Nos han secuestrado buena parte de octubre. El inicio del otoño. Comenzamos a recurrir a la memoria para recordar cómo eran las lluvias que sembraban una barrera entre el verano y los meses que le sucedían. Decimos que “nos han secuestrado” un pedazo de aquella estación que acogía la conclusión de las vacaciones, el inicio del año escolar, los chapoteos de las botas de goma en los primeros charcos, el vuelo de las primeras hojas con las que los árboles se desnudaban de su verde primaveral: son de hoja caduca, nos decían los profesores de ciencias naturales. Pero no ha sido un secuestro conducido por las fuerzas de la naturaleza: es la consecuencia primera de los actos humanos durante décadas y décadas de desprecio hacia las capacidades de nuestro planeta para regenerar y recuperarse de los gases de efecto invernadero.
Ahora, con la ropa de verano transformada en equipaje de uso impredecible, aceptamos como mucho el reciclaje y separamos los desechos urbanos. Una reacción positiva que, aún siéndolo, permanece a años luz de lo que parece inevitable: la construcción de un estilo de vida diferente, la simultánea confección de ideas y adopción de decisiones coherentes con la gravedad de lo explicado por los científicos: ¿somos conscientes de que estamos jugando a la ruleta rusa con el futuro de la salud y el bienestar de nuestros descendientes, la de nuestros hijos, la de nuestros nietos? ¿Comprendemos el alcance de lo que se avecina o seguimos instalados en despreocupación?: porque estamos batiendo récords de temperaturas máximas y la reiteración de fenómenos extremos ya está aquí; los fenómenos que destruyen los glaciares y elevan los niveles de agua de los océanos, acucian la extensión de las sequías y de las inundaciones y destrozan la economía agraria; fenómenos que crean las condiciones para nuevas y grandes migraciones internacionales, la transformación de los paisajes turísticos, -incluidos los mediterráneos-, y la aparición de nuevas contradicciones entre los intereses de los países, aflorando causas añadidas de guerra y destrucción.
Algunos intentan consolarnos, afirmando que disponemos de una fuerte aliada contra el cambio climático en la tecnología y sus innovaciones. Y, puestos a dejar en un lejano plano las responsabilidades propias y las preocupaciones molestas que nos suscita el anterior cambio, nos encapsulamos en el tecnooptimismo con una intensidad que, a menudo, se aproxima a la fe religiosa. Pero la tecnología tiene dueños y, por lo que observamos en las grandes empresas tecnológicas, sus propietarios no parecen alineados con los intereses generales e incluso dan la impresión de que buscan aislarse de los principales problemas humanos.
La tecnología, de otra parte, proporciona respuestas desiguales y contradictorias. No podemos calcular su ritmo de generación de soluciones útiles: sólo acumular recursos científicos públicos e incentivar los empresariales con la esperanza, que no la certeza, de que algunas innovaciones apunten en la dirección correcta. Y, aunque así ocurra, otra parte de los recursos sabemos que se está destinando a objetivos que no son neutrales para el clima ni adecuados para la sostenibilidad extractiva de valiosos recursos naturales: la digitalización más ambiciosa precisa de minerales escasos y los procesadores de grandes masas de información reclaman ingentes suministros energéticos. La economía circular avanza con ritmo cansino mientras la población mundial aumenta y los países en desarrollo toman como espejo de su deseado futuro algunos de los errores que hemos cometido las economías avanzadas. Uno tras otro, los anteriores son breves ejemplos de las cargas que arrojamos sobre el medio ambiente y la salud del medio natural. Los suficientes para que abandonemos la fe ciega en el estilo lineal de progreso que hemos conocido hasta ahora y nos preguntemos qué hacer desde el tecnorealismo.
Más aún cuando la confianza ciega en la magia tecnológica soslaya que nos preguntemos sobre ese déficit que no tiene que ver con la resistencia del planeta sino con la incoherencia de la naturaleza humana. Sí, la inteligencia de las personas es capaz de grandes invenciones, pero los seres humanos son, a su vez, contenedores de ideas, pasiones, intereses, mitos y creencias contrapuestas que le pueden conducir hasta el abism,o por el camino de la mutua destrucción, mediante el uso perverso de otras tecnologías.
Las revoluciones industriales y tecnológicas no han evitado las guerras ni los peores crímenes contra la Humanidad. No lo han hecho porque seguimos conservando un fondo de primitivismo capaz de destruirnos por múltiples causas: una ambición, un prejuicio, seguir a alguien con poder que, desde su enfermiza hubris, adopta decisiones crueles; por el señuelo narcisista de un palmo de tierra o por una codicia desenfrenada de riqueza. Y, en el límite del auto-engaño, olvidamos nuestra finitud y actuamos como si el tiempo, yendo hacia adelante, también fuera a estirar, indefinidamente, nuestra existencia. Dejamos el amor sin fronteras en manos de poetas y músicos, mientras reducimos nuestros sentimientos más nobles a lo que nos es más próximo: nosotros mismos y quienes nos rodean.
Con tales comportamientos insuflamos vida en lo que nos interesa, pero restamos existencia a lo que nos conviene como grupo, como sociedad, como Humanidad. Nos sentimos hiperconectados, cuando la observación lo que revela es nuestro creciente aislamiento alrededor de ideas fijas, prejuiciosas y excluyentes. No, no es únicamente el dominio de la mejor tecnología lo que puede salvarnos: lo que va primero, o al mismo ritmo, es el abandono de aquello que, nos aleja de la comprensión y generosidad hacia los demás. Aunque sea por interés propio, porque el alejamiento del otro fragiliza nuestra posición en el lugar y tiempo que nos ha correspondido vivir; porque la distancia actúa en ambas direcciones aunque sólo sea uno quien la provoque.
El siglo XXI o es el siglo de la Humanidad, tomada en su totalidad como base de un tipo de globalización sin fronteras infranqueables o bien parece llamado a ser el siglo del hombre como especie decadente. Desde el inicio de la actual centuria hemos vivido una crisis económica demoledora, una pandemia mundial de dolorosas consecuencias y, ahora, dos guerras, a cuál más cruel, que se añaden a las que subsisten en Oriente Medio y los bordes del Sahel. Todo ello con la naturaleza gritándonos que ya no puede acoger un modo de vida como el que conocimos el siglo pasado.
En nombre de una vida humana deseable, son necesarios nuevos valores, -generosidad, solidaridad intergeneracional, inclusión del diferente, nuevas reglas de cooperación internacional-, que lleven la Ilustración al presente: el presente que precede a un futuro en el que las instituciones necesitan ser mundiales para gobernar un destino de esperanza creíble, identificado con el conjunto de la población presente y futura. ¿Utopías? Si existe voluntad humana, la utopía no es más que la realidad del mañana anticipado al presente.