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A PROPÓSITO DE… / OPINIÓN

Polvo eres y al polvo volverás

12/04/2024 - 

El otro día alguien me dijo que yo no era hija de mi madre. ¿Qué? Que era hija de mi abuela. ¿Cómo? Que los ovocitos, los gametos femeninos que dieron lugar al embrión de la que hoy soy, eran de ésta y no de aquella. ¡Caprichos de la biología!

Esa misma noche, en un programa de YouTube sobre ciencia y tecnología se trataba el tema de los algoritmos en relación con el hecho humano. Entre otros se comentaba la última obra de Yuval Noah Harari, Homo Deus. Breve historia del mañana.

Venía a decir que los organismos vivos -yo era una de ellos naturalmente- carecen de poder de decisión, porque se puede manipular y controlar sus pretensiones y antojos mediante el uso de drogas, ingeniería genética, estimulación directa del cerebro y otros. Hasta aquí todo entendible y nada nuevo. En la actualidad, eso es un hecho y mucho más aventuraba ya Aldous Huxley en 1932 con Un mundo feliz. Pero la temática se fue complicando hasta desembocar en teorías todas bien defendidas y fundadas, por ilógicas o inconvenientes que pudieran sonar a mis oídos, que dejaban ver cómo los seres humanos se revelarían como una colección de mecanismos bioquímicos guiados por algoritmos; que, de hecho, ya respondemos con nuestras elecciones a un menú programado desde las redes de internet.

"Que un día te enteres de que tu madre no es tu madre es para que se te colapsen las terminales sinápticas o se te alteren los ritmos circadianos"

Teniendo en cuenta que el algoritmo viene a ser como un conjunto de directrices ordenadas encaminadas a la toma de decisiones y resolución de problemas, de algún modo, aunque de manera natural, yo era ya manejada por un algoritmo. Porque mi conducta humana era la consecuencia del resultado y la acción de patrones e instrucciones instalados en mi Kit de ADN. Es decir, yo era dirigida por un algoritmo endógeno y, según el programa que acababa de ver, en un futuro inmediato el algoritmo que dirigiría mis pulsiones sería exógeno, una fuerza externa a mi persona.

Que en un mismo día te enteres de que tu madre no es tu madre, sino otra, a la que además no has conocido y que estás en trámite de ser algo como un dispositivo que funciona con mando a distancia es para que se te colapsen las terminales sinápticas, o, cuando menos, se te alteren los ritmos circadianos.

Carl Edward Sagan. Foto: NASA

En mi región encéfalo craneal se libraba una batalla para digerir y asimilar el nuevo estado de las cosas cuando días después, viendo el espacio Cosmos: un viaje personal, basado en descubrimientos sobre el universo, escucho al desaparecido divulgador científico estadounidense Carl Edward Sagan decir que somos polvo de estrellas. ¿Polvo de estrellas? ¡¡Polvo de estrellas!!

Hasta ahora vivía en el convencimiento de que éramos de barro, de una masa formada por mezcla de agua con polvo del camino: formas sacadas del fango. "Entonces el señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra....." (Génesis 2:7). 

Por ello me sentía de menos, de baja condición, insignificante en el Universo y del todo prescindible en él. Una mota de polvo en su inmensidad. Un instante en su movimiento, una brizna de su tejido. Asi que intentaba ser indulgente con mis pecadillos y amnistiaba mis culpas porque era imperfecta, de material frágil, parduzco, poroso, irregular y quebradizo. ¡Que se le podía pedir al barro!

"Entonces recordé el mito griego de cómo hombres y mujeres fueron creados a partir de las piedras que arrojaron por el suelo Deucalión y Pirra"

Pero con el hallazgo científico la cosa cambiaba y experimenté una sensación placentera. Y afloraron en mi ánimo cierto entusiasmo y optimismo. Era como de más calidad, de… mejor familia. Una figurita de porcelánico fino, de un compuesto de agua con polvo de estrellas, similar a una pasta con partículas de cristal o cuarzo, o más bien de… diamante. Entonces recordé el mito griego de cómo hombres y mujeres fueron creados a partir de las piedras que arrojaron por el suelo Deucalión y Pirra y, por un momento, imaginé la mano del sembrador, desde lo alto, esparciendo semillas de asteroides en la tierra y a la humanidad brotando de ellas. Y empecé a sentirme importante. A empatizar con el Cosmos y a percibir una cada vez más profunda conexión con él.

