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¡no es el momento! / OPINIÓN

Ponga un rentista en su mesa

Foto: KIKE TABERNER
8/01/2023 - 

Como la gran mayoría de nuestra clase política o de las personas con voz en el espacio público pertenecen a unas determinadas generaciones o viven en unos ambientes muy característicos, llevamos ya muchos meses donde los medios de comunicación no dejan de prestar atención al drama de las hipotecas. Ya saben, eso de que con la inflación desbocada y los bancos centrales actuando para encarecer el precio del dinero van a subir mucho los intereses y la cuota mensual se puede desbocar para quienes ya la tienen contratada y a tipo variable. Por no hablar de cómo se va a encarecer el acceso a estos productos financieros para quienes aún no tienen hipoteca, ya sea en una modalidad u otra, porque las condiciones que ofrece la banca para acceder al crédito se han endurecido. En definitiva, un problemón. Y no sólo eso, aún hay más: basta pensar en el drama de todos aquellos que, ya sea individualmente, ya a través de esas empresas familiares que tanto aportan a nuestro tejido productivo, son emprendedores de pro dedicados a cobrar rentas mensuales a inquilinos o negocios a los que alquilan viviendas o locales y que, sacrificadamente, se habían endeudado para poder poner en el mercado los mejores inmuebles y en las mejores condiciones, porque sólo generan bienestar en pro del bien común: pues bien, ojo porque a todos estos negocios de bien los números pueden dejarles de salir (o dejarles de salir tan bien, no exageremos), especialmente con un gobierno socialcomunista que congela los precios de los alquileres y demás.


Así, entre apasionantes debates sobre tipos fijos y variables y los dramas varios subsiguientes y mediopensionistas, discurre el debate público sobre vivienda y mercado inmobiliario. Un mercado donde se avizoran grandes perspectivas, por lo demás, como casi siempre, tampoco vayamos a sufrir más de la cuenta. Y en el que ni el impacto de una pandemia con la ralentización económica derivada de la misma ni la posterior crisis económica asociada al incremento de los precios de la energía producto de la guerra ruso-ucraniana parece haberse trasladado de momento al sector mucho drama: la Generalitat Valenciana se ufanaba no hace mucho de la vitalidad del mercado en precios y transacciones al alza en ambos casos, y por su parte los precios de los alquileres tampoco paran de subir. Así que bueno, podemos preocuparnos, pero no tanto, si vamos a los grandes números y a lo que de verdad importa, que es lo macro. Y, en lo micro, bueno, pues estamos ante una drôle de crise, por así decirlo, al menos para los propietarios o quienes pueden aspirar a serlo, que parece que lo que pueden es perder algo de renta o la posibilidad de incrementarla hasta el infinito y más allá. ¡Maldito Putin!

Mientras todo ello ocurre, y todos le prestamos más o menos toda nuestra atención, en paralelo pero haciendo menos ruido, las cohortes generacionales que se han incorporado en las dos últimas décadas al mercado de trabajo, que en algunos casos rondan ya la cuarentena, comparten en general una experiencia algo diferente. Porque, en su caso, y muy mayoritariamente, la hipoteca no es el problema, dado que ni se la pueden plantear, sino un oscuro, y vedado para la mayoría, objeto de deseo. El modelo de mercado de vivienda al que parece que nos dirigimos dificulta cada vez más, salvo ayuda familiar de las generaciones anteriores (o directamente el regado del piso), el acceso a una vivienda en propiedad, con todo lo que ello comporta para los jóvenes y no tan jóvenes, y ello aunque lleven ya una buena década trabajando y siendo “productivos”, que es lo que se les pide. Es una cierta novedad que esto sea así a esta escala. Y resulta perturbador para mucha gente que no puede evitar estar socializada, y con buenas razones, en que esto de pagar al casero regularmente todos los meses por no tener más remedio es un poco un timo. Por mucho que según nos cuenten sea muy bueno y europeo y moderno. ¡Las grandes ventajas del co-living y compartir piso!, según explican habitualmente quienes, con su buena hipoteca y sus inmuebles debajo del brazo, consideran que para todos los demás sólo tiene ventajas eso de pagar rentas mensuales a quienes sí tienen propiedades. Así nos equipararemos al resto de Europa occidental en esto de evolucionar hacia un mercado con mayores tasas de alquiler, que supuestamente permiten mayor libertad y flexibilidad para cambiar de ciudad, de vida y de trabajo. ¡Todo ventajas!

