Repican las campanas de la concatedral de Morella. Los domingos de ramos son aquellos tiempos de infancia que llevaban a la bendición de palmas, ramas de olivo y hojas de laurel. Aquella entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén que a las niñas y niños de hace décadas proporcionaba regocijo, porque se celebraba como una fiesta de luces y colores, pero con aquella inquietud que iba creciendo de la mano de los acontecimientos de muerte del jueves y viernes santo y la resurrección el siguiente domingo. De pequeñas recorríamos, el viernes santo, aquellos viacrucis en las iglesias, tal como mandaba la férrea tradición de los sesenta y setenta del pasado siglo. Y visitábamos los monumentos de las figuras religiosas, el Cristo yaciente, crucificado, resucitado, rezando en el huerto de los Olivos, los romanos, la virgen dolorosa y madre sin hijo. La imaginería de este país es devastadora en la infancia por su realismo y por los temores que imprimían a cualquiera, sintiendo que íbamos a pasar por lo mismo. Y en cierta manera se pasaba por lo mismo.
Mi abuela llevaba laurel a la iglesia de Gavarda para el domingo de ramos y tras ser bendecido lo colgaba en algún balcón, como aún cumple mi prima María Antonia que cada año hace llegar esa rama de hojas bella y milagrosa. En el invierno, en el cambio de año, el muérdago cumple similares objetivos atrapando las tradiciones celtas, vikingas, siendo ese amuleto verde para la protección, el amor y la buena suerte. El muérdago tiene que ser regalado, y para su nuevo uso debemos quemar las ramas del año anterior. Como el laurel o el ojo de Fátima, esos elementos que cuelgan de puertas, de entradas al refugio del hogar, por no hablar de San Pancracio y su rama de perejil siempre verde, señalando al acceso de la vivienda o del negocio.
La semana santa, a pesar de sus vacaciones, era un tiempo de reflexión y temores en las tierras castellanas. Silencio, demasiado silencio, oscuridad y penitencia. Y de resignación, porque nos enseñaron a ser resignadas, poner la otra mejilla y sacrificarnos por el resto de los días. En la vida mediterránea era similar pero con sonidos diferentes, y mucho más color. Penitencia, pero la justa. Resignación, la precisa. Mientras revivo aquellas semanas santas, el pequeño Aimar duerme plácidamente tras escuchar las aventuras de Joan Petit, nuestro amigo común, el del dit, dit, dit, amb la orella, orella, orella, amb el nas, nas, nas… Mi pequeño respira de manera profunda, sonríe y llora en sueños, mientras alguien a su alrededor organiza cierto orden en medio de un caos de transformaciones. Las cajas de una mudanza que parece ser eterna crecen entre una memoria que va deconstruyéndose. El orden en medio del caos.
El sueño de los niños, como el de Aimar y Biel, es la observación de la vida. Cuando sonríen dormidos, o fruncen el ceño, patalean, se revuelven o mueven las manos, piensas que igual están volando sobre nuestro destino. Niñas, niños y mayores tenemos los mismos sueños. Deseamos la ingravidez de algunos instantes, el sosiego que pueda respirarse y correr por nuestras venas, el viaje hacia la placidez que debería correspondernos.
Este domingo fue un día bello, espléndidamente transparente y azul en Morella, moviéndose con el sonido de las campanas, removiendo la memoria de quienes estrenan en esta jornada marcada en el calendario, a pesar del semiconfinamiento que ha provocado esta maldita pandemia. Las calles empedradas muestran el mismo cansancio que en el resto de ciudades y pueblos donde el coronavirus y sus juegos del poder global nos han detenido. Las vacunas proporcionan esperanza, pero no sabemos de qué manera. Hay desconfianza latiendo en nuestras vida y, como en otros aspectos, el poder y el mercado negro están gestionando esta crisis.
Además, en estos tiempos de incertidumbre ha quedado grabado en la memoria cercana y colectiva el exabrupto de un diputado por Huelva del PP, Carmelo Romero, indicando a Iñigo Errejón, "Vaya al médico", cuando el parlamentario de Más Madrid preguntaba al presidente del Gobierno, en sesión de control del Congreso, sobre la situación de la salud mental en este país. Es triste que el insulto de un impresentable -lo mismo de aquel "Que se jodan" de la otra impresentable, y castellonense, Andrea Fabra contra los miles de parados de este país- llevara a la actualidad la grave situación de la salud mental.
