Las leyes de la física dicen que cualquier día son las cinco de la tarde y los niños terminan su cole y corretean por el parque con la merienda en la mano. Así es también hoy en mi barrio. Observo cómo la mirada despreocupada de sus padres los envuelve, padres que forman corrillos en los bancos y dan esa estampa nada extraordinaria. Padres que les atarán los cordones de la zapatilla con displicencia, mediarán con hartazgo en una rencilla, les aliviarán de un tropezón o retirarán una espina en el pulpejo de sus deditos si lo necesitan. Padres dueños de su oficio que es el de proteger. Super proteger. Son magos. Son MazingerZ y Spiderman en un solo cuerpo. Lo pueden todo.
Sin embargo, mis ojos de estos días están desordenados y le imprimen a la escena un sello de terror: así discurrieron los niños con sus padres el martes 29 a las cinco de la tarde. Así fueron sus cinco, letalmente iguales a cualquier otra tarde. El tiempo se deslizó sin cambios hacia el momento en que montarían en sus coches camino al fútbol o al inglés o al ballet, camino de una lengua de barro que iba a su encuentro de forma ciega, siguiendo las leyes de la física.
Verdura podrida en el cajón de la nevera. La nota es más bien agria, un punto alejada de la dulzura que emite la basura cuando es orgánica. Debería empollar varias descripciones de los sumillers más expertos para describir este retrogusto en boca, este paladeo de lo irreparable. Pueblos enteros convertidos en cultivo bacteriano, miles de vecinos viviendo en una inmensa placa de Petri.
Ni con todas las duchas que disfrutes puedes desprenderte de ese microfilm que puebla ya tu corteza entorrinal, la magdalena de Proust va contigo donde quieras huir, cualquier imagen que te brote en el recuerdo te hará arrugar el ceño. El asalto es indiscriminado y salvaje: mientras atacas un libro en el cabezal de tu cama, cuando miras una noticia o un video en las redes, incluso al fijarte en el barro que traen los coches en los bajos y se inmiscuye en el orden de la ciudad atareada y ajena. Seca. Salvada. Inodora.
Conduzco un viernes a las diez de la noche con dos adolescentes por la carretera. Las llevo a la Cañada para una fiesta de halloween ectópica, cancelada y vuelta a convocar. Las niñas se disfrazan fuera de fecha, tenían su outfit de Michael Jackson pidiendo paso en una bolsa y nadie ha elegido zombie ni pintura roja, que sería lo suyo, por un pudor que pide más bien universos remotos a la muerte.
La noche es cerrada, no hay alertas meteorológicas, pero no puedo evitar que mi fantasía golpee contra el parabrisas y se me plante una embestida de agua furiosa contra la chapa. Es mi cabeza, no es real, pero bordeo el pánico al comprobar que no sabría dónde encaramarme con las niñas. Siento el frío de la desprotección. Me pregunto si todos los valencianos estamos en este frío.
Una amiga me hablaba estos días de llevar un martillo en el coche. Otra se ha instruido sobre la palanca del capó que lo abre desde dentro.
Caigo en la cuenta de que, en el futuro, nadie va a sentirse avisado con tiempo, que todos miraremos maniáticamente las alertas de la Aemet y que cada uno debe contar consigo mismo para cubrirse.
El daño en la confianza no se retira con una pala.
La huella más terrible de estos días no es la muesca que ha dejado el barro en las paredes, sino la muesca de una idea fría como un filo: ¿acaso nadie nos protege?
Todo el mundo apela estos días a Lo imposible, la cinta sobre el tsunami que mantiene a Naomi Watts durante todo el metraje con el pelo pegado a la cara y los huesos tronchados. Anoche, elegimos La guerra de los mundos para entrenar nuestros sentidos al caos. Habíamos visto los jeep del ejército con altavoces cruzando Paiporta y nos sacudió la estampa. ¿Qué queremos? Queremos ver padres que atraviesan mundos patas arriba para poner a salvo a sus hijos: necesitamos ver el éxito de esa empresa.
Sin embargo, la peli que no se me quita de la cabeza es Don´t look up, la fábula en la que se anuncia un desastre natural por el impacto de un meteorito y los científicos son ignorados, dejados de lado por una caterva de políticos vanidosos y despreciativos.
El descrédito de los expertos parece el fin de la civilización, ¿estamos ya en esa peli?
