VALÈNCIA. Hace casi dos años que no voy a Madrid. Pospuse un viaje que debía haber hecho en enero de 2020 y ya no pude volver. Echo de menos la ciudad y mi idea es regresar pronto, aunque sé que la urbe que me voy a encontrar ya no es la de hace dos años. El mapa profesional y personal que trazaba en cada viaje también ha cambiado. Todo parece haber cambiado de una manera que me recuerda a una de esas series de ciencia ficción en la que un buen día, los protagonistas despiertan para descubrir que la realidad les ha jugado una faena muy gorda. Una de las consecuencias de esa faena es que, aprovechando que las aguas venían revueltas, se intentó convertir a Madrid en una politizada posverdad que podía llegar a resultar antipática a quienes no viven allí.
El único pecado que yo le reprocharía a Madrid es mirarse demasiado el ombligo, que lo tiene muy bonito, sí, pero no es el único ombligo del universo, ni tampoco el más bonito. Pero una de las realidades que sepultaba ese magma informativo es que había madrileños que además de estar padeciendo las duras consecuencias de la pandemia, tenían que cargar con una imagen con la que no comulgaban, como cuando por ser valenciano te llevabas una misericordiosa palmadita en el hombro por la cantidad de corrupción que había en tu tierra. Una parte de esos damnificados pertenecía, y pertenece, al colectivo que trabaja en la industria cultural. En España dedicarse a la cultura significa, en muchas ocasiones, vivir al filo de lo imposible y asumir la precariedad como compañera. En una situación crítica, esa precariedad se convierte en una severa amenaza. Como periodista y escritor en régimen de autónomos, sé de lo que hablo. Que se vean artículos míos en las redes sociales no significa que me esté ganando la vida con holgura, a veces más bien es lo contrario. Trabajar en el sector cultural no siempre significa que tu trabajo esté remunerado como es debido.
El periodista Fernando Navarro escribe para El País. Eso significa que él y yo publicamos textos para la misma cabecera. Con los años hemos acabado siendo amigos, no amigos forjados por el interés profesional sino amigos de verdad. Hace dos años que no veo a Fernando, pero durante todos estos últimos meses hemos hablado bastante. La última conversación fue hace poco a raíz de su nuevo libro, Maneras de vivir, una recopilación de reportajes que previamente fue publicando en el periódico. Se trata de textos que dan voz a protagonistas del ámbito cultural madrileño durante lo que fue el último tramo duro de la pandemia. Libreros, propietarios de salas de cine y de conciertos, músicos de rock y músicos callejeros, tablaos flamencos.
Con el añadido de algunos textos, Maneras de vivir se ha convertido en el libro que estaba destinado a ser. Todos esos artículos, rescatados del caos de lo digital, recogidos y encuadernados, componen un imprescindible relato de una cara de Madrid que siempre fue esencial -y fue la que me llevó a viajar a ella desde que la descubrí con 18 años-, el Madrid de la cultura urbana, ajena a las subvenciones y los intereses políticos. Esa ciudad que a finales de los setenta se vengó de la grisura a la que había sido condenada y se convirtió en una metrópoli fosforescente y osada. “Entonces, y como sigue ocurriendo ahora -me explica Fernando- Madrid era lo contrario a una ciudad excluyente, representaba la diversidad cultural porque su legado es obra de gente de muy diversas procedencias. Porque Madrid nunca ha sido excluyente, también se compone de todo aquello que viene de fuera”.
El libro de Fernando recupera la otra cara de ese Madrid que vende un concepto barato y engañoso de libertad a costa de equipararla al hecho de poder salir de tapeo. Josele Santiago nos advierte al respecto en su epílogo: “Y en una ciudad cuya vida cultural haya encogido hasta caber en un vaso de caña, la pesadilla será infinitamente más terrorífica”. Para mostrar esa otra cara, el periodista ha cogido su grabadora y se ha ido a hablar con los protagonistas de todas estas historias. “Desde que ofrecí la idea para hacer los artículos tuve claro que este era un relato coral. Había que escuchar a muchas voces que no están en primera fila, protagonistas que la mayoría de las veces no son populares”. A lo largo de cada capítulo, esas voces hablan y se explican a sí mismas, advirtiéndonos de la importancia de las personas que conforman ese tejido cultural imprescindible para cualquier población.
En su epílogo, Elvira Lindo describe el estilo de Fernando como “entusiasmo falto de vanidad”. Para mí da en el clavo. Siempre he pensado que Fernando escribe de una manera contagiosa y esto -creo que nunca se lo he llegado a decir- hace que le envidie porque cree firmemente en aquello que hace y dice, y no es que yo no lo haga, pero el entusiasmo con el que habla de cualquier cosa que le apasione me recuerda al joven aspirante a periodista que yo fui alguna vez. Cuando le menciono la frase de Elvira Lindo, Fernando dice que ha sido tremendamente generosa aceptando escribir este prólogo. “Ella también es periodista y reivindica mucho el periodismo de escuchar a las personas. Yo estoy ya bastante cansado de los opinadores que produce internet, gente hablando de cualquier tema, pero a los verdaderos protagonistas no se les pide su opinión”. Yo creo también que hemos llegado a un punto en el que cualquier tema, ya sea un desahucio o una agresión sexista se convierte en una mera excusa para que alguien ajeno al problema se luzca. De lo que se trata es de hablar, de ocupar ese espacio sin límites que otorgan las redes sociales. Fernando pertenece a otra especie informativa y por eso reivindica al fotoperiodista Enrique Meneses cuando dijo que el periodismo consiste en ver, escuchar y luego escribir lo que has visto y escuchado.
El Madrid que yo quiero, el que me llevó a querer vivir allí y en el cual habité durante trece años se ha visto seriamente tocado por las restricciones derivadas de la pandemia. En Maneras de vivir, los trabajadores de la cultura le cuentan a Fernando cómo han logrado sobrevivir y entre todos ellos nos ofrecen algunas claves para no dejar de resistir., Resistir para no perder sus trabajos o sus negocios y resistir para que al final la tergiversación de la realidad no acabe haciéndonos creer que Madrid no es más que una ciudad reaccionaria y olona. En su texto, Lindo dice que no hay que dejar la ciudad en manos de quienes quieren apoderarse de ella. Esto vale tanto para Madrid como para cualquier otra urbe del mundo. Más allá de la capacidad para entusiasmarse de cada uno, el hecho de que haya unión y no discordia entre los afectados por las crisis resulta fundamental. La unión hace la fuerza y la desunión favorece a quienes están interesados en que nos hinchemos a cañas para que nos creamos libres y a salvo de mordazas que no existen.
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