Son miles, decenas de miles, las personas que dependen del bromazepam para pasar los días controlando constantes ataques de ansiedad. Este último año la cifra de personas usuarias se ha disparado, por no hablar del exceso de consumo de fármacos ansiolíticos y de las dosis diarias de lorazepam para dormir. El desasosiego en estos últimos meses está siendo indescriptible en un mundo que ya era bastante estresante y deprimente. Errejón aportó un dato escalofriante. Cada día se suicidan diez personas en este país. No hay nada más prioritario e importante que combatir esta realidad y otras realidades como la soledad e impotencia de la gente mayor, la precariedad y vulnerabilidad de miles de familias que cada día suman en las colas del hambre, la angustia de decenas de miles de personas que sufren la incertidumbre diaria. Quizás nos sobren carreteras y cierto progreso para invertir en la salud ciudadana, en la gente mayor y su digno retiro, en menores y mujeres solas, y su digna vida.
El profundo sueño de Aimar camina hacia la felicidad. Es envidiable la inocencia de las niñas y niños que viven ajenos al mundo que les ha tocado poblar y que, afortunadamente, sabrán conquistarlo. Es lo mejor de nuestro paso por la vida, legar las vivencias, pensamientos y experiencias en las siguientes generaciones. Mientras duerme, reviso los videos, que alguien me ha enviado, de las declaraciones de la caja B del PP y cuentas de Bárcenas. Y lo de Aznar es de juzgado de guardia. Debería estar prohibido declarar con mascarilla a alguien que está solo en un espacio frente al ordenador y, además, alegando que cumple “escrupulosamente” las normas sanitarias. Tras la máscara ha debido reírse de este país. Tras la máscara habrá guardado esa comunicación no verbal que le delataría, porque mentir se refleja en un rostro sin sentimientos. Este señor llevó una máscara desde que pasó por la Moncloa y se ha quedado pegada a su rostro. Debería estar prohibido.
Mi tío Paco me llama alarmado por el devenir de la hija de la cantante ya fallecida Rocío Jurado, como si fuéramos familia. Me cuenta que en un programa de televisión la hija desgranó dolorosamente que ha sido víctima de violencia de género. No vi ese programa, ni otros que censuro por similares contenidos, pero al día siguiente todos los medios de comunicación hablaban de lo mismo. Violencia de género sutil, denunciada y no sentenciada como corresponde. Y lo más grave, esa acusación social de mala madre a una mujer que ha sufrido lo suyo. Pero es lo de menos, porque este sistema patriarcal no deja de castigar a las mujeres. La Justicia es la que es en este país. Marcar a las mujeres como inestables, inseguras, locas, malas madres y malas cuidadoras del hogar sigue siendo lo mismo de siempre, a pesar de las “políticas progresistas” que pretenden empoderar a las mujeres frente a los tribunales.
Hay algo positivo en esta exposición pública, abrir la puerta a miles de mujeres que sufren y han sufrido violencia psicológica, esas gotas de lluvia invisible que van cayendo sobre las mujeres en forma de indiferencia, desprecio, humillaciones y, sobre todo, mentiras. Es el micromachismo. Esa manera cruel e indigna de destruir a una persona y detener su vida. Es lo mismo que sucedió con Ana Orantes, en 1997, su testimonio en una televisión de la violencia machista que sufría y su asesinato trece días después, sirvió tristemente para que miles de mujeres víctimas en este país salieran a la luz y no se sintieran solas. La aparición pública de Ana Orantes fue el punto de partida para la redacción de la ley contra la Violencia de Género. Hemos avanzado, pero no lo suficiente. La Justicia sigue clasificando, etiquetando, a las mujeres. Asimismo, en estos días, tras ver el escalofriante y excelente documental Nevenka, la cruda realidad de las mujeres sigue siendo mermada. La primera condena a un político por acoso sexual hoy no nos deja indiferentes, pero cuándo sucedió, nadie creyó ni apoyó a Nevenka.