Pocos ejemplos más claros hay de escalada descontrolada de un conflicto que el estallido de la Primera Guerra Mundial. El asesinato del heredero al trono del Imperio Austrohúngaro en Sarajevo por parte de un extremista serbio activó la red de alianzas europeas, urdida en torno a dos grandes bloques (la Entente y las Potencias Centrales), que se lanzaron uno contra el otro con toda la potencia demográfica, militar e industrial que tenían. En cuestión de semanas, toda Europa estaba en guerra. Una guerra horrible, sangrienta e inútil (salvo para generar otra guerra aún peor dos décadas después), que nadie quería y casi nadie vio venir.
Tan evidente es el ejemplo que posteriormente se invocó en diversas ocasiones históricas como modelo de lo que nunca hay que hacer. De cómo unos líderes europeos irresponsables, belicistas y dispuestos a todo para cumplir sus ensoñaciones nacionalistas llevaron a todo el continente y a medio mundo al desastre. De hecho, es conocida la importancia que John F. Kennedy confería a este asunto, hasta el punto de recomendar a los miembros de su gabinete el libro "Los cañones de agosto", de Barbara Tuchman (que cuenta los orígenes y el primer mes de conflicto de la Primera Guerra Mundial, cuando los alemanes llegaron hasta las puertas de París), para mostrarles cómo un exceso de agresividad y la incomunicación con el rival podía tener consecuencias incontrolables. Kennedy se encontró en su mandato con una situación muy similar (la crisis de los misiles cubanos) que, de hecho, manejó con notable prudencia (sobre todo, por contraposición con los halcones militares del Pentágono) y con una resolución pacífica y exitosa.
Ha pasado más de un siglo desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, y sesenta años desde la crisis de los misiles cubanos, y nos encontramos en una situación en muchos aspectos parangonable con ambas: la guerra de Ucrania. Por una parte, se trata de una guerra civil que involucra, como uno de los contendientes, a la población de Ucrania que busca reincorporarse a Rusia, o que Rusia quiere conquistar y anexionar (como quieran verlo), autoerigiéndose de nuevo en líder espiritual y política del paneslavismo. Por otra parte, se trata de un conflicto de intereses entre las dos principales superpotencias nucleares, en donde el agresor (Rusia) justifica sus acciones en garantizar su seguridad en sus fronteras (exactamente igual que Estados Unidos cuando amenazaba con bombardear e invadir Cuba si se asentaban allí misiles nucleares soviéticos).
Llevamos dos años de conflicto, cuyos orígenes a esas alturas ya están más o menos claros para todo el mundo. También está claro que parece inverosímil que dicho conflicto se vaya a resolver con una victoria total por parte de alguno de los dos bandos: ni parece que Rusia vaya a hacerse con toda Ucrania, ni que Ucrania vaya a expulsar a Rusia de todos sus territorios. Así pues, estamos en un punto muerto, tras dos años de guerra que han generado cientos de miles de víctimas y una destrucción material inmensa, concentrada sobre todo en las zonas de Ucrania que son o han sido parte de la línea del frente.
Lo lógico sería, a estas alturas, buscar alguna forma de arreglo o armisticio, que asumiera esta realidad y permitiera cerrar el conflicto, o al menos paralizarlo. Sin embargo, la propaganda emitida tanto desde Rusia como desde Ucrania y Occidente continúa insistiendo en la guerra como única vía de garantizar la victoria o bien, si las cosas se tuercen, impedir la derrota total (pues, por lo visto, entre un extremo y otro no hay nada). Y como últimamente, tras la fracasada contraofensiva del pasado verano, parece que las cosas no van bien para Ucrania, la propaganda no sólo dice que hay que seguir: también dice que, para seguir, los países europeos han de involucrarse más. Que tal vez haya que enviar tropas. Y que la guerra con Rusia es poco menos que inevitable, pues este país, tras hacerse con Ucrania, irá a por los siguientes (por este orden: Moldavia, los países bálticos y Polonia). De manera que hay que prepararse.
Todo esto lo dicen significados líderes europeos (y en particular el presidente francés, Emmanuel Macron, siempre deseoso por demostrar autonomía estratégica y la grandeur de la France, por más inverosímil que resulte), también en nuestro país, para colocar a la población la idea de que lo que ahora procede es subir la apuesta y prepararse para un conflicto abierto con Rusia, nada menos. Y todo esto se pone sobre la mesa sin ningún debate democrático ni nada que se le parezca, sin que los hechos parezcan avalar, no ya que Rusia quiera continuar sus conquistas, sino que sea capaz de llevarlas a cabo (por ahora, en Ucrania, Rusia ha demostrado mucha más pericia en defender el territorio que ya posee que en conquistar más, porque en esta guerra, como en casi todas, es mucho más sencillo defenderse que atacar).
Y este no-debate se produce en un contexto en el que, además, existe la incertidumbre, absolutamente crucial, de qué pasará en las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos. Crucial porque la política de los dos candidatos es antagónica, desde la firme defensa de Ucrania por parte de Biden hasta el proclamado afán por desentenderse de la cuestión y arreglar las cosas con Rusia para salir de allí cuanto antes que defiende Trump. En este último caso, los países europeos tendrían que afrontar una guerra con Rusia, o -en el mejor de los casos, y como hasta ahora- una guerra proxy con Rusia a través de Ucrania, sin apoyo estadounidense.
Sería muy interesante saber cuál es el grado de apoyo europeo a esta brillante idea, y tal vez las Elecciones Europeas de junio nos den algunas claves al respecto, que supongo que serán desechadas sin más, como ejemplo de "populismo euroescéptico". Como si ser euroescéptico de esta Europa de señores que juguetean frívolamente con la guerra como si estuvieran jugando al Risk (y, además, jugando muy mal), que van como sonámbulos (así se titula otro libro sobre los orígenes de la Primera Guerra Mundial: "Sonámbulos", de Christopher Clark) hacia el desastre, resultase algo inconcebible.