El Tribunal Constitucional polaco emitió el pasado 7 de octubre una sentencia que supone un golpe brutal a la UE y a los principios básicos sobre los que se fundamenta su edificio jurídico y político. El golpe es brutal en un doble sentido, en primer lugar, porque el alto tribunal despacha, en apenas tres páginas, sin mayor argumentación o reflexión jurídica, la cuestión clave de la primacía del Derecho de la UE sobre el Derecho nacional de los Estados miembros; y, en segundo lugar, porque su afirmación de que las previsiones de la Constitución polaca tienen precedencia sobre las previsiones del Tratado de la UE, son tan burdas y denotan un desconocimiento tan grave de la materia que no pasarían un examen de Derecho europeo de primer curso de una Facultad de Derecho, al menos en España.
Hace ya muchos años, allá por 1964, el hoy Tribunal de Justicia de la de la UE (entonces de la Comunidad Económica Europea), emitió una memorable sentencia (caso Costa contra ENEL) sobre la cual se han fundamentado, primero, las Comunidades Europeas, y hoy, la Unión Europea. El argumento es muy sencillo: si, para la defensa y promoción de sus intereses comunes, los Estados se unen y crean las Comunidades Europeas –la Unión Europea–, atribuyendo a sus instituciones de gobierno parte de su poder soberano y, por tanto, competencia para elaborar y aplicar normas que regulen esos intereses comunes, lo que no tiene sentido es que uno, o varios, de esos Estados se nieguen luego a cumplir esas normas en función de sus intereses particulares, dado que ello no sólo vulneraría el acuerdo fundacional con los otros Estados –los Tratados de la UE–, sino que supondría una negación sustancial del sentido y significado de la Unión.
Y esto es, simple y llanamente, lo que ha venido a decir el alto tribunal polaco. Es decir, que la Constitución polaca está por encima de cualquier otra norma jurídica, incluidos los Tratados de la UE, y que ninguna norma ni decisión jurisdiccional europea tienen capacidad para contradecir las previsiones de la Constitución polaca ni, desde luego, para juzgar cómo se nombran los jueces en Polonia, o sobre su régimen disciplinario. Y, en este sentido, ya como cuestión de principio, el tribunal polaco afirma que el artículo 1 del Tratado de la UE, en la medida en que establece un “proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”, en cuyo proceso la UE es sólo “una nueva etapa”, eso supone que la UE excede el marco de las competencias que le ha atribuido el Estado polaco y que, por tanto, en ese proceso, Polonia pierde su soberanía y su Constitución deja de ser la norma suprema del Estado. Pero, lo que no dice el Tribunal polaco es que eso estaba así ya establecido cuando Polonia decidió entrar en la UE y firmó los correspondientes Tratados, en abril de 2003. (Esa previsión la estableció el Tratado de Maastricht, en 1992). Por lo tanto, es en aquel momento –no ahora– cuando Polonia cedió parte de su soberanía a la UE. Y, desde luego, si Polonia se arrepiente de esa cesión, puede salir de la UE en cuanto quiera y recuperar la totalidad de su soberanía como Estado.
Claro que, la negación de esa concepción de la actual UE como una “etapa” en el proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa, no es nueva. Fue el Reino Unido el primero que quiso frenar y revertir ese proceso, y así lo exigió a la UE el primer ministro Cameron en 2015. Exigencia a la que –muy lamentablemente– el Consejo Europeo decidió acceder en su penoso acuerdo de febrero de 2016, en el que estableció que la previsión del Art. 1 del TUE no obligaba a todos los Estados a buscar una meta común y que, por lo tanto, se reconocía que el Reino Unido no estaba comprometido con el proceso de conseguir una mayor integración política en el seno de la UE. Todo ello vulneraba gravemente el significado del proceso de integración europeo, como un proceso en marcha, de acentuación progresiva, y, desde luego, vulneraba el espíritu que movió a los padres fundadores de las Comunidades Europeas, cuyo objetivo último era –en los términos de Schuman– la creación de una “federación europea”, meta indispensable para la preservación de la paz en Europa. Es verdad, sin embargo, que el acuerdo arrancado al Consejo Europeo murió en el mismo momento en el que Cameron lo sometió a referéndum del pueblo británico en junio de 2016, y éste lo rechazó –aunque por escasa mayoría–, prefiriendo abandonar la UE, como ya sabemos.