Ahora, la frase bíblica que oí siempre repetir al cura en el inicio de la cuaresma, aplicando la ceniza en la frente a cada uno de los fieles católicos"... pues polvo eres y al polvo volverás" (Génesis 3:19), que aterraba mi presente de niña al enterrar mi futuro, daba un giro de noventa grados. Porque, como era polvo de estrellas, de regreso ya no me iba a la tierra a empujar margaritas, volaría al firmamento convertida en una astro brillando en él con luz propia: si el precepto bíblico de que vuelvo a mi origen se cumplía y la ciencia no se equivocaba, la Sentencia lejos de espantarme me maravillaba.

Esta idea se estimulaba con la teoría de Einstein de que La energía no se crea ni se destruye, solo se transforma y su Principio de la Equivalencia de Masa y Energía, que afirma que la materia se puede convertir en energía y viceversa. Y como también expresó, ya en el siglo XVIII, el padre de la química moderna Antoine Lavoisier, "la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, y tiene múltiples transformaciones". O las palabras de James Prescott Joule, físico inglés del s. XIX, "La energía es omnipresente y puede tomar muchas formas".

Mis redes neuronales seguían procesando datos y resolviendo interrogantes: a la afirmación bíblica de que polvo somos y al polvo volveremos, y las científicas de que somos polvo de estrellas, y que la materia y la energía no se crean ni se destruyen, sino que se transforman entre ellas en cualquier modalidad, se añadía otra afirmación de Einstein de que "como es arriba es abajo". ¿Significaba eso que nos apagamos arriba y nos encendemos abajo como energía transformadora que somos y así sucesivamente?

La marea de ideas empezaba a ordenarse y yo notaba cómo me subía la presión sanguínea, el ritmo cardiaco y la cantidad de glucosa en sangre.

Se despejaba la eterna incógnita: el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin eran dos caras de la misma moneda. Sabía de dónde venía: de las estrellas y a dónde iba: a ellas. De nuevo Einstein me soplaba al oído: "Como es arriba es abajo", "la energía ni se crea ni se destruye, se transforma".

Por fin, todo encajó ¡EUREKA!, y no sé si terminó o comenzó el delirio, mis neuronas se conectaron a la vez, como el circuito eléctrico en el encendido del árbol de navidad: el Universo se resolvía como "Un evento" infinito, eterno, circular y cerrado, sin principio ni final. Y yo fluía como parte importante de su energía, como cualidad particular de la misma. Llegada a este punto, remota quedaba ya la idea de mi realidad como un accidente insignificante, como una porción de materia sin fundamento: Todo lo contrario ahora, era ¡una mota de polvo! Sí, pero de polvo de estrellas. Esencial en el Cosmos porque, por encima de cualquier método o algoritmo, sin mí singularidad aquel sería un rompecabezas sin una pieza.

Ahora sé por qué siempre me fascinó el personaje de Campanilla, con el poder de su "polvillo brillante" para desafiar la inquebrantable ley de la gravedad, haciendo volar hacia el firmamento todo aquello que pulverizaba. Dicen que la fantasía es metáfora de la realidad.

No sé lo que me duró la euforia y la posterior resaca, solo que ahora, sea quien sea, miro mucho a las estrellas porque, como quiera que sea, las respuestas están en ellas y el Universo me espera de vuelta a casa.

P.D: En la preparación de la Pascua, el sacerdote podría bendecir azúcar glas en lugar de ceniza, para imponerla en la frente de los fieles en el momento de sentenciar...  pues "polvo eres y al polvo volverás".


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