Me ha venido a la cabeza estos días una situación que viví hace casi siete años, en un viaje relámpago a Irán en el que formé parte de una delegación de periodistas alicantinos. Nos llamó bastante la atención que en un país en el que la mujer está sometida a una represión casi absoluta, la mayoría de los periodistas de los medios de Teherán fueran mujeres. Preguntamos en la Embajada española por este asunto y nos clavaron la respuesta en el alma: los medios de comunicación iraníes contratan a chicas para según qué puestos porque son más baratas que los hombres. Vuelvo a acordarme de ello ahora que está tan de moda, en ciertos ámbitos, quejarse de la presencia de extranjeros, sobre todo africanos, pero en general, de todo aquel cuya piel se oscurece uno o dos tonos más que la nuestra. En el ámbito laboral, en los trabajos que ningún votante de según qué partido quiere para sus hijos, los migrantes ocupan más espacio porque se les pueden endosar peores condiciones laborales. No son ellos los culpables, sino los empresarios que consumen langosta en hoteles cubanos con el dinero que se ahorran con nóminas irrisorias.
Me da la sensación de que en la sociedad actual erramos bastante los tiros. Andamos con la puntería desviada. En casos de violencia contra la mujer, por ejemplo, hay quien suele apuntar hacia el extranjero –siempre con el mismo pantone, que quede claro- para vomitar todo su odio. Es lo que ha sucedido en Gata de Gorgos, un pueblo que por primera vez han visitado ciertos personajes para clamar por el cierre de fronteras a los magrebíes. No basta con que desde el Ayuntamiento, desde la gent del poble e incluso desde la familia de la víctima, apaleada hasta morir, se haya solicitado justicia, y no venganza, y que se dejen de lado las posturas xenófobas o racistas. La escopeta de las mismas hordas que persiguen a la criatura del Frankenstein de Mary Wollstonecraft Shelley sigue apuntando hacia el lugar equivocado. Por supuesto que existen crímenes cometidos por extranjeros. Constituyen un porcentaje de la población y, por tanto, tienen representación en todos los órdenes sociales. Incluida la comisión de delitos. Pero cabría recordar que Antonio Anglés era, o es, español. Igual que José Bretón. O el Cuco y Miguel Carcaño. O el Chicle. O el Rey del Cachopo. Protagonistas de algunos de los asesinatos más truculentos de España en las últimas décadas. Pueden googlear sus nombres, por si no los identifican a la primera.
Hasta ese partido que abomina de las subvenciones a la cultura, a los colectivos LGTBI y a las políticas de igualdad o contra la violencia de género, yerra el tiro. Porque luego riegan con dinero público la cultura como (su) dios manda, la tauromaquia, las oficinas antiokupa o las asociaciones en defensa de los hombres víctimas de la violencia doméstica. Y sus votantes no parecen darse cuenta de que para ese partido, y otros influencers, el problema no está en las ayudas públicas, sino en quién las recibe. Pero se les dispara el brazo derecho hacia arriba, como a uno de los personajes de Peter Sellers en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Kubrick, y a sus seguidores parece que se les olvida el supuesto contenido del discurso. Los franceses, pese a la victoria de la ultraderecha en la primera vuelta de las legislativas, nos han dejado unas miguitas para que recuperemos la senda correcta. En París, la ciudad con mayor presencia de inmigrantes del país, muy por encima del resto, rodeada de banlieues degradados por la pobreza, el partido de Marine Le Pen no ha ganado en un solo distrito. Ni uno. Igual compartir espacio con los diferentes no es el problema. Quizá hay que apuntar hacia otra diana.
@Faroimpostor