Bajo al súper después de pasar dos horas largas estrellándome en mi despacho con las tareas que no puedo completar; mi cerebro está averiado y hacer de reponedora es una misión óptima a mi alcance. Necesito una misión. Todos necesitamos instrucciones marciales estos días, misiones concretas, abarcables. Nutrir a mi pequeño perímetro de amor me repara y lleno un carro hasta arriba, sin filtro, como si preparase una fiesta. Alcanzo la caja en el momento en que se va a producir una parada de diez minutos por las víctimas de la Dana y la cajera me lo anuncia con timidez, pero ya lo han dicho por megafonía.
La chica es nueva, como todas las cajeras lo son estos días, y me sacude un escalofrío al preguntarme por las caras conocidas de este súper que visito cada semana.
Le digo que sí, que por supuesto. Es una joven rellenita y dulce e insiste en terminar de pasarme la compra aunque estemos parados, pero me niego y le añado una pequeña chapa sobre la importancia de parar, sobre la locura de mundo acelerado que nos enferma.
Apagan la megafonía. La cajera se gira como todos hacia el vacío y baja las manos. Empieza la pausa que no impide a los nuevos clientes seguir entrando y poner cara de extrañeza al vernos. Somos figuras de cera, de stop motion, los dos panaderos han brotado desde atrás del mostrador con sus gorros de algodón y uno de ellos charla cariñosamente con una clienta. Bajan la voz.
Es fácil contagiarse del silencio. Del respeto. Me gusta comprobar que podemos nutrirnos de los pequeños gestos y que no sea tan difícil activar un ritual que acaricia. Que tapona cierta hemorragia, cierta pérdida. Aún no somos del todo máquinas, me digo. La inteligencia natural puede hallarse todavía entre tanta IA.
Observo a la empleada de los cosméticos, que lleva un maquillaje aparatoso y la afea, le imprime una expresión grotesca que la aleja del duelo. Detrás de mí, oigo al guarda de seguridad que explica a una clienta nueva lo de los 10 minutos, pero se expresa mal y dice que será de 12 a 10 (en vez de 10 minutos a las 12). El pequeño malentendido se deshace pronto, pero todos podemos ver cómo la chica coge un carrito y atraviesa la tienda con frenesí, es la imagen del desacato, de nosotros mismos hace un instante. Yo misma sentí la tentación de pasar de todo, de seguir metida en mi disociación continua respecto a lo urgente y lo esencial, ¿y si lo urgente fuera cancelar lo urgente?
Esto nos nutre, nos sana, pero cuesta salir de la desconexión, de la impericia absoluta en la pausa: no saber parar a tiempo nos ha traído más de doscientos muertos.
Vuelvo a fijarme en la nueva cajera y veo qué está llorando y siento que he acertado de pleno al resistirme a que me cobrara rápido. Cualquiera puede guardar una historia difícil estos días bajo el rímel corrido de las pestañas.
Gradúo mi sensibilidad como puedo y decido ponerme a dieta, atender tan solo lo que pueda procesar sin peligro. El ser humano es dual y puede alcanzar lo más sublime y lo más canalla. Estos días hay ejemplos por todas partes de este ying y este yang.
Quien sea menos poeta que camine sin filtro, yo estoy más cerca de Pizarnick y no sé mirar una flor sin pulverizarme los ojos. ¿Por qué insistimos en vivir como si no fuéramos tan frágiles?, dice Bob Pop en la radio. Yo me pido a mí misma no desatender el enfoque. Cuidarme. El mundo se ha vuelto un avión averiado y debo ajustarme la mascarilla antes de volverme hacia los niños y ponerles la suya.
Una emoción desordenada, ¿qué significa ser de aquí? De Valencia, del país, de Europa, del mundo. Paiporta me parece bonita a pesar del fango. He visto ángulos singulares de la iglesia, las palmeras de la plaza, la luz rebotando en las fachadas. Me he preguntado por qué no vendría antes a conocer este sitio.
Supongo que, a esas alturas del día, entre el cansancio y la hipoglucemia, se me habría ido la olla. Que sería capaz de encontrar belleza hasta en el infierno, si eso me puede a salvar de aquello a lo que no sé dar un nombre.
El voluntarismo es un poco histérico, al menos el mío. Pero embellece la tragedia. Aquí hemos visto a humanos de todas las razas y culturas arrimar el hombro estos días, gente sin papeles haciendo más patria que los que tienen partida de nacimiento nacional. Un tipo que limpiaba su moto con delectación nos ha impresionado, porque le rodeaban extraños que habían venido de lejos a limpiar su misma calle.
Ya va sabiéndose lo que sobra y lo que falta: necesitamos perchas, dice un cartel entre las pequeñas colinas de ropa. En un cartón encajado sobre un atril se lee: hay pasta, leche, pañales de todas edades. El dinero está abolido aquí, todo parece una tienda pero no lo es, y me da ternura pensar que también en el 36, los pueblos de Aragón vivieron así su sueño anarquista.
