MURCIA. Tienen mucho que aprender de nosotros. La tendencia de convertir sucesos en documentales de autor se está haciendo mucho mejor en España que en otros países. Lo prueba Hovedmistænkt - Madeline McCann-sagen, traducido como ¿Quién mató a Madeleine?, en HBO Max, que no llega ni de lejos al nivel de calidad fotográfica y de producción de los que se están haciendo aquí con el caso Wanninkhof, Alcasser o Marta del Castillo. Este documental, de factura danesa, se diferencia bien poco de los típicos de crímenes que inundan la TDT, lo cual no quiere decir que no sean interesantes, pero carecen de una producción cara que los eleve.
Lo más curioso de este es cómo, nada más empezar, los entrevistados echan pestes de Portugal. Si es el lugar idóneo para que un pederasta pase desapercibido, si los alemanes son los mejores de Europa a la hora de investigar un caso y llevarlo a los tribunales. Todo pronunciado literalmente y sin atisbo de vergüenza. Justo según escribo estas líneas me llega el anuncio del último ensayo que ha traducido Capitán Swing, Por qué los alemanes lo hacen mejor, de John Kampfner. Quizá sea yo el que esté loco y mi escepticismo con las bondades del norte global sean fruto del aislamiento o una percepción distorsionada.
El resto del documental no se puede decir que sea una investigación general del caso propiamente dicha, sino un seguimiento de los pasos del que es actualmente el máximo sospechoso, Christian B, un execrable personaje. La policía alemana le encontró una tarjeta con ocho mil fotografías de él cometiendo abusos incluso a animales. Ahora mismo está encarcelado acusado de la violación de una mujer de 72 años en Praia da Luz, el mismo lugar donde desapareció Madeleine McCann.
Para seguir los pasos del sujeto, el director Jesper H. Grand reúne los testimonios de los que fueron sus amigos y un investigador de la policía portuguesa, que defiende el polémico trabajo que hizo en su día asegurando que el comportamiento de la madre de Madeleine no fue normal cuando descubrió que había desaparecido su hija. Lo cierto es que después de La desaparición de Madeleine McCann que hizo Netflix, de ocho capitulazos explicando todas las posibilidades e hipótesis del caso, reiterar en ellas habría sido absurdo. El de Netflix era de 2019 y este de febrero de 2021.
Como datos morbosos, hay que señalar que el sospechoso, Christian B, fue investigado y descartado en 2007 por la policía portuguesa. En este documental el oficial luso sostiene que el hecho de que alguien sea pederasta y esté en un lugar no le convierte en culpable de lo que ocurra en ese lugar porque hacen falta pruebas. El abogado alemán del acusado, un letrado que no tiene impedimento en mostrar su bonita casa y su Porsche, viene a decir lo mismo además de añadir que es normal que alguien no se acuerde de lo que hizo equis días de hace no sé cuántos años.
Eso es lo que tienen contra él. La localización de su móvil, que estuvo por la zona aquella noche, y algo que le dijo borracho a otro tipo en un bar. Un señor que acudió a la policía a declararlo inmediatamente, aunque tampoco era una información muy relevante. Tan solo, mientras se veían imágenes de la familia en la televisión, Christian B dijo que él sabía que la niña estaba muerta.
El entorno de Christian es un hombre que vive en un camión, la dueña de un bar enfrente del kiosco que regentaba y una amiga hippie. Son tan repugnantes las escenas que se describen sobre sus snuff movies que lo único que se consigue siguiendo los tres episodios del documental es lo mismo que producía el diario El Caso o la reiteración e insistencia de los magazines matutinos de la televisión española en estos crímenes: estomagar.
Si algo tienen de atractivo los programas de crímenes de la TDT es la distancia. La resolución de un asesinato cometido en un hostal de Oklahoma en 1983 puede resultar entretenida porque no hay nada que te toque. La de sucesos que has vivido en directo en tsunamis periodísticos y que han acontecido en lugares por los que has podido pasar, aunque vengan a ser básicamente lo mismo que cualquier otro crimen, sin la debida distancia, son muy desagradables. Hay que ser muy morboso para querer sumergirse en ellos, aunque en esta época de oferta audiovisual pantagruélica precisamente los crímenes y los psicópatas son lo que más interesa al gran público. A veces llega a parecer hasta obsesivo, porque se traduce en documentales de crímenes, series de asesinos, biografías de psicópatas y, para dejar volar la imaginación, novelas negras.
No sé qué pensar, sinceramente, de todo esto. Empecé la adolescencia con la moda del gore, y me parecía muy divertida, sobre todo cuando la entiendes con la perspectiva del contexto estadounidense o de los medios sensacionalistas y moralistas. Venía a ser la sátira de una opinión pública que se alimentaba de lo más execrable de la sociedad para armar su rectitud y, en muchos casos, para justificar sus propios instintos autoritarios, cuando no también criminales, solo que envueltos en un pretexto justiciero. La opinión pública olfateando crímenes abyectos con sus sabuesos periodistas para ponerles el megáfono es un fenómeno patético, no merece otro nombre.
Sin embargo, en la actualidad, que un porcentaje tan elevado de la ficción y trabajos documentales que se consume solo tenga que ver con crímenes de una manera u otra parece un síntoma de algo diferente. De un espectador alienado y, tal vez exagerando un poco, estabulado. En fin, que corra la sangre y el dinero.