Como una orquesta con coro y director a lo Von Karajan, esta semana ha explotado en las redes el escándalo sobre una serie cuyos productores, lejos de disimular, han titulado con esa misma palabra, "Escándalo". Sin embargo, obras mucho más edificantes, y que darían pie a debates mucho más polémicos y sensibles, pasan desapercibidas aunque se estrenen en el mismísimo Cannes
VALÈNCIA. Ha producido gran conmoción el estreno en Mediaset de la serie Escándalo sobre una mujer de 44 años que tiene un romance con un chico de 15. Solo ver quiénes han participado en los acalorados debates, según se cuenta aquí "los fachas del cilicio, los liberales qué hay de lo mío, los rojos de todas las causas y James Rhodes", además de Bea Talegón, ya me produce un enorme bostezo. Casi tanto como una serie de la mentada casa que en el mismo título subraya su objetivo.
Sin embargo, sí que me hace pensar sobre una cuestión tan importante como qué llega a ser viral y qué no. Porque las gentes opinantes no se indignan con un criterio definido, sino que en estos mecanismos siempre o casi siempre hay músculo financiero detrás. Un ejemplo, en el Festival de Cannes de 2021 se estrenó una película, Softie, petit nature, que no está disponible en lejanas pantallas, la puede usted ver en Filmin, que, escandalizar no sé, pero para debatir da un rato sobre temas igual de espinosos que los de Escándalo. Sin embargo, no encuentro por ningún lado que llamase la atención de nuestros medios ni de los influencers culturales. Me parece extraño que desde ese privilegiado certamen no llegara a ninguna estrella de las redes preocupada por juzgar la moralidad de la ficción y hacérnoslo saber.
Recomiendo que vea la película antes de seguir leyendo. No me pareció excepcional, pero sí sorprendente. Hacía tiempo que una simple película no me llamaba tanto la atención. Aquí va el destripe: trata de un niño de diez años que empieza a experimentar el despertar sexual propio de la adolescencia e intenta acostarse con su profesor. La escena de cómo intenta seducirle se ve una vez e, incluso en esta era de tsunami informativo diario, no se olvida.
Por otro lado, me pareció una película valiente. El director, Samuel Theis, no introdujo signos de admiración, subrayados o carteles luminosos en las cuestiones morales que trataba. El género había que encuadrarlo en ese realismo-naturalismo tan habitual en el cine europeo, quizá con los hermanos Dardenne como máximo estandarte ahora mismo, al menos por su estajanovismo. Precisamente por eso, por esa distancia o frialdad moral, por respetar al espectador, creo que el debate que generase tendría que ser infinito. De hecho, al terminar de verla, acudí a las redes y a Google seguro de que se habrían opinado cosas. Res.
Dicho todo esto, simplemente aprovechar esta columna para declarar mi admiración por Theis y su trabajo. Su primera película fue una obra conjunta con otras dos directoras francesas, Marie Amachoukeli y Claire Burger. Esta última, como él, natural de Forbach, una localidad de veinte mil habitantes del departamento de Mosela (Lorena). Este dato es relevante porque las dos películas están situadas en esa población, pegada a la frontera alemana, donde se habla el dialecto alemán platt lorrain. En palabras y en algún diálogo, esta lengua está presente en las películas.
El contexto de ambas historias era el mismo, la degradación económica. La región tuvo una gran industria pesada, minería y siderúrgica, que entró en declive. El tema no se toca más que con secundarios, pero los protagonistas son consecuencia directa de esos escenarios que tan bien conocemos en algunas zonas de España. En la primera película, Party Girl (Mil noches, una boda) era sobre un minero jubilado que se enamoraba de una prostituta de unos sesenta años, que a su vez había tenido hijos con otro empleado de las minas y con otros hombres que no era capaz de recordar o identificar. En la segunda, Softie, el chico de 10 años es hijo de una madre soltera que está en un piso de protección oficial y trabaja en un kiosco.
La prostituta es una mujer completamente alienada por su trabajo, en el sentido de que no es capaz de dejarlo. Una y otra vez necesita volver al burdel a emborracharse al menos porque es incapaz de vivir en una rutina matrimonial convencional. El caso del niño es el contrario, lo que quiere es escapar de su clase social. Sin embargo, su madre le necesita para que cuide a sus hermanos. No quiere que vaya a un buen centro educativo en otra ciudad, lo necesita al lado.
Hay un hecho diferencial de esta breve filmografía de Theis que considero imposible encontrar en España. Es su narración descarnada. Aquí, vaya usted a saber si por el profundo poso del catolicismo, el retrato social está demasiado frecuentemente contaminado de complacencia, idealización, edulcoración y maniqueísmo. Si tuviésemos que hablar de una puta que no puede dejar de serlo, se nos daría mejor el terreno de la comedia. En un drama, los mensajitos y moralismos sepultarían al personaje. Aquí hay mucho miedo a la realidad porque comúnmente el armatoste ideológico es muy poco consistente. Del mismo modo, tampoco creo que se pudiera presentar a una madre soltera que cría a tres hijos como una alcohólica sin más, sin ofrecer explicaciones, aquí tendríamos que buscar culpables de su situación.
Sin embargo, lo que este director trata de exponer forma parte rabiosamente de nuestro paisaje. En declaraciones a cineuropa lo describió con esta precisión: "una Francia sin herederos, de la desindustrialización, zonas a las que les han quitado la herramienta del trabajo con la deslocalización pero que no han sustituido con nada, abandonando a sus habitantes".
A la prensa mu seria no le llamó la atención la propuesta cuando se cubrió Cannes. Había muchas estrellas en la alfombra roja que fotografiar y un orden jerárquico preestablecido a la hora de seguir los estrenos. En las redes, donde todo es más flexible, la sospecha de que si no sale en Netflix, HBO, Atresmedia o Mediaset, es que no existe, empieza a cobrar más nitidez.