“No hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas”, decía don Quijote a su escudero Sancho (cap. XXI). La idea de que los refranes reflejen la sabiduría popular y cuyos tópicos sigan siendo actuales está muy arraigada en el imaginario colectivo. Sin embargo, a veces incluso la sabiduría del pueblo puede equivocarse. Considérese, por ejemplo, la expresión que titula este texto, que se ha puesto oportunamente entre signos de interrogación: ¿podemos seguir diciendo que “vale más un testigo de vista que ciento de oídas”?
Esta afirmación se refiere a la arraigada creencia de que la comunicación visual es supuestamente más auténtica que otras formas de representación, como la escritura. Otra expresión muy conocida también refleja la importancia del sentido de la vista en la comunicación: “una imagen vale más que mil palabras” sugiere que lo visual se considera más adecuado para representar la realidad que su contrapartida verbal. Piénsese, en este caso, en una fotografía: solemos asumir que esta muestra de manera exacta y precisa lo que se encuentra delante de la cámara de fotos.
La idea de que la fotografía es una representación fiel de la realidad es tan antigua como la fotografía misma. La retórica de la transparencia y objetividad de la foto poco ha evolucionado desde su invención, allá por el siglo XIX; pese a que las técnicas fotográficas hayan cambiado profundamente, especialmente con el paso de la fotografía analógica a la digital, el mito del realismo sigue vigente. Sin embargo, la fotografía no es una representación pasiva de la realidad, sino que está filtrada por nuestra experiencia y cultura. Filósofos e historiadores del arte, como W.J.T. Mitchell o Nicholas Mirzoeff, por citar únicamente dos grandes nombres, han argumentado de forma convincente que la imagen solo tiene un parecido con lo que representa, no es en sí la realidad. Con todo, no deja de sorprenderme el hecho de que la convicción del realismo fotográfico persista en nuestra época. Hoy en día, manipular fotografías no es una prerrogativa de expertos, puesto que los programas de edición de fotos están disponibles en cualquier dispositivo electrónico; es más, los retoques de fotos están a la orden del día (y no solo por los filtros de Instagram que embellecen nuestros selfis).
En un trabajo reciente he estudiado las noticias falsas distribuidas por los activistas de extrema derecha en redes sociales durante un año (de abril de 2021 a 2022). En casi un cuarto de los casos, la falsedad de estas publicaciones en redes dependía del elemento visual que las acompañaba: fotos y vídeos manipulados, montajes fotográficos, doblajes falsos de otras lenguas o elementos audiovisuales recontextualizados (por ejemplo, que un vídeo de hace unos años pase por actual o cambiar el pie de foto de una imagen). Lo más llamativo, en mi opinión, es que estos materiales visuales se presentaban como una prueba, una evidencia (paradójicamente falsa) de lo que describía el texto. Seguimos creyendo más en la vista que en la palabra.
Quizás el lector pueda pensar que manipular vídeos es más laborioso o incluso más fácil de detectar, al igual que solemos darnos cuenta que una película está doblada. Siento contradecirlo. Las técnicas de inteligencia artificial, como el ultrafalso (deepfake), que permiten crear imágenes y vídeos tan realistas que es casi imposible detectar su falsedad, harán más rápida y precisa la creación de materiales audiovisuales adulterados. De hecho, la difusión de vídeos ultrafalsos en el ámbito político es una de las grandes amenazas actuales para nuestra democracia y para la tan necesaria confianza en los medios: si cualquier vídeo se puede tachar de falso, ¿cómo se garantiza que los vídeos publicados en los medios son reales? Tenemos por delante el gran reto de concienciar al público sobre el alcance de la desinformación, que llega a explotar incluso nuestra tendencia humana a creer lo que vemos. La manipulación de contenidos audiovisuales es un problema de primer orden en nuestra sociedad y sobre el que, volviendo a la sabiduría popular, no podemos “hacer la vista gorda”.
Agnese Sampietro es profesora ayudante doctora en la Universitat Jaume I