VALÈNCIA. Hubo un momento en mi vida, allá por la infancia, en el que mi yo hecho niño, un niño cetrino, orejudo y larguirucho, era capaz de recibir con el mismo entusiasmo al osito Misha que a Jordi Llopart, aquel marchador español que entró segundo, con su triunfal bamboleo, en el estadio olímpico de Moscú 80. Siempre me atrajeron los Juegos, incluso en la edad de estar interesado por otros juegos más pueriles. De hecho, creo recordar, más que la competición, el entusiasmo con que se recibió en mi casa, por mis padres y algunos de mis hermanos mayores, el 10 de Nadia Comaneci en Montreal 76. Era muy pequeño, seis años, pero siempre me ha gustado pensar que recuerdo el momento de júbilo por aquella actuación histórica de la pequeña Comaneci.
La vida tiene esos contrastes. De adolescente podía pasar un sábado jugando en casa y al siguiente beberme una botella de litro de cerveza apoyado en un coche en la calle Conde Altea. Los Juegos siempre fueron innegociables y, ya de joven, a veces, en esas curiosas mezclas que parecen haber marcado mi vida, me tocó ver los triunfos de Michael Johnson en Atlanta en la pequeña televisión que había en un pub de Xàtiva mientras la gente disfrutaba de la noche ajena a las gestas olímpicas.
Ando, pues, irremediablemente emocionado ante la llegada de unos nuevos Juegos Olímpicos. Este viernes es la ceremonia inaugural, que se anuncia ya como una de las mayores producciones audiovisuales de todos los tiempos. El desfile, al aire libre, fuera del estadio, empezará desde la Gare d’Austerlitz. Y entonces, al final de la tarde, en la ‘golden hour’, muchos españoles, casi sin querer, tararearemos los versos de Sabina: “Se peinaba a lo garçon / la viajera que quiso enseñarme a besar / en la Gare d’Austerlitz…”. Miles de deportistas serán conducidos como enamorados en barcazas por el Sena, de este a oeste, aplaudidos por el público que emulará a los miles de jóvenes que cada tarde, con la puesta del sol, se sientan junto a una botella de vino a orillas de un río cada vez menos turbio.
Los comentaristas hablarán sin parar, descorchando al fin toneladas de información acumuladas durante días. Irán a las novedades, a las curiosidades, a los tópicos. Y muy probablemente mencionen a Pierre de Coubertin, el barón machista y xenófobo que nació cerca del Sena, como un gran hombre.
Los valores olímpicos irán de boca en boca. Los mismos que han dejado en casa a una amazona, Charlotte Dujardin, que fue descubierta azotando cruelmente a su caballo.
Durante todos estos días de fervor deportivo escucharemos mucho eso de que al fin las mujeres han superado a los hombres en el número de deportistas olímpicos. Pero será raro que alguno hable de que el número de entrenadoras apenas llega al 15%. De los dirigentes, ni hablamos…
Y los más audaces nos informarán de que en París, la ciudad donde los turistas dejan botellas de ‘bourbon’ y cajetillas de Gauloises a los pies de la tumba de Jim Morrison en el cementerio Père Lachaise, los parisinos están descontentos con la celebración de este espectáculo deportivo en su ciudad y que muchos, muchísimos, han salido huyendo. Que nadie se sorprenda por esto. Es la misma ciudad en la que muchos torcieron el gesto cuando se alzó la Torre Eiffel.
Los Juegos regresan a París cien años después de aquella edición con 660 atletas de cuarenta países. Todos hombres. El atletismo se celebró en una pista de ceniza de 500 metros y el campeón de la pértiga, Lee Barnes, un estudiante de 17 años que tiempo después haría de doble de Buster Keaton, se impuso con un salto de 3,95. Ahora espera a los atletas una pista lila de 400 metros y un estadio donde los espectadores esperan ver a Mondo Duplantis volar por encima de los 6,25 metros. Las medallas de París 1924 se enviaron por correo postal y las de 2024 están hechas con trozos de la Torre Eiffel e irán empaquetadas en cajas de Louis Vuitton.
El COI hace equilibrios en medio de una “crisis en la que nadie, o cada vez menos ciudades, quiere los Juegos Olímpicos”, como afirma John MacAllon, un profesor de la Universidad de Chicago experto en olimpismo. Desde Lausanne decidieron disimular este problema concediendo las tres siguientes sedes a París, Los Ángeles y Brisbane. Problema resuelto hasta 2032. París, a cambio, ha querido convertir su ciudad, una de las más fotogénicas del mundo, en un plató. Por eso veremos vóley playa a los pies de la Torre Eiffel, esgrima en el Grand Palais, ciclismo en Trocadero o hípica en Versalles. Aunque la clave, quizá, radica en lo que promulga el profesor de Economía Victor A. Matheson: “A los votantes les encantan los Juegos, pero odian pagar por ellos”.
Por eso el comité organizador ha decidido ajustar su presupuesto lo máximo posible. Y el jefe de la organización, Éttiene Thobois, se tiene el reto de gastarse menos de 10.000 millones de dólares. El contribuyente va a pagar casi la mitad de la fiesta, aunque han intentado que casi un tercio de la inversión se recupere con la venta de las entradas. Hay otra prioridad. La ciudad, ni el mundo, olvidará los ataques terroristas de 2015 que dejaron 130 muertos. La seguridad es una obsesión. Durante los Juegos se desplegarán por la ciudad 45.000 soldados y policías, que contarán con un refuerzo de 22.000 oficiales de seguridad privada.
La España deportiva llega eufórica al país vecino después de conquistar la Eurocopa y Wimbledon, y un año después de que las futbolistas ganaran el Mundial. Y el ‘hype’ en la delegación española es superar las 22 medallas conseguidas en Barcelona 92.
Pero todo comenzará, más o menos, este viernes a las 19:30 horas. Thomas Jolly, un creador teatral que de joven daba espectáculos para los campesinos con otros actores por pequeños pueblos, en una compañía llamada La Piccola Familia, ha preparado una ceremonia para la posteridad que, parece ser, estará dividida en doce escenas de la historia de Francia. Un acto festivo en el que arderán 150 millones de dólares.
¡Que empiecen los Juegos!