A veces “los bosques no nos dejan ver los árboles”. Como siempre el periodista César Javier Palacios acierta al regalarnos frases muy útiles como esta, que ofrece un giro inquietante al conocido proverbio. Con él resumió buena parte del contenido de una mesa de debate sobre la deforestación, incluida dentro del Congreso de Periodismo Ambiental celebrado recientemente en Madrid. Muchas veces los grandes problemas globales acaban enmascarando los impactos en minúscula, más concretos y locales, que en realidad es necesario resolver poco a poco, de árbol en árbol, para conseguir solucionar los graves efectos mayúsculos que una única especie, la humana, está causando en un breve espacio de tiempo a todo un planeta. Un buen diagnóstico sobre esta situación y las recetas para actuar ante ella, se ofrecieron en la edición número catorce de las citas bianuales de la Asociación de Periodistas de Información Ambiental (APIA), un punto de encuentro único entre periodismo, ciencia, divulgación y mucha naturaleza.
“Comunicación ambiental: una cuestión de salud global”, ha sido un lema lógico para el encuentro en este año pandémico, en el que las evidencias científicas muestran que la expansión de virus como el covid-19 está directamente relacionada con los efectos de la deforestación, la pérdida de biodiversidad y en definitiva con el cambio climático, que es ya una de las amenazas más graves para la salud de la especie humana en su conjunto. Y eso “no es una debate de barra de bar”, apostilló María Neira, directora de Salud Pública y Medio Ambiente de la OMS, que recordó en el congreso de APIA cómo la contaminación del aire provoca siete millones de muertes prematuras al año. Todo ello días antes de que se hiciera viral la nueva variante Ómicron, un nombre que, por cierto, recuerda a la nomenclatura empleada por las siniestras organizaciones archienemigas de James Bond. En el mundo real del siglo XXI el mal actúa en forma del virus SARS-CoV-2, que sigue mutando de acuerdo a su naturaleza.
María Neira advirtió que hay que extremar la “prevención primaria” para prepararse ante la próxima pandemia que sin duda vendrá, y que con toda probabilidad tendrá características diferentes a la actual. La máxima responsable de la OMS en salud pública advirtió que es necesario implicar a todas las escalas sociales en la reacción ante el cambio climático, y evitar un “elitismo ambiental” que se nota en cualquier supermercado del mundo a la hora de elegir productos en función de las ofertas del día y no de su impacto ambiental. Las diferencias entre ricos y pobres se muestran muy directamente en el resultado de cumbres internacionales como la COP26 de Glasgow, donde todos los países han decidido pagar una factura conjunta nada igualitaria por el desastre creado pero, porque los ricos han gastado medioambientalmente mucho más que los pobres. Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea concentran, por ejemplo, un mayor índice histórico de emisiones de efecto invernadero por habitante que África, China y la India, que iniciaron su periodo de crecimiento industrial con posterioridad, así lo subraya el comunicador Javier Peña, creador de la plataforma Hope, en sus ilustrativos vídeos.
La comunicación veraz es la mejor defensa frente a los impactos medioambientales y la desinformación. Así lo entiende también el científico Fernando Valladares, investigador del CSIC, creador del canal La Salud de la Humanidad y reciente premio Jaume I de Medio Ambiente. Valladares aprovecha sus conocimientos científicos sobre ecología y cambio climático para dirigir sus mensajes a todo tipo de audiencias; “mi público objetivo es la Humanidad”, advirtió durante su intervención ante el congreso. Respecto al creciente fenómeno de las empresas que se apuntan al greenwashing en sus cuentas de resultados. Valladares objetó que “el precio del dinero es la pérdida de independencia”, en referencia al patrocinio de grandes marcas de campañas y contenidos relacionados con el medioambiente para lavar su imagen en verde.
La basura es el rastro más ancestral que deja la especie humana en todos sus ámbitos. El mayor vertedero de residuos electrónicos del mundo se encuentra lejos de los centros donde se producen y se venden ordenadores, smartphones de última generación o cualquier gadget de utilidad dudosa y rápida caducidad. Agbogbloshie, es un barrio de la ciudad de Acra en Ghana, que acoge el basurero mundial más grande de este tipo de desperdicios que proceden principalmente de Europa y Estados Unidos. Es uno de los muchos destinos finales donde acaba el detritus del desarrollo, que tiene sus vertederos en lugares similares de África y América del Sur. En ellos la población local sobrevive a costa de recuperar, reparar y revender todos esos productos que occidente rechaza como muestra el documental Blame Game, que Juan Solera, uno de sus autores, presentó en el marco del congreso de APIA. Pero no todo se puede aprovechar a pesar del empeño de las poblaciones locales que viven, se alimentan y crecen entre cadmio, plomo, mercurio y una larga lista de elementos tóxicos desechados entre esa basura electrónica.
El rastro de residuos humanos va mucho allá y se está expandiendo por el Cosmos buscando nuevas dimensiones. En la actualidad hay unas 25.000 grandes piezas y millones de restos diminutos de basura espacial orbitando alrededor de la Tierra, como recordó Rafael Bachiller, director del Observatorio Astronómico Nacional, en una mesa de debate sobre esta otra enfermedad causada por la contaminación dentro y fuera del planeta. Ahora mismo hay unos 5.500 satélites artificiales pululando por el espacio exterior y muchos de ellos ya no funcionan.
La basura espacial es la última generación en residuos pero los geólogos han identificado deshechos humanos integrados en el paisaje, formando parte incluso de arrecifes. Ana María Alonso, directora del Instituto Geológico y Minero de España (IGME), explicó en su intervención que han detectado restos de poliespan incrustado en rocas de zonas de la costa cantábrica, así como fragmentos de ladrillos y de neumáticos. Alonso insistió en destacar que vivimos en el “período Antropoceno”, referido a la incidencia humana en la geología de la Tierra, un término “informal” que aún no ha sido definitivamente aceptado por la ciencia. La directora del IGME aseguró que “el conocimiento del tiempo profundo puede ayudar a salvarnos”. La geología cuenta las cosas por millones de años, un concepto inabarcable para una especie como la humana que vive demasiado deprisa y que en realidad es una mera anécdota en la larga historia del planeta. Una disciplina que permite prevenir los riesgos a que nos enfrentamos y sus posibles soluciones, pero siempre es pronto para los científicos, por ello la dilatada erupción del volcán Cumbre Vieja sigue siendo un síntoma sin diagnóstico claro.
Los indicios de cómo evolucionará la salud global puede que se encuentren enterrados en las entrañas del planeta, que continuará existiendo después de que la especie humana se extinga porque la naturaleza sigue otros tiempos que no entienden de prisas y de porcentajes. Un bosque sano requiere estar poblado por árboles maduros y longevos, que crezcan sin apelotonamientos en el lugar más adecuado a cada especie, un principio lógico pero contradictorio, por ejemplo, con las talas masivas y las repoblaciones indiscriminadas para “supuestamente” contrarrestar las emisiones contaminantes de CO2. De la misma forma la sociedad y el sistema de organizar la economía mundial requiere un cambio de la escala local a la global, y no para “salvar el planeta”, que no necesita ayuda externa, sino para hacer más sostenible la existencia de la especie humana. Es una cuestión de salud.
Fèlix Tena es periodista, miembro de la junta directiva de APIA