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Qué "comen" nuestros políticos y por qué es importante

6/11/2021 - 

Estas semanas hemos asistido a una polémica gastronómica más protagonizada por Isabel Díaz-Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid. El detonante ha sido su tweet “Drogas sí, dulces no” cuestionando la propuesta del Ministro de Consumo, Alberto Garzón, de regular los anuncios de comidas poco saludables dirigidas a la juventud. Cada vez que Ayuso se pronuncia sobre temas de comida, hay guerra. No es una guerra espontánea, sino calculada; una guerra que los líderes populistas de derechas llevan tiempo explotando: politizar la comida con fines ideológicos.

A inicios de la pandemia saltó la alarma porque Ayuso llevaba siete semanas alimentando a niños y niñas con becas de comedor con comida rápida servida por grandes cadenas privadas, como Telepizza o Rodilla. Mientras le llovían críticas por todas partes, ella reaccionaba orgullosa. En su cuenta de Instagram aún comparte un meme de ella misma, vestida como empleada de McDonald’s, recitando el menú del día. “A ver: esto es maravilloso”, dice. Días más tarde, posaba voluntariamente como camarera, repartiendo bocadillos de calamares durante el cierre del pabellón de Ifema, hospital de campaña durante la fase más dura de la pandemia.

A simple vista, podemos pensar que Ayuso simplemente dice y hace lo primero que se le pasa por la cabeza. Sin embargo, si contextualizamos sus polémicas culinarias, veremos que el patrón es claro: el posicionamiento del populismo de derechas ante la comida. Si seguimos al líder de La Lega Matteo Salvini, veremos que a es un fan del pan con Nutella. Bueno, esto fue hasta que declaró que ya no la consumiría más porque utilizaba avellanas turcas. En Estados Unidos, Donald Trump hizo un homenaje a la comida norteamericana por excelencia, la hamburguesa, sirviéndola a sus invitados en la Casa Blanca. En España, el secretario general de Vox Javier Ortega-Smith posaba cual carnicero ante una barra de cortes de carne promocionando la ganadería madrileña, mucho antes de la polémica de #LaGuerraDelChuletón. Los dulces, la comida rápida y el consumo excesivo de carne han sido parte de debate político reciente, e Isabel Díaz-Ayuso se ha pronunciado en todas las ocasiones. Ahora bien, detrás hay una estrategia.

¿Hasta qué punto la comida rápida se puede convertir en un medio para saltarse la mediación de las élites y los expertos que separa a los políticos del pueblo? Pierre Bourdieu considera que la comida que consumimos, pero también nuestros gustos culinarios, son indicadores importantes de nuestra posición social. Por tanto, los políticos pueden situarse del lado de la gente común, o de lo que Bourdieu llamaría las élites burguesas; del lado de la alta gastronomía, de la salud, de la comida rápida. Situándose del lado del pueblo, los líderes populistas pueden acercarse al “gusto” de la gente común al mismo tiempo que se distancian de las élites.

Posicionarse contra la comida sana puede ser un ejercicio de resistencia contra el lenguaje, las costumbres, la estética y la comida de las clases políticas tradicionales. Defender la comida rápida, o alimentos poco saludables, desafía la visión tradicional de los políticos esnob que cenan en restaurantes de lujo. Pero aún más importante, desafía a los expertos. Este último punto está relacionado con lo que se ha llamado el “populismo epistemológico”, es decir, un tipo de populismo que cuestiona a los líderes e instituciones a los que solemos atribuir la verdad y el conocimiento. Es más, cuando la preocupación por la alimentación sana y sostenible parece haberse convertido en una cuestión en la que solamente participan (en su discurso y práctica) las clases privilegiades, defender la comida rápida puede convertirse en un posicionamiento claramente anti-elitista.

En manos del populismo de derechas, la comida se convierte en la herramienta perfecta de una doble rebelión: contra la élite esnob, pero también contra los “izquierdistas” que piden sacrificio en pro de la salud y del bienestar del planeta. Ayuso, como Salvini, Trump o Bolsonaro, utiliza las polémicas culinarias para atacar a una izquierda “amargada” y controladora que ya no deja a la gente ni comer en paz. La izquierda, y sus debates (como los de Garzón), se presenta como política y patológicamente correcta, siempre preocupada. Esta “élite” política no solo es incapaz de disfrutar del placer de comer (y de la vida), sino que llega a arruinar el placer ajeno. “Seguramente a ustedes no les guste y no se las hayan comido en la vida pero a los ciudadanos y a los niños… Juraría que al cien por cien de los niños les encanta”, declaraba Ayuso sobre la pizza. Después de todo, ¿qué hay más inocente y gratificante que disfrutar de un chuletón o mojar las galletas en la leche?

La comida es mucho más que salud; está repleta de connotaciones ideológicas y emocionales arraigadas. A menudo, asociamos el comer a compartir experiencias placenteras, sensaciones, emociones, con nuestro círculo cercano, con las personas a las que queremos. Líderes populistas como Díaz-Ayuso utilizan la carga emocional de la comida para atacar aquellos que cuestionan (y amenazan) las formas en las que disfrutamos comiendo.

En el discurso populista, los líderes se presentan a sí mismos como auténticos representantes de la gente ante un contexto en el que la política se ha distanciado demasiado de los intereses de la gente común. Y en esto radica precisamente su poder de atracción. El problema surge cuando la comida se convierte en un campo de batalla para acercarse al “gusto” de la gente común, pero al mismo tiempo avanzan discursos que excluyen no sólo a las élites, sino también a los más vulnerables.

Lo que comen los políticos (o quieren que comamos) importa, y mucho. La comida, como otros productos culturales, puede crear y reforzar divisiones sociales, y esto es especialmente importante para aquellos vulnerables cuya alimentación depende, en alguna medida, de decisiones políticas – recordemos que Ayuso calificó de “mantenidas” a las personas en las colas del hambre.

Sara García Santamaría, profesora asociada en la Universitat Jaume I i la Universitat Blanquerna-Ramon Llull

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