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tribuna libre / OPINIÓN

San Ernesto Hemingway

27/01/2024 - 

Hace tiempo que le vengo dando vueltas al asunto de lo eterno y la caducidad del hecho artístico. ¿Cuánto tiempo es el tiempo prudencial de pervivencia de una obra? Arte, libros, cine -más allá del elemento universal- soportan años, lustros o decenios con dificultad y simpatía por el alma del rebelde, pero casi ninguno de ellos alcanza ese adjetivo deseado: atemporal. Cada mes nos encontramos efemérides variopintas: día de la pasta, la cerveza o la amistad (por ejemplo), pero pocas veces celebramos lo que importa. No es que diga que la pasta, la cerveza o la amistad no interesen, sino que ninguna de las tres necesita un día para que alguien las recuerde en un momento dado. Y eso es todo lo contrario a lo que ocurre con el arte si es que finalmente ha caducado.

En algunos sitios como Londres rememoran de manera generosa a los viajeros, literatos, poetas, músicos, pintores o políticos que fueron (entre otros) destacados hombres que aportaron dramaturgia o excelencia a la cultura. El proyecto de las ahora conocidas como placas azules nació en 1866 con la placa dedicada a Lord Byron, y desde entonces -y poco a poco- ha extendido esa costumbre a otros sitios más o menos cercanos como Roma, París o Madrid.

Si elegimos al azar un día como el 1 de febrero encontramos en su santoral a San Agripano -obispo y mártir-, San Cecilio de Granada, San Enrique Morse, a San Juan -obispo de Saint-Malo-, a San Pablo de Saint-Paul-Trois-Châteaux, a San Raúl de Cambray, a San Severo -obispo de Rávena-, a San Sigeberto, San Trifón mártir, San Urso y Santa Viridiana. Ese mismo día se celebrará también el Día mundial del galgo y el Día mundial de las elecciones. En total son once nombres santos y otros dos que no lo son. Trece nombres en total.

Dijo Víctor Hugo que "lo malo de la inmortalidad es que hay que morir para alcanzarla". Y yo añado que no es requisito suficiente, pero que tampoco queda mucho sitio en Père-Lachaise o en el Westwood Village Memorial de Los Ángeles. Puedes ser un mito, una leyenda, un héroe absurdo o antihéroe, un fulgor de temporada que es eterno, una diosa, un dios, un profeta muy halagado, una especie de amalgama de virtudes con allure extraterrestre, un halcón, una paloma, un servicio que se paga, tres ideas bien escritas de vanguardia, dos mensajes, diez pancartas, sangre, un mechero y celofán, cenicero con colillas, unos cascos de botellas transparentes y el perfil de aspecto áureo que se eleva. Puedes serlo todo y ya estar muerto, y a los cinco años no hay ni cinco que se acuerden de lo que eras.

No los he contado, pero algunos nombres como Billy Wilder, Cary Grant o Paul Éluard hace tiempo que dejaron de ser parte de la vida cotidiana del que vive una vida estándar, con un coche estándar, una casa estándar, una biblioteca estándar y un par de zapatos tipo Oxford o algo así. Pero por si acaso este ejemplo resultara un tanto extremo volvamos a un pasado más reciente. Y es que tipos -genios, yo diría- como Kieslowski, Saramago o George Michael han abandonado también el día a día de -incluso- sus vecinos, por citar el caso extremo del que pone en venta una casa por si el mal de ojo acude a la llamada de una muerte prematura y sin laureles.

Que algún día olvidemos a las mentes creativas de hace un siglo es evidente por la larga trayectoria que separa génesis y ocaso del espectador cien años después, pero que normalicemos este olvido y aprobemos que se extienda a los autores-genios-artistas como Christo, que se marchó hace algunos años menos-, o la Lollo (aka Gina Lollobrigida), Astrud Gilberto o Milan Kundera que nos dejaron hace sólo algunos meses, es algo más grave y demoledor.

El día 2 de febrero celebramos la efeméride de San Aproniano mártir, San Burcardo, Santa Catalina de Ricci, San Flósculo de Orleans, San Lorenzo de Canterbury y San Teófano Vénard, además del Día Mundial de los Humedales (sí) y del Día de la Marmota (sí, en serio). Si tan poco cuesta hacer listados de personas, de hechos, de animales o de objetos que merecen homenaje, si tan fácil es colgar placas azules, si tan simple es trazar rutas en un camposanto con dos tipos conocidos, me pregunto -y esto es una propuesta firme-: ¿por qué no elaborar listados de nombres que aportaron obra insigne y celebrarlos cuando toque o como mínimo una vez al año? Forma, tiempo o procedencia son detalles que no importan, pero ¿no sería una bonita forma de homenajear al que hizo algo por el resto? ¿Cuál es sino la tarea del artista?

Declaraba Dostoyevski: "Quiero vivir para la inmortalidad, no estoy dispuesto a aceptar un compromiso a medias". ¿Qué menos que un día al año para aquel que puso tanto empeño? Que D’Annunzio, Huysmans o Nin no sean jamás considerados en peligro de extinción. Digo yo que lo merecen.

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