LA CULTURA INVISIBLE / OPINIÓN

Qué bello fue vivir aunque no nevara

22/12/2018 - 

 «No me pegue en el oído, señor Gower, no me pegue en el oído…», creo que en esa escena ya me brillan los ojos cada vez que veo el film. Hace unos años, después de la cena de Nochebuena, volví a casa conduciendo bajo una penetrante humedad. Me había dormido un rato en el sofá de una amiga tomando una copa de algo fuerte, y eso al encontrar la noche de cara se vuelve contra uno, porque el frío lo golpea por sorpresa, y todo el trayecto no fue suficiente para que aquel viejo motor Peugeot calentase el aire y me tornase a la vida. Castellón me recibió con luces en las ventanas, ristras en los balcones, algún lloro que suplicaba un beso, o lamentaba haberlo dado demasiado pronto, alguna televisión a todo volumen frente a un anciano tapado hasta las orejas que intentaba borrar el silencio. Pero el silencio en Navidad nunca se puede borrar. La Navidad es una estación más, independiente del invierno, es un hecho, un puñado de días de color blanco, caiga nieve o no, qué más da. La Navidad es blanca incluso aquí en el Mediterráneo. La publicidad, el cine, los anuncios, la mercadotecnia han construido un imaginario colectivo en torno a la Navidad. La Navidad tiene poco de nacimiento de profeta ya. Poco de religioso. Y más de cultural. La Navidad es intrínseca a nuestro sistema de producción, a nuestra economía, a valores que podrían ser leyes y no lo son, a leyes que contravienen la propia Navidad por naturaleza. Pero eso no es importante. Lo importante es el relato. Y el relato es que la Navidad es blanca. Y si no lo es, no es del todo una auténtica Navidad. Y eso es así, lo reconozcamos o no.

Doce días que se repiten año tras año y que nos ayudan a situarnos en el calendario. A marcar el paso del tiempo. Y comprender que siempre va a faltar alguien a la mesa

Aquella noche llegué a casa y había olvidado cerrar las ventanas. Había estado limpiando y adecentando aquel viejo ático durante la tarde y lo olvidé. Así que entré y la fría noche lo había invadido todo. Su oscuridad también, aunque había dado la luz, porque la luz a veces no es menos oscura que la noche, cuando no puede mantener alejados a los lobos, los recuerdos y las ausencias. Ni siquiera mis perros los podían mantener alejados. Miré el reloj y eran casi las tres de la madrugada, y tenía por delante todas las Navidades aún. Me pareció mucho tiempo. Cerré todo, encendí la estufa y me tumbé en el sofá a ver qué ponían en la tele. En 1974 alguien olvidó renovar el Copyright, que por entonces vencía cada 28 años, así que el film Qué bello es vivir quedó libre de derechos hasta 1999. Por eso acompañó las Navidades de toda nuestra infancia. Aquella noche ya no estaba libre de derechos, pero las cadenas locales todavía no lo sabían y lo continuaban emitiendo sin pagar. Comprendí que tropezar con él en el dial era un regalo. Esperaba encontrar allí más que una cinta antigua. Así fue. Todas las Navidades de mi infancia estaban allí, cada una de ellas. Cada socorrido villancico en familia acompañando una guitarra. Cada pollo a l’ast, cada sábado de mediados de diciembre en que los vecinos de mis padres nos ayudaban a montar el belén, cada instante de todas las Navidades de mi vida pasó frente a mis ojos en los 130 minutos de duración. Y no hablo de la Navidad como una celebración religiosa, hablo de un intervalo de tiempo. Doce días que se repiten año tras año y que nos ayudan a situarnos en el calendario. A marcar el paso del tiempo. Y comprender que siempre va a faltar alguien a la mesa.

A veces, durante años, todo lo que tienes en estas fechas es el recuerdo de otras Navidades, y así pasa el tiempo. Hasta que comprendes por qué tienes esos recuerdos, y que ellos son lo realmente importante. Y entonces comprendes también que debes ayudar a crear ese tipo de anclajes cuando eres padre. Desde que me independicé nunca tuve adornos navideños, ni árbol, ni belén ni Papa Noeles por ningún sitio de la casa. No hasta que comprendí que había alguien más para quien sí sería importante recordar. La Navidad es de los niños. Eso escuchaba decir de pequeño y no lograba entenderlo muy bien. Ahora lo entiendo. Por eso ponemos un árbol y luces. La Navidad no es más que la añoranza que vuelve año tras año con nuevos asientos vacíos, con la enfermedad, con el recuerdo, con caricias olvidadas y ecos de niños que corren en pijama por la casa. Pero vuelve. Y uno está hecho de sus recuerdos. Y de intentar borrar el silencio que deja el amor cuando alguien se va, como hacía aquel viejo frente a la televisión, aunque no se pueda. E incluso ése es un dolor llevadero. La añoranza es un dolor llevadero. Así que les invito a construir recuerdos, les invito a observar la vida sin más objeto que dejar migas de pan para recordar el camino. Ahora les dejo, ya comienza…, felices fiestas… No me pegue en el oído, señor Gower, no me pegue en el oído…