo con un Premio Alan Turing, en 1990, galardón considerado como el Nobel de la Computación. Igualmente, en Vila-real, la tierra de su padre, el alcalde José Benlloch ha hecho saber, a raíz de su fallecimiento, la disposición del municipio de poner en valor su figura a través de la marca Ciutat de la Ciència y la Càtedra d’Innovació Ceràmica.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 58 de la revista Plaza

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