LA ENCRUCIJADA / OPINIÓN

Temores, emociones y razones

18/01/2022 - 

Parece afirmarse que asistimos a un cambio de etapa histórica. Resulta difícil concretar sus límites e incluso la solidez de la afirmación, pero podemos aislar algunos de sus indicios. Aceptemos que supone un hecho extraordinario vivir tres grandes crisis en veinte años, -los atentados del 11S, la financiera de 2008 y la pandemia de 2020-, con esta última causada por un fenómeno al margen de cualquier orden humano; un acontecimiento global e imprevisto forjado en la fragua de la naturaleza: la misma que, según las fantasías de pasados optimismos, parecía derrotada por las fuerzas tecnológicas ideadas por la ciencia.

Las anteriores crisis han estimulado o acompañado, según los casos, otras de las transformaciones de nuestro tiempo. Observamos con creciente ansiedad el cambio climático. Nos sentimos confundidos ante los efectos de la globalización sobre el empleo presente y futuro. Se intensifica la alarma cuando se escuchan las previsiones de lo que puede significar la inteligencia artificial y otros de los ¿avances? ligados a la digitalización. Escuchamos advertencias acerca de la influencia de algunas tecnologías sobre la modificación de la conducta humana, al tiempo que constatamos la creciente distancia entre las recomendaciones éticas destinadas a modular la aplicación de las innovaciones científicas y la confirmación de su adopción por los poderes económicos, políticos y militares.

Nos desconciertan los cambios empujados por la multipolaridad del poder internacional, mientras verificamos que son países sin vocación democrática o bien países con libertades vacilantes los que ocupan parte del puente de mando de la gobernanza internacional: la de las grandes crisis y las consecuencias que llegan a continuación. Un mando y un rumbo perjudicados por la inexistencia de una visión cercana de qué nos espera a medida que cada una de las grandes mutaciones arriba mencionadas interaccione con las restantes; a medida que la concreción de cada objetivo protector deba ser compartido por pueblos que sólo se reconocen en sus propios intereses por más que lo camuflen.

La delimitación y aceptación de los proyectos dirigidos a pacificar los riesgos de nuestro tiempo es más difícil, si cabe, ante la emersión de las emociones como patrón redivivo de las respuestas humanas en las democracias más desarrolladas social y económicamente. En el momento en que el techo de la ciencia y la investigación alcanza su máximo histórico, asistimos a una intensa fricción entre las fuerzas de la razón y las fuerzas de las emociones. ¿Paradójico? Maticemos. La rapidez e intensidad de las metamorfosis que afectan a la vida corriente, su volátil concreción, sus impredecibles efectos futuros y la consiguiente dificultad de su comprensión son origen y fermento de reacciones temerosas. Más aún cuando la segunda mitad del siglo XX ha sembrado la convicción, en Europa y otras áreas avanzadas, de que el escudo protector del Estado aislaba a los ciudadanos de sus peores pesadillas. Aferrados a esa seguridad, la percepción de que existen aguijones que pueden deshincharla convoca, sin embargo, dos reacciones corrosivas: la negación de la legitimación de los gobiernos, a los que se tilda de incapaces y atrapados por aislantes preocupaciones endogámicas; y el aireamiento de algún enemigo externo al que atribuir, mecánicamente, la decadencia relativa del país, la erosión de su cultura histórica y sus inseguridades presentes.

El nexo compartido por las anteriores manifestaciones es su condición emocional, básica y agresiva. Ambas rehúyen el campo del diálogo razonado y se inclinan por el verbo incendiario. La acumulación de epítetos insultantes y de vociferantes descalificaciones ocupa los espacios formales de la discusión parlamentaria, contamina las tribunas de la opinión pública y convierte en una porqueriza las redes sociales; las mismas redes que, salvo excepciones, alimentan su negocio con la frustración, rencor y chabacanería de algunos grupos de sus usuarios.

La anterior convergencia de procesos creadores y conductores de polarizaciones políticas y sociales se encuentra ahora contrarrestada, de una parte, y reforzada, de otra, a causa de la pandemia y de las heridas de la crisis de 2008 que todavía supuran en quienes la sufrieron con mayor dramatismo. Contrarrestada, por la necesidad de apelar de nuevo al Estado como sujeto limitador de la propagación del virus mediante el ejercicio de sus poderes y la movilización de sus organizaciones operativas. Reforzada, porque la gestión de la pandemia, un hecho teóricamente conocido pero nunca afrontado por los poderes públicos de los países ricos durante los últimos cien años, ha exhibido tanto las fortalezas como las debilidades de aquéllos. Entre estas últimas, la ausencia de protocolos preventivos que abarquen los aspectos materiales, organizativos y comunicacionales; y, de otra parte, el desconocimiento de la psicología social que posibilita la reducción del exceso de ruido, la confusión como producto de aquél y la rebeldía que emana de los procesos críticos prolongados.

En lo que nos resulta más cercano, es la Europa de los temores y emociones la que necesita ser superada por la Europa de las razones para que su rol gane legitimidad interna y proyecte una presencia e intermediación internacional respetadas. Se trata de la Europa que ha aplicado, en lo más reciente, medidas inéditas cuya presencia resultaba impensable, apoyando la obtención de vacunas, la protección del trabajo y la permanencia de las empresas. Una Europa que ahora, como actor internacional deseablemente autónomo, parece necesaria para moderar esa especie de duelo imperial que impregna a China y EEUU. Una Unión Europea precisa, de igual modo, para que el sesgo monopolista y manipulador de los gigantes tecnológicos no los eleve a imperios, en este caso virtuales. Una Europa imprescindible para que los valores democráticos coticen al alza en el nuevo espacio internacional que se está modelando a medida que se consolidan los países emergentes como nuevos protagonistas del siglo XXI. Y una Europa solidaria, anclada a los Objetivos de Desarrollo Sostenible: porque si no es de este modo, algunas luchas fundamentales del siglo XXI, como el cambio climático, seguirán contemplándose como bienes de lujo para ricos por los pobres del planeta.