Este verano ha sido pródigo en noticias sorprendentes y llamativas para escandalizar y entretener a la audiencia. Primero fue un sórdido asesinato en Tailandia, de un médico colombiano, Edwin Arrieta, a manos de un español, Daniel Sancho. Como Sancho es atractivo e hijo de un actor, el acercamiento de los medios de comunicación españoles fue fascinante: convirtieron al asesino en víctima, descuartizador en descuartizado.
En esas estábamos cuando la Selección Española Femenina de Fútbol logró el hito histórico de vencer en el Mundial. Y, además, vencer brillantemente, pues las jugadoras españolas fueron muy superiores a las inglesas en la emocionante final que vimos millones de personas en pleno mes de agosto.
Concurrían, además, circunstancias muy especiales en aquel Mundial, ahora conocidas por casi todos: hace apenas un año quince de las jugadoras españolas exigieron mejoras y cambios en la manera de gestionar la selección, tanto las concentraciones como las tácticas del entrenador y el personal asignado al equipo. En respuesta, la Real Federación Española de Fútbol se negó a debatir nada con las jugadoras, les obligó a retractarse si querían ir al Mundial (algunas jugadoras, como la central del FC Barcelona Mapi León, se mantuvieron firmes, a pesar de ser muy conscientes de lo que perdían al no jugar el Mundial), y luego castigó igualmente a algunas de las que sí se retractaron no convocándolas.
En fin, que el Mundial se jugó en un ambiente enrarecido entre jugadoras y entrenador, con lo que tuvo aún más mérito alcanzar, en esas condiciones, la victoria. Y en esas que irrumpió Luis Rubiales y, aunque la reacción inicial de ciertos medios españoles, en particular deportivos, fue en esencia la misma que con Daniel Sancho (quitarle hierro al asunto, en el mejor de los casos; echarle la culpa a la víctima, en el peor; en ello siguen, de hecho, algunos friquipropagandistas de extrema derecha en las redes sociales), ya sabemos todos cómo evolucionó la cosa. A Rubiales le deberemos, con suerte, haber contribuido más que ningún otro directivo de la RFEF a modernizar la institución, aunque la vía haya sido inmolándose ante el mundo entero.
No puede extrañar que, en un contexto tan competitivo, plagado de influencers descuartizadores y fabuladores testosterónicos, el pobre Alberto Núñez Feijóo apenas haya logrado hacerse hueco. Dejamos en julio al líder del PP desolado tras su insuficiente victoria electoral: las cuentas no salían, faltaban cuatro diputados para alcanzar los 176. Pero Feijóo intentaba vender ilusión: de una forma u otra, saldrán. Que si el PNV, que si Junts, que si "socialistas buenos" comprados en el mercado tránsfuga, ... Feijóo afirmaba manejar diversas opciones y repetía la frase "el candidato más votado" como un mantra con capacidad performativa sobre la realidad política.
Ya se llevó un buen chasco el candidato del PP con la conformación de la Mesa del Congreso de los Diputados, cuando la Antiespaña sanchista funcionó como un reloj bien engrasado y se hizo con la presidencia y la mayoría de la Mesa, mientras que el PP daba una lección de amateurismo rompiendo en el peor momento su pacto con Vox por un puesto en dicha Mesa, lo que llevó a Vox a votar a su propio candidato y mostrar ante toda España la orfandad del PP, "el candidato más votado"... a quien nadie más quiere votar.
Pero, con la oportunidad de intentar la investidura en primer lugar, Feijóo volvió a vender ilusión. Y pidió tiempo para negociar. Una petición que, en sí, contenía un mensaje: ¡claro que hay opciones de alcanzar la investidura! Esto es un intento serio, no una patochada en clave electoral. Hay mucho de qué hablar con los otros grupos, y para eso hace falta tiempo.
Pero la cosa apenas ha aguantado un par de semanas, y ello gracias al pertinaz silencio de Junts y de Puigdemont, que no sueltan prenda y no dicen ni que sí ni que no, aunque casi todo el mundo intuye que la apuesta es un clamoroso No al PP y un Quizás al PSOE. Dos semanas de vaivenes de Núñez Feijóo, que un día quiere pactar con el PSOE para que le dejen gobernar gratis tras un año de matraca hablando de derogar el sanchismo, otro día coquetea con la idea de pactar con Puigdemont (nada menos), porque ojalá Junts fuera la CiU de 1996 y no lo que es hoy (en buena parte, gracias al PP), más o menos dos veces al día se venden a sí mismos ilusión con que el PNV tal vez "entre en razón" (pero el PNV nunca lo hace) y, siempre, en la recámara, esperando obedientemente como feroz Rottweiler transmutado en simpático Bichón maltés, espera Vox para hacer lo que el PP guste ordenar.
Y ese es el problema, claro. Ahora y siempre. Está Vox, y no puede estar nadie más. Ese era el problema en julio y lo sigue siendo en septiembre. El PP unió su destino al de Vox tras las elecciones autonómicas y municipales y eso le enajena cualquier otro apoyo. Y, viendo que Vox es necesario para que el PP gobierne en muchos de los sitios en los que gobierna, y que en todos los sitios en los que es necesario pactar PP y Vox han acabado haciéndolo (sólo queda Murcia, y ya veremos por cuánto tiempo), no se trata de una alianza circunstancial: el PP necesita a Vox como el PSOE necesita a Sumar y antes a Unidas Podemos. Y el problema del PP es que Vox le impide hacerse con casi cualquier otro apoyo.
Así estábamos y así estamos. La investidura de Alberto Núñez Feijóo será el 26 y 27 de septiembre. Queda casi un mes para ello, y, tras indicarlo prácticamente todos los actores políticos y mediáticos relevantes en España, el propio Feijóo ha reconocido que no lo logrará. Así que este mes se le va a hacer muy largo; una agonía. No parece que su investidura, además, le haya granjeado los apoyos de muchos votantes, ni siquiera por dar pena por aquello de que es el candidato "más votado"; al menos, Feijóo puede consolarse pensando que puede que tampoco le pasen tanta factura sus devaneos con Vox-PSOE-PNV y sobre todo Junts, que sin duda habrán mareado a sus votantes, aunque sólo sea porque dichos votantes estaban demasiado ocupados asistiendo boquiabiertos al espectáculo de Rubiales.