El perro de mis vecinos ladra sin parar. Ya no mando ni un solo audio de whatsapp que no tenga su propia banda sonora de aullidos y golpes del animal contra la puerta. Mis vecinos pasan muchísimo tiempo en la terraza del bar de bajo de casa, pero al parecer ese no les parece un buen lugar para un perro así que lo dejan encerrado molestándome a mí. Antes vivía una señora muy mayor, viuda. Solía olvidarse las llaves dentro de casa al menos cuatro veces al mes y venía a pedirme que saltara de balcón a balcón, entrara por la ventana y le abriera. Una vez llamó a las tres de la mañana a mi puerta gritando, diciéndome que querían raptarla. Entré en su casa y no había nadie. La senté en mi sofá. Estaba ida y recordé que era familiar de otra vecina. Fui a avisarla para que llamara a sus hijos pues yo no tenía ningún teléfono de contacto. La otra vecina se quedó con la mujer. Al día siguiente los hijos la trajeron de nuevo a casa. Ni siquiera me dijeron 'Hola' cuando salí para ir a comprar. Se me quedaron mirando y agacharon la cabeza.
Así y todo, creo que he tenido suerte. Una amiga tuvo que irse de casa hace años porque los vecinos hacían muchísimo ruido y no podía trabajar. Intentaron hablar con ellos pero no les hicieron caso y la tensión entre ambos fue creciendo. Acabó fatal de los nervios y el médico le aconsejó que se alejara un tiempo. Tuvo que vender su casa. Dentro de poco, otra amiga tendrá que irse de la suya. Acaba de tener una hija y tiene miedo de una de sus vecinas, ruidosa y extraña, que hace poco dio una salchicha con agujas al perro de otra vecina. Así que se irá para dormir tranquila por las noches.
Estoy seguro de que los lectores conocen historias parecidas, quizás por desgracia de primera mano. ¿Y qué podemos hacer frente a los vecinos más molestos? Pues la verdad es que poco. Nadie quiere tener todavía más problemas. Que un perro ladre es poco comparado con aquello que puede pasar si los vecinos son unos verdaderos energúmenos, de esos que todo lo toman como una agresión sexual.
Esta posibilidad, no tan baja, hace que no me enfrente. Porque, ¿qué puede cambiar? Si no se les ha ocurrido ya que pueden bajarse al perro a la terraza del bar no creo que yo los alumbre.
El paso del campo a la ciudad fue el paso al anonimato. En una tribu, una aldea o un pueblo todos se conocen y conocen a las familias de los demás. Hay una relación estrecha por lo que es más difícil que nos comportemos como imbéciles ante alguien que nos conoce y con quien nos unen lazos. Y si así fuera, si un vecino se comporta de forma inapropiada, es probable que sea su propia familia la que hable con él, pues de alguna forma lo que cada miembro hace repercute en la imagen del resto. Hay una vergüenza familiar compartida.
Pero en la ciudad nadie se conoce. Mis vecinos me saludan en el patio pero a diez metros del portal giran la cabeza como si yo ya fuese otro al salir a la calle. Un desconocido. La ciudad es una sociedad de desconocidos. ¿Y a mí que me importa un desconocido? No es nadie. Un rostro más.
Recuerdo cuando vine hace muchos años a vivir a Valencia. Recuerdo que la mayoría de los que dábamos el paso hacia la capital éramos aspirantes a artistas u homosexuales. El anonimato de la ciudad permitía a los homosexuales vivir con libertad y a los artistas ser tan raros como quisieran. En los pueblos te juzgan. A ti y a tu familia a través de tus actos. En la ciudad nadie te juzga, así que mis vecinos dejan a su perro encerrado durante horas mientras se bajan a la terraza del bar. Y si ladra, pues que se jodan los vecinos. Total, son unos desconocidos.
No sé si hay conclusión posible. Que cada vez somos menos empáticos. Que a lo mejor tú también eres un imbécil con tus vecinos y no te estás dando cuenta. Que nos revisemos y pensemos un poco en los demás porque tenemos que convivir. Porque estoy seguro de que si mi perro ladrase todo el día, mi vecino llamaría enfurecido a mi casa.
Pero como es el suyo, la cosa cambia.