Obviamente, del nivel de pensiones en esos países que permiten afrontar la vejez sin vivienda en propiedad sin tantos problemas o de los parques públicos de alquiler centroeuropeos que bajan los precios medios en comparación con la renta disponible de los ciudadanos en esos países, en cambio, no se suele hablar tanto. Pero, y sobre todo, se tiende a obviar que en esas sociedades la gente que no accede a la vivienda en propiedad también suele hacerlo no porque no quiera, sino porque no puede: los precios también impiden allí a muchas capas de la sociedad adquirir una vivienda y punto (otra cosa es que, precisamente por ello, haya ciertas soluciones a base de iniciativa pública aquí desconocidas para tratar de paliarlo). No es una cuestión de gustos, sino de que no hay más cera que la que arde. Suele ponerse siempre el ejemplo de Alemania y las altas tasas de alquiler en ese país, pero sin indicar que los ciudadanos con percentiles más altos de renta en ese país, al igual que aquí, por supuesto que, siempre que pueden, compran. Si de verdad queremos extraer lecciones relevantes sobre el mercado de la vivienda a partir de la experiencia comparada, la regla de oro que se cumple en cualquier sociedad es sistemáticamente la misma y tampoco es tan difícil de pillar: las clases con renta suficiente para poderse comprar la vivienda donde tienen previsto vivir, si pueden hacerlo sin que el esfuerzo económico que ello supone les hipoteque el resto de su existencia, lo hacen. Aquí, en Alemania y en cualquier país de nuestro entorno.

Torre de Sociópolis. Foto: EDUARDO MANZANA

Que nos estemos “equiparando” a Europa o al Reino Unido en el incremento del porcentaje de población, especialmente joven (y por supuesto en mayor medida cuanta mayor es su grado de vulnerabilidad socioeconómica), que vive de alquiler responde a la postre, simplificando, a un único factor: el precio de la vivienda es cada vez mayor y por ello y el incremento del coste del crédito o el nivel de ahorro, ingresos y el esfuerzo previo que requiere acceder a la hipoteca que posibilita la compra es cada vez mayor y está al alcance de menos personas. Punto. Y ahí es donde una sociedad que funcionara como es debido debería poner el foco. No en vender la burra sobre si esto es mejor o más o menos trendy. Porque es un tema de reparto, de justicia (basta ya de que los que tienen propiedades cada vez alleguen más y más rentas por esta razón y encima aspiren a directamente casi ni tributar por ellas) y, también, no lo olvidemos, de expectativas.

Ocultar la frustración y desasosiego, la inseguridad y los problemas de todo tipo para la programación de la vida de muchas personas que todo ello genera y, en cambio, vender esta evolución como una muestra de que la economía española, y la valenciana en particular, caminan en la correcta dirección de convergencia con un modelo económico de más eficiente asignación de recursos (porque sí, así se analiza el techo que todos necesitamos para vivir) es una burla y una tomadura de pelo. Pero, además, requiere de vivir muy ciego frente a todas esas realidades. El problema, desgraciadamente, es que sí parece claro que instituciones, representantes políticos y elites sociales y económicas lo suelen estar, dado que el problema no es suyo ni suele estar muy presente en su entorno.

¡Y eso cuando de esas necesidades o directamente dramas de tanta gente no se derivan interesantes oportunidades de negocio! A fin de cuentas, a poco que uno indague en todas las grandes fortunas españolas y sus actividades esenciales, así como en las empresas y ejemplos de emprendeduría de sus retoños, no hace falta rascar mucho para que aparezcan sociedades dedicadas a la gestión de activos inmobiliarios. Las clases empresariales españolas son, y lo son desde hace décadas, esencialmente, nuestros caseros. A eso se dedican, básicamente. Porque de innovar en otros sectores, nada de nada. Como mucho con las rentas del capital se compran la parte que pueden de las empresas que prestan servicios básicos, BOE mediante, muchas de ellas privatizando esfuerzo colectivo previo, y a vivir, que son dos días. Es lo que hay. Karl Marx habría llorado de emoción viendo un ejemplo tan acabado de cómo las rentas del capital acumulado originariamente (y a saber cómo, claro, porque aquí a uno le vienen inmediatamente muchos “1939 vibes”) disfrutan tranquilamente de esa posición y pueden pasar de todo e ir a la suya, como verdaderos señoritos sociópatas en un cuadro sólo levemente actualizado y económicamente algo más perfilado que el que mostraba Los Santos Inocentes. Cuando Piketty describe cómo esas rentas y sus efectos quiebran la desigualdad presente y condenan a que se incremente en el futuro no sé si ha echado un vistazo a lo que ocurre en España, pero como lo haga un día…

Foto: MATIAS CHIOFALO/EP

Estas dinámicas de generación de frustración pueden durar y prolongarse en el tiempo. El capitalismo soporta eso y más. Y nuestras democracias liberales modernas, también. En España, incluso, más que en otros sitios. Pero ojo, porque no dejan de resultar imprevisibles los efectos de un cabreo así larvado, pero profundo e intenso, con la frustración derivada de esta inseguridad (y, por qué no decirlo, de la sensación creciente de estar siendo timado por el casero, perdón, por los emprendedores, cada vez que pagas una renta de alquiler exorbitada porque sencillamente en tu posición no puede acceder al crédito para comprar una vivienda que satisfaga tus mínimos vitales), y que afecta a la práctica totalidad de las generaciones más jóvenes de este país.

Un cabreo que no puede sino ir a más cuando, además, se analizan las políticas de vivienda que desde hace décadas han puesto en marcha los poderes públicos y que no son sino una actualización cutre del modelo franquista de delegar en la iniciativa privada la construcción de vivienda “social”, supuestamente más barata, a cambio de diversos beneficios económicos para los promotores. Modelo que sirvió durante décadas, con una estructura de precios y crédito que, mal que bien, permitió consolidar una clase de propietarios, aun a costa de dejar fuera del sistema a mucha gente, pero que sencillamente ha dejado de funcionar.