Pero es que ya antes, cuando se elaboró la fenecida Constitución europea de 2004, se incluyó en la misma un artículo que establecía que el Derecho de la UE, elaborado en el ejercicio de las competencias que ésta tiene atribuidas, prima sobre el Derecho de los Estados miembros (Art. I-6). Sin embargo, esta previsión cayó con la Constitución y no fue incluida en el Tratado de Lisboa ni, por lo tanto, en el actual Tratado de la Unión Europea, aunque se incluyese al final del Tratado una declaración en la que se establece que “los Tratados y el Derecho adoptado por la Unión sobre la base de los mismos priman sobre el Derecho de los Estados miembros”, con arreglo a la jurisprudencia reiterada del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Declaración 17). En fin, llegados a este punto, uno no puede evitar recordar aquel dicho popular que dice: “de aquellos polvos, estos lodos”.
Por otra parte, tampoco es la primera vez que un tribunal constitucional nacional choca con decisiones de la UE, fundamentalmente con decisiones del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) adoptadas en el marco del planteamiento de cuestiones prejudiciales (consultas que hacen los tribunales nacionales al TJUE sobre si una norma que han de aplicar contradice, o no, el Derecho de la UE). Es lo que los especialistas suelen llamar “diálogo de tribunales”, que muchas veces es, más bien, conflicto de tribunales. Quizá el caso más llamativo es el que enfrentó al Tribunal Constitucional Federal Alemán y al TJUE, cuando el primero se negó a aplicar la sentencia del TJUE de 11 de diciembre de 2018, por entender que el tribunal europeo había infringido las competencias que le atribuyen los Tratados de la UE, al considerar legal y adecuado al Derecho de la UE el Programa de Compras del Sector Público del Banco Central Europeo, en el contexto de la crisis financiera que sufrieron varios Estados Europeos en aquellos años. Sin embargo, existen varias diferencias sustanciales entre lo ocurrido entonces con el TCF alemán –y también con otros TCs nacionales– y lo ocurrido ahora con el TC polaco. Y la diferencia no está sólo entre las exiguas tres páginas de la indocta sentencia del TC polaco, por un lado, y las 94 páginas de la sesuda, muy elaborada y, a pesar de todo –en mi opinión–, errónea sentencia del TCF alemán, por otro, sino principalmente en la sustancia y objetivo de las mismas. La sentencia del TCF alemán niega la validez de una decisión del TJUE, en la medida en la que, en su opinión, excede el marco de su competencia, establecida por los Tratados de la UE. En este sentido, el TCF alemán se erige precisamente en intérprete y defensor de los Tratados, de manera indebida, dado que esa es una función exclusiva del TJUE. Mientras que la decisión del TC polaco, muy al contario, niega la validez misma de los Tratados de la UE, por entender que violan las previsiones de la Constitución de Polonia. El tribunal polaco, pues, niega la sustancia y el significado mismo de la UE, lo que es de todo punto inaceptable. Pues, si una constitución nacional choca con las previsiones de los Tratados de la UE, sólo caben dos posibilidades: o bien se reforma la constitución, como hubo que hacer en España ya en dos ocasiones –y también en otros Estados de la UE–, o bien el Estado en cuestión se retira de la UE. Y, por lo que está ocurriendo en Polonia en los últimos años, no sólo en esta cuestión –la reforma de la judicatura–, sino también en otros ámbitos –pérdida de independencia de los medios públicos de comunicación, politización de la administración publica, legislación restrictiva sobre los derechos de la población LGTBI, etc.–, todo parece indicar que el Gobierno polaco camina de una manera ciega y acelerada en esa dirección.
Quizá, lo que está ocurriendo en el Reino Unido tras el Brexit debiera servirles de ejemplo de lo que Paolo Cecchini denominó, ya en 1992, “el coste de la no-Europa”. Y Polonia no tiene capacidad alguna para sobrellevar ese coste.
Antonio Bar Cendón. Catedrático de Derecho Constitucional y Catedrático Jean Monnet “ad personam”. Universidad de Valencia