A mis 36 primaveras y pese al cúmulo de derrotas profesionales, todavía conservo un recorte de prensa en el que la periodista Marie Colvin me observa severa con su único ojo bueno, el derecho. Su dura mirada de pirata/cronista acompaña un perfil que alguien le dedicó tras ser asesinada en la ciudad siria de Homs, mientras cubría el enésimo conflicto bélico de su carrera. Me gusta mirar ese ojo superviviente de Colvin. Siento que su agresividad me obliga a dos cosas: a no hablar de lo que no sé y a repasar con minuciosidad todo aquello que publico para evitar patinazos.
Sé no soy la única gilipollas que aún se encara a este oficio con el mimo y el respeto requeridos para cualquier servicio público. Cada uno con sus patologías, unos adoleciendo de Latinoamérica, otros de Asia y otros de África, somos muchos los que hacemos lo imposible por patearnos las realidades lejanas y contribuir así a que nuestra sociedad ambicione a entender la complejidad del mundo en el que vivimos. Lo hacemos sabiendo que no nos van a salir los números. A nadie le salen los números cuando lo habitual en España es cobrar 50 euros por pieza y 60 por foto.
Pero aceptamos. Entendemos que el periodismo es un acto de compromiso con la realidad que nos ha tocado vivir y apostamos por seguir dando voz a las injusticias remotas. Sin embargo, el empeño se nos va desgastando con los años. Ya no solo nos pesan las ruinas que presenciamos a nuestro alrededor, que también. Es que cada vez más nos pesan las malas praxis que han hecho de nuestra profesión un show de varietés en tiempos de guerra. No hay suceso internacional o conflicto de envergadura que no acabe siendo utilizado por la estrellita mediática de turno para alimentar su insaciable ego a base de retransmitir el morbo del dolor ajeno.
A las guerras ya no van los corresponsales, ni siquiera los expertos que han mamado geopolítica por pura militancia. Quienes van ahora son las pantojas del oficio, esos y esas que quieren figurar por encima de todo y que se gustan tanto a sí mismos que ni siquiera entrevén la magnitud de su propio ridículo. Los mismos programas que jamás pueden pagar una tarifa digna por el trabajo de cualquier experto anuncian ahora a bombo y platillo que “mañana conectaremos en directo con nuestro enviado especial Antoñito El Fantástico” y no nos queda otra que ver cómo Antoñito El Fantástico nos narra algo de lo que no tiene ni puta idea.
Mientras, los gilipollas del oficio que tenemos la decencia de huir de lucimientos personales y que nos limitamos a informar únicamente de aquello que conocemos bien, comemos banquillo en nuestras casas. Arrinconados por un star system de mediocres, vivimos cualquier hecho noticiable entre la parálisis y la asfixia. Qué sentido tiene destinar tantos recursos a coberturas que son del todo inútiles. Qué objetivo persiguen los medios cuando priman la superficialidad al contenido. Por qué, en definitiva, nos someten a la desinformación.
A finales de 2012, la editorial Debate publicó Queremos saber, una recopilación de textos de doce históricos corresponsales que reflexionaban sobre el futuro del periodismo internacional en un contexto que ya era de crisis económica. Aunque autores y autoras procedían de medios y trayectorias diversas, coincidían en denunciar la progresiva voluntad desinformadora por parte de las grandes corporaciones mediáticas. Intereses económicos mediante –siempre se alega que una corresponsalía es muy cara–, la debacle del 2008 fue la excusa perfecta para desmantelar un sector que no solo se aparecía como un lujo asiático en plena hambruna, también era una herramienta útil para mantener una sociedad informada. En efecto, la paulatina desaparición de los equipos de exteriores fue la punta de lanza hacia esta insoportable cultura del ruido y la distorsión.