MURCIA. Los grandes autores no disfrutan de su culmen literario en vida, sino cuando han conseguido burlar a la parca perpetuando su recuerdo a través de la consagración con la publicación de obras icónicas. Tras la muerte de Paul Auster hace unos meses corrieron ríos de tinta recordando su legado, diseñando obituarios literarios en los que se ponía en valor su maestría narrativa. Un servidor le empezó a conocer cuando publicó en 2017, 4321 (Anagrama), pero su escritura pasó sin pena ni gloria por mi subconsciente de los gustos literarios. Sabía que era una firma reputada, que levantaba pasiones intergeneracionales. Recordaba que mi suegro me había comentado en alguna ocasión que sentía predilección por su mundo literario, pero nunca me detuve a ojear ni tan siquiera los argumentos de su bibliografía; ha tenido que morirse para que, después de tanto tiempo pudiendo leerle de cuerpo presente, me haya parado a saborear su prolífica herencia letrada. Hace unas semanas me acordé de que el padre de mi novia (usando este apelativo me acuerdo de una famosa película del dos mil) tenía varios títulos de la colección de Auster y le pedí que si me los prestaba.
Pese a que tenía ciertas dudas de que mi relación íntima entre el novelista norteamericano pasase del enamoramiento al amor incondicional, desde el primer momento evolucionó hacia la intimidad que experimenta todo aquel que se atreve a leer de forma póstuma a un autor que ha dejado de escribir en el mundo de los vivos. Mis recelos iniciales de sumergirme en un género novelesco del que en más de una ocasión he renegado se disiparon al darme cuenta de que lo que Paul Auster escribía era diferente. La conquista que se empezó a fraguar tras el desembarco en la Normandía de mi alma cuando críticos de referencia alabaron la figura del escritor se llevó a término al empatizar con las historias que cuenta. La narración ágil y sencilla contrasta con las pericias y enjundios argumentales con los que se recrean la mayoría de los autores de ficción. La trama adornada con una escritura impecable sin caer en las descripciones que parecen sacadas de una tesina facilitan que uno esté deseando volver a reposar la cabeza en la realidad paralela que él crea. Sin embargo, el inconveniente de descubrir tardíamente a un autor es que su repertorio ya no te sorprenderá con una nueva historia.
No sé dónde leí, que en el cómputo general de la industria literaria en la que el capitalismo también ha hecho germinar sus semillas de unas plantas enredaderas que asfixian todo a su paso, la mayoría de los libros son malos. Aunque me parece exagerado este criterio puritano sí que es verdad que llevaba tiempo echando de menos un trabajo que me enganchara, una historia que transformara el hábito de la lectura en adicción. Creo precisamente que la falta de costumbre de leer de la sociedad es fruto de la ausencia de autores que sean capaces de seducir al lector; escritores creadores de lugares como el Brooklyn de Paul Auster en el que dan ganas de quedarse a vivir.