En una ciudad que sufre una tragedia como la que ha ocurrido en Campanar lo que mejor te identifica es llamarte vecino. Que es algo más que vivir unos cerca de otros. Es vivir juntos.
No individuos. Vecinos. Que suena a la seguridad de mirar a los lados y sentirte acompañado.
Y es que, cuando golpean hechos más duros de lo que podemos soportar de forma aislada. En ese instante en el que comprobamos lo vulnerables que somos por separado, los más afortunados en la distancia de la pantalla de la televisión o del móvil. Ahí, nos imaginamos lo que sería de un mundo en el que a nadie le importara el otro, no hubiera bomberos dispuestos a jugarse la vida por la tuya y sacarte de un balcón mientras llovían placas en llamas. Donde no hubiera instituciones a las que acudir durante y después en busca de alguna certeza. Donde no existiera ningún tipo de red.
Ocurrió durante la pandemia, se abrió paso pese a todos los intentos políticos de tapar la catástrofe del accidente del metro, y ha ocurrido con el incendio. La puesta en valor de lo público y lo humano.
Porque todos sabemos que ningún seguro privado nos habría garantizado contar con personas que llegaran hasta el abismo de decir “compañeros, hasta aquí llegamos. No entréis a por nosotros” y de que ningún fondo de inversión va a tener un centenar de viviendas disponibles para quienes pierden la suya. En el enésimo recordatorio de porque la vivienda no puede dejarse por completo al mercado.
Porque empatizamos con el horror de quienes se despidieron de su familia junto a sus hijos. Tan pequeños. Con la mujer encontrada fallecida abrazada su perro. Lo que importa, cuando ya nada importa.
Con quienes miran desde bajo el esqueleto del edificio que era su casa, pensando en lo que han vivido dentro. Porque la casa es el refugio, la habitación propia.
Ahí, cuando pensamos que podríamos haber sido cualquiera de nosotros y de nosotras. Cuando empatizamos y nos duele, nace la necesidad de solidaridad. Las ganas desbordantes de echar una mano, aunque no se sepa muy bien cómo, hasta que cuelgan desbordados el cartel de no se aceptan más donaciones.
Ocurre lo mejor que somos. Porque lo mejor ocurre cuando nos entendemos como iguales. Cuanto más cerca nos sentimos del de otro, menos injusticias nos parecen aceptables. Más somos conscientes de que en el sálvese quien pueda, no se salva nadie.
No sé cuantas lecciones se sacan de las tragedias. Y pienso que nunca valen la pena de que hayan ocurrido. Ojalá que no se hubieran ido esas diez personas y no habláramos sobre ninguna enseñanza. Pero, lamentablemente, cada tiempo nos visitan. Y València se despierta tras ellas. Más triste y más junta.
Se despierta en la imagen de la plaza pública. En la del Ayuntamiento, pero especialmente la del minuto de silencio organizado por un grupo de vecinos jóvenes, de la generación a la que se le niega el acceso a la vivienda, en el centro del Campanar que aún se siente pueblo.
En ese lugar con tan poco que ver con el urbanismo de la burbuja inmobiliaria que ha precedido a la catástrofe, ese que alza muros entre los de dentro y los de fuera del recinto de propietarios. En un espacio horizontal y convocados por personas que quieren formar parte de lo colectivo y derribar mentalmente esos muros.
Ahí. En el contraste que es la ciudad. Conteniendo la pena entre diferentes que, afortunadamente, se sienten iguales.
Y esperando que esa palabra, vecinos, siga identificándonos mejor que otras cuando pasen las semanas, se cumplan los aniversarios y el tiempo lleve las conversaciones del café de la mañana hacía otros temas. También cuando las injusticias no vengan tan de golpe, no golpeen tan repentinamente y quepan por el filtro del día a día. En ese momento no deberá costar volvernos a sentir iguales, aunque suene más remoto el podríamos haber sido cualquiera.
Ahí también habrá que reivindicar lo público y la empatía; la solidaridad. Ser la mejor València, como en los peores momentos. Ser vecinos.