Es difícil saber quién estará disfrutando más del hara-kiri del PP: el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o el líder de Vox, Santiago Abascal. Ambos son los previsibles beneficiarios de la guerra a muerte que se ha abierto entre la actual dirección nacional del Partido Popular, encabezada por Pablo Casado, y la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Una disputa con tal inquina que la duda no es si a ambos les compensa, como en el refrán, quedarse tuertos con tal de dejar ciego a su enemigo, sino si estamos ya en el estadio superior: quedarse ciego con tal de que el enemigo, al menos, quede tuerto. Lo que resulta indudable es que se trata de un conflicto del que difícilmente ninguno de los dos salga airoso.
La semana comenzó con la victoria por los pelos del PP en Castilla y León, que abocaba a alcanzar algún tipo de pacto con Vox, y las tensiones subsiguientes para ver si Vox entra o no en el Gobierno. Una victoria pírrica, pero que a la luz de lo que ha pasado después se antoja un éxito descomunal, por comparación.
En cuanto a Díaz Ayuso, el asunto parece algo serio y más si las cantidades que han aflorado son ciertas. El resumen de la situación es que la consejería de Sanidad del Gobierno que lidera la presidenta de Madrid asigna un contrato a dedo de 1.500.000€ por unas 250.000 mascarillas (es decir, a 6 euros la mascarilla, el tipo de importes desaforados que las administraciones públicas, en su desesperación, pagaron durante el confinamiento) a una empresa de un amigo del pueblo en la que, además, intermedia su propio hermano, que se lleva a cambio una comisión de casi el 20%, 286.000€, según afirma Génova, o en torno al 3,5% (55.000€), según la propia Isabel Díaz Ayuso. Otra forma de decirlo, más maliciosamente, sería que el contrato lleva un sobreprecio adicional por mascarilla en calidad de "tasa para mi hermano".
En resumen: por muy popular que sea Ayuso entre su electorado, no parece una carta de presentación muy prometedora para intentar suceder a Pablo Casado en el liderazgo del PP. Por otra parte, Pablo Casado queda herido de muerte por su empecinada estupidez en acabar por todos los medios posibles con su examiga y actual archienemiga, que era también su principal activo electoral. Casado y García Egea, claramente, ya piensan en el día después de una eventual derrota electoral contra Pedro Sánchez. Dicha derrota sería la tercera consecutiva (aunque Casado perdió dos veces casi seguidas merced a la repetición electoral), con lo que lo tendría muy difícil para seguir al frente del partido. Y más con la táctica de tierra quemada que han seguido hasta la fecha para intentar controlar las agrupaciones provinciales y autonómicas, con relativo éxito, y sin que hayan logrado neutralizar a los barones más poderosos (Núñez Feijóo, Moreno Bonilla y la propia Ayuso). Una alianza entre ellos, o entre dos de ellos, podría dar al traste con el mandato de Casado.
Lo interesante del asunto, que revela una vez más la ineptitud y el amateurismo de la actual dirección del PP, es que pueden encontrarse con una profecía autocumplida e incluso mejorada, porque obviamente una dirección que está dispuesta a dejar su partido hecho unos zorros con tal de acabar con sus enemigos internos difícilmente va a sobrevivir a una nueva derrota; y es posible que ni siquiera sobreviva al pulso con la presidenta de Madrid.
Y lo que está clarísimo, fuera de toda duda, es que se han pegado ambos un tiro en el pie de imprevisibles consecuencias. Porque hasta ahora, aunque Vox siga creciendo, nunca ha dado la sensación de que pudiera sobrepasar al PP, ni siquiera de acercarse (sólo lo logró en Murcia en la repetición de las Elecciones Generales de 2019). Y, por otro lado, tampoco ha logrado atraerse a un número significativo de cuadros del Partido Popular. Pero todo esto puede cambiar si votantes y militantes perciben que el proyecto del PP va sin rumbo y con problemas tan serios como los que han aflorado. Una situación que sería el sueño de Pedro Sánchez: que su principal rival en unas elecciones no fuera el PP, sino Vox, la mejor gasolina posible para apelar a la movilización de la izquierda (y no sólo de la izquierda) para taponar cualquier posibilidad de tener un presidente ultra en España.
Como sucede en las elecciones presidenciales francesas cuando uno de los dos candidatos en la segunda vuelta se apellida Le Pen, el candidato moderado lo tiene hecho: Chirac ganó a Jean-Marie Le Pen en 2002 con un 82% frente a un 17% de los votos, y en las últimas elecciones presidenciales francesas Macron venció a Marine Le Pen con el 66% de los votos por el 33% de la candidata del Frente Nacional. En quince años la ultraderecha francesa logró recortar distancias, pero sigue lejísimos de la mayoría absoluta. Y también lo estaría Abascal de vencer en España si fueran él y su partido los que acaudillasen (nunca mejor dicho) las opciones de la derecha. Al menos, por ahora (y recuerden que para Pedro Sánchez el ahora es lo importante, siempre y cuando él esté en La Moncloa ahora).