En la disparatada historia del capitalismo de la vigilancia, en los tiempos de la economía de la atención y bajo la cultura del algoritmo, hace cinco años sucedió algo importante. Ese algo fueron unas declaraciones, aunque el mensaje no fue improvisado, ya que formaba parte de la rendición de cuentas de Netflix a sus inversores. Reed Hastings, uno de sus cofundadores, aseguró que el verdadero enemigo de la plataforma era el sueño y no Amazon ni HBO. Más allá de que la compañía disimulara al día siguiente mememizando a su jefe y convirtiéndolo en tuit, esta perspectiva nos permitió comprender cómo nos ven los titanes empresariales de nuestro tiempo: un territorio a conquistar, un estorbo de rutinas físicas previo a conseguir aquello de lo que se enriquecen; nuestra compra/atención.
El objetivo es paquetizarnos. Aprender de nuestra data y poder reducirnos a respuestas perfectas para la venta de cualquier catálogo. Por eso debemos ser conscientes de que la aceleración tecnológica implica deshumanización progresiva. Y podemos ligar esa deshumanización a Marie Kondo y su influencia a partir de la serie de Netflix–precisamente– que trasladó sus ideas para snobs a una población global. A partir de ella arranca uno de los mejores ensayos sobre cultura contemporánea que se han publicado a estos respectos: Desear menos. Vivir con el minimalismo. El periodista del New Yorker Kyle Chayka descubre mucho más que la idea de que vivir de manera sencilla ya fue arrasada por la sombra del capitalismo; nos retrata en nuestra existencia más inmediata como esclavos de un sistema que necesita que nos desprendamos de muebles, ropa y hasta personas de cierta personalidad para poder sobrevivir a la avalancha constante de estímulos digitales.
La globalización a lomos de internet ha provocado que a cualquier millenial le parezca natural que su búsqueda de pisos en AirBnb dé como resultado lugares exactamente iguales en Estambul, Londres o Marrakech. Para cuando los viajes (por procedimiento, rutina, objetivo y esclavitud en la escenificación social) se convirtieron en algo homogéneo, ese friso de hogares idénticos ya era una respuesta a la presión digital. La abundancia de paredes blancas y lisas, de muebles de madera despersonalizados, de unos pocos textiles siempre en tonos neutros y la desaparición en general de recuerdos, fotografías, objetos personales y hasta arte eran una respuesta a algo que sucedía de manera silenciosa: smartphones, tablets y televisores conectados emitiendo una cantidad de ruido tan alto que, años después, necesitamos digerir en espacios cada vez más vacíos.
Esta es una de las realidades de un minimalismo que se define a partir de la casa de Kim Kardashian y Kanye West en Los Angeles. Vacía porque todo lo que necesitan lo pueden pedir, pero reflejo de un mundo que cada vez se siente más cómodo con menos porque lo bueno, lo que en realidad nos trasciende, sucede en otro plano: online. El minimalismo, que fue una corriente artística, pero que ha sido fagocitada por cualquiera de las aristas de su comercialidad (pongamos por caso los muebles que Marie Kondo vende para que tengas menos muebles), es esta parte por el todo que el autor eleva a la categoría de gran pregunta: ¿qué estamos haciendo con nuestra vida? Efectivamente, vivir con menos debería ser el sinónimo de vivir de manera consciente con lo que nos fija al espacio: este boli, esta luz, esta mesa, esta amiga, hoy. El minimalismo es, de hecho, un camino interesante para compaginar este ritmo infernal que nos mantiene en la rueda de hámster.
Sin embargo, el minimalismo mainstream parece ser una respuesta a la sobreabundancia de algo sin lo que, en apenas unos años, ya no sabemos vivir: las suscripciones. Unas suscripciones que provocan parálisis por análisis: decidir qué ver, qué escuchar o qué leer cuando ¡lo tienes todo! Este es el tablero de juego en lo cultural un minuto antes de que se desate el metaverso, donde las tecnológicas y toda la economía que les rodea habrán alcanzado su gran objetivo: deshacerse de nuestros cuerpos. Vampirizar nuestra mente y disociarla a través de los sentidos de la vista y el oído del presente, de lo inmediato, del boli, la luz, la mesa y la amiga hoy. Les sobran nuestros cuerpos, porque es la mente –y cuanto más aislada, más compulsiva– la que toma decisiones de compra. En esta cuenta atrás agónica, las horas de lectura con el libro de Chayka saben a esperanza. Reconforta y enriquece, porque su forma de escribir crítica cultural permiten empatizar con la causa y plantearse tres o cuatro comportamientos de mierda que, al menos, nos hagan sentir un poquito mejor durante la caída hacia la desmaterialización total.