En la actualidad estamos asistiendo a ciertos esfuerzos por parte de las Administraciones públicas por completar, que no sustituir, ese viejo modelo con más intervención pública, aunque sorprendentemente aún muy centrada en la cobertura frente a desahucios para las clases que sí han podido acceder a una vivienda, así como a un paulatino reforzamiento del contenido efectivo del derecho a la vivienda en algunas Comunidades Autónomas (como la valenciana) para las personas en situación de vulnerabilidad, cuestión respecto de la que la ley estatal en tramitación es francamente insatisfactoria. También hay, por fin, esfuerzos por incrementar el parque público de alquiler, cosa que está bien y es necesaria porque, si vamos a un modelo donde habrá cada vez menos tasa de propietarios, al menos que las rentas de los alquileres sean en la mayor parte que sea posible determinadas por la colectividad y, si es el caso, reviertan a ella para poder mejorar el parque de viviendas. Pero, y sobre todo, porque así se puede aspirar a contener en algo la espiral de precios que se genera cuando el único objetivo (legítimo, por supuesto, que no queremos que la Audiencia Nacional nos cierre la columna) es el lucro del propietario y el único límite a la subida de las mensualidades la capacidad efectiva de pago de los inquilinos. En algunos países, incluso, se están planteando la expropiación masiva de viviendas en alquiler en poder de grandes fondos de inversión para poder actuar así sobre el mercado y los precios (es el caso, por ejemplo, de Berlín). Sin embargo, la descorazonadora realidad es que todo esto, incluso si lográramos que en España comenzara a ponerse en marcha una política pública en esta dirección con un mínimo de vigor, dista de ser suficiente.

Foto: KIKE TABERNER

Al final, y de alguna manera esto nos obliga a volver a Marx y a Piketty, pero también a cualquier economista liberal clásico, el precio de la vivienda (ya sea para comprarla, ya sea para su alquiler cuando uno no puede acceder al crédito preciso para adquirirla) depende mucho de la oferta disponible y la demanda existente, que además comprende muchos usos (no sólo vivienda para residentes, sino usos terciarios e incluso el creciente y lucrativo uso como vivienda turística en muchos centros urbanos de grandes ciudades) que compiten con el de los residentes y elevan los precios. Frente a ello, además de entender los mecanismos básicos de funcionamiento de estos mercados y actuar conforme a ellos, habrá necesariamente que regular cuando tengamos claro que ciertos usos no son deseables sino nocivos para la colectividad (por mucho que económicamente sean más “eficientes” a la hora de extraer rendimiento al bien, porque no todo es eficiencia óptima en esta vida si a cambio tienes a todos tus jóvenes sin casa en propiedad y pagando alquileres abusivos, lo siento mucho). Pero, y sobre todo, si de verdad queremos actuar para resolver el problema con vocación de arreglarlo, o intentarlo, estructuralmente habrá que incrementar la oferta. Y no sólo la oferta de vivienda premium, tan al gusto de los grandes promotores, porque es donde sacan mayor rendimiento. También la oferta de vivienda normal para todos, que no requerimos ni de piscina privada o gimnasio ni de club social, ni de enormes metros cuadrados ni de parquet o cocinas último modelo, pero sí necesitamos viviendas dignas, suficientemente espaciosas, luminosas y bien aisladas. Esas viviendas, en general, no las va a hacer la iniciativa privada, y lo estamos viendo. Y tampoco las tenemos en suficiente número.

Va siendo hora de que pensemos en cómo podríamos hacerlas desde la iniciativa pública, con actuaciones urbanísticas en gestión directa por parte de nuestros ayuntamientos, con promoción a cargo de empresas públicas que no aspiren a ganar dinero a espuertas, a diferencia las promotoras privadas, pero que, sin perderlo, incrementen el parque de viviendas de forma sostenible y efectiva desde otros parámetros, de normalidad, que permitan hacer efectivo el derecho de todos a acceder a una vivienda. Con rentas públicas y, por qué no, con todas las plusvalías de las operaciones urbanísticas y de transformación urbana que también sean públicas. ¿Revolucionario? Pues no tanto, lo dice la Constitución, por ejemplo, porque es un consenso bastante obvio a poco que uno lo piensa. Pero es que en ese punto es de más pisto obviarla que cumplirla, al parecer. En eso, y en lo de hacer efectivo el derecho a la vivienda, que para que lo sea de verdad requiere en primer lugar de poder tener un techo, ya sea en propiedad o en alquiler, sí. Pero también, en una sociedad que funcione adecuadamente, que se pueda tener ese techo sin que el casero y la inmobiliaria te esquilmen de una manera tan escandalosa que haga del rentismo la actividad económicamente más rentable y segura en un país, como desgraciadamente es el caso de España… aunque sólo para los que vienen ya con ese capital de casa, eso sí. Faltaría más.

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