Nuestros pijamas blancos actúan como reclamo y la labor más útil se revela por las calles, a demanda. El conductor de un tractor se detiene al vernos y nos pide algo para la contractura muscular. Está causando atasco, pero no le importa. Es muy obvio que se ansia por un diazepam. Antes de que me quiera dar cuenta, una mano zarpa me ha arrebatado la caja de diez. Nos reímos. Le hemos advertido de que no conduzca, pero nos da risa nuestra cara de prospecto: las precauciones han saltado por los aires en este mundo marrón. La próxima vez no llevaré una bolsa de golosinas psiquiátricas, sino un mini bar con ruedas. Un chaval que empuja un carrito se acerca entonces a preguntar por la placa que le prometieron a su padre, de 74 años, que se ha roto el húmero y tiene el brazo muy negro. Otro joven, al verme, pide algo para dormir, “aunque solo sea esta noche”. Entrego. Anoto. Conecto con el traumatólogo.
Nos topamos con un corrillo de voluntarias coqueteando con un manojo de militares. Ternura. Nuevos rodeos, nueva fuerza para subir las rodillas a cada paso. Creo que me quedo bizca de tanto que miro al suelo. De pronto subo los ojos y capto una bolsa de Consum colgada de una cuerda, la bolsa-cuerda. La supervivencia de alguna abuela con movilidad reducida o simple pánico a resbalar aquí abajo.
La inmortalizo. Absorbe toda la narrativa de estos días: el talento de nuestro pueblo para improvisar, la eficiencia sencilla de las ideas a pie de calle, sin algoritmos ni sofisticaciones implacables.
Barricadas hechas de vida doméstica. Pilas de libros entre las colinas de enseres que serán triturados, un ejemplar de El jueves, la revista que sale los miércoles, un peluche colocado por alguien en el capó de un coche (siempre hay un peluche en las catástrofes). Recorremos calles enteras con estas cordilleras matéricas en medio y es agotador el esfuerzo que requiere deshumanizar tanto objeto. Privarlo del apego.
Mirar su muerte por ahogo con ojos muertos.
¿Era basura todo esto antes de ser basura? Me pregunto qué cosa es aquello que nos rodea antes de que una lengua de barro se lo lleve en un instante, ¿solo entonces nos duele su pérdida?
Ninguno de estos objetos es mío pero pudo serlo y es difícil desligarlos de un relato íntimo, ¿dónde se lleva el fango nuestro relato íntimo?, ¿kilómetros más allá?, ¿hasta el fondo de la Albufera? Me pregunto por qué vivimos entre tanta basura, cómo los estratos del recuerdo nos van enterrando sin que nos demos cuenta, cómo se cancela el diálogo que merecen estos fetiches y por qué es sólo con su pérdida cuando nos sabemos suyos.
Despierta mucho pudor este espectáculo. Décadas de vida que dejan una estela sólida, apta para terminar un día expuesta en la calle, sin dueño, sin compasión. Acumuladores del mundo: estamos en duelo. La Dana lo arrebata todo, el envoltorio y lo de dentro. Estas pilas de cosas son la piel desechada de los hogares: nos dicen que no basta con una casa, se necesita un hogar para sentir abrigo.
Aprendo aquí que las cosas no son cosas, son más bien sostén, asidero. Remiten a una vida normal, una vida poblada. Yo misma, que no puedo ni deshacerme de libros que no leeré, de ropa en la que ya no quepo, ¿qué estoy esperando para hablarle de verdad a mis posesiones?, ¿otra Dana?
Lo único que sé es que la próxima riada nos volverá a encontrar en un remolino de objetos. Toallas, trapos. Un futbolín cojo. Un trofeo de fútbol. Un peluche que alguien caritativo volverá a hallar en un charco y subirá a la chapa de un coche para que se seque.
Más allá de los coches amontonados y las paredes reventadas, quiero pescar destellos de esperanza. Una fachada coqueta pintada de azul, con matas de jazmín intactas y enrejado blanco. Azulejos tradicionales que ya ha dado tiempo a lucir. Un primer piso en el que una abuela tiende su colada y no veo lo que ven sus ojos. Una camiseta del Valencia hallada y clavada en una pared, con cinta americana, un tanque verde oliva con nuestra bandera. Comestibles Amparo.
Unas naranjas intactas frente al barranco.
Los pinos centenarios que han resistido en la orilla. En un salón, atrapo la foto de boda en blanco y negro de los patriarcas, y en un portal: las zapatillas del Valencia de un padre sentado a la puerta, junto a su pequeño, cuyos ojos no tienen espanto.