Las consecuencias del paso de la Dana en la Comunitat Valenciana llenaron las páginas de los diarios y las noticias de los telediarios. Imágenes de amasijos de coches, calles inundadas de agua y lodo, y ciudadanos desolados por las pérdidas personales y materiales. Y la respuesta fue unánime: voluntarios de todas partes se movilizaron para ayudar. Una mano altruista que dio fuerzas a las personas de los municipios afectados y que encaminó la reconstrucción
VALÈNCIA. Una mujer se deshace en lágrimas al cruzar el puente de la Solidaridad. El llanto le impide alzar su voz tanto como ella quisiera para hacer llegar sus palabras más lejos, pero, aun así, logra pronunciar un «gracias» que escuchan quienes pasan a su alrededor. Personas de todas las edades ataviadas con ropas viejas salpicadas de barro, con los tobillos protegidos por bolsas de plástico o botas de agua cuyo color es difícil de distinguir. Algunos llevan EPI y la gran mayoría escobas y haraganes. Su marido, cargado con una bolsa, le ayuda a seguir caminando no sin cierta dificultad. En sentido inverso, un desfile de rostros cansados, algunos aún cubiertos por una mascarilla, regresan a València. Allí se ducharán, pondrán sus prendas a remojo y limpiarán sus botas. No será la última vez que se enfundarán esas prendas para mezclarse con los vecinos de las localidades afectadas por la Dana y poner sus manos y sus recursos a su disposición. Lo hicieron al poco de conocer la tragedia y lo harán hasta que su ayuda no sea necesaria. «Estamos con vosotros», le dice una joven.
La población no tardó en movilizarse al conocer la noticia, y su ayuda fue vital en las primeras horas, cuando los vecinos se sentían desangelados por las administraciones. «Al día siguiente amanecimos solos. La calle estaba en silencio. Los vecinos que sobrevivimos a aquella noche nos abrazamos —relata Julio Vicente—. No entiendo por qué nadie vino antes; la primera ayuda que recibimos fue el miércoles, gente trayendo comida». Vive en Paiporta, aunque su sudadera de la Universidad de Salamanca delata que es charro. Su casa fue arrasada por la fuerza del agua y su mujer falleció aquella noche. A dos metros sobre el suelo, impresa en la pared, se intuye la línea que marca la altura hasta la que llegó el agua. Lo ha perdido todo. Unos jóvenes le ayudaron a quitar todos los enseres cubiertos de lodo. Se siente solo, pero agradecido: «Es hermoso que vengan personas de todas las partes de España para ayudarnos; sin ellos no podríamos haber tenido la fuerza de seguir hacia adelante».
«Era un pueblo fantasma, no había nadie y el paisaje era desolador», comenta Lucía Cao sobre aquellos tres primeros días en Paiporta. Pronto se percataron de que no era así: «Nos teníamos a nosotros, al pueblo». Así fue. Vecinos que prácticamente no se conocían tejieron una red para «ir cubriendo las necesidades según iban surgiendo». Primero agua y comida, luego botas y más adelante productos de limpieza. Miguel Ángel, ingeniero de telecomunicaciones de profesión, se ha volcado en ayudar a sus vecinos. «Mi empresa —teletrabaja— ha sido muy comprensiva. Me dijeron que me ayudarían en lo que necesitara, y lo único que les he pedido es tiempo para ayudar a mi pueblo», comenta. Así lo hace. Su garaje, ya limpio, es un almacén en el que guarda juguetes y libros de una guardería, botes de detergente —muy necesario en esta nueva etapa— y otros productos que reparte a quienes los necesitan. Incluso custodia unos muebles que han sido donados a una vecina que lo ha perdido todo. Los tendrá hasta que la casa se limpie y desinfecte.
Los vecinos se unieron, pero también encontraron la fuerza de los voluntarios. Personas que se acercaban a ellos para tenderles una mano «en lo que fuera» para, juntos, avanzar en las labores de limpieza. Quitar el agua, el barro... y desprenderse de recuerdos y objetos. Ha pasado más de un mes, pero ese apoyo se sigue sintiendo en las poblaciones, donde hoy el barro seco cubre aceras, carreteras, casas y vehículos. En algunos de ellos crece la hierba. Es la costra rojiza que ha quedado tras las lluvias torrenciales del 29 de octubre, que provocaron el desbordamiento del barranco del Poyo y del río Magro. Ha transcurrido un mes y las calles comienzan a tener alumbrado, están despejadas de enseres y el lodo comienza a desaparecer. El olor persiste y el polvo que se levanta al paso de los vehículos deja una neblina marrón en el ambiente. Sienten que nada cambia: «Parece el día de la marmota; limpias la calle y al día siguiente vuelve a estar sucia», comenta Miguel Ángel.
La vida en el pueblo ha cambiado. En la plaza, un grupo de payasos de Projecte Somriure ofrece una función para los más pequeños, que todavía no tienen clases. «Es una pequeña distracción para los niños», dice una madre. El descampado está repleto de coches que, en algunos casos, se elevan a una altura de cinco filas, y los comercios de su alrededor están cerrados o tienen otros usos. Un camión con pluma del Ayuntamiento de Jarafuel recoge una saca repleta de barro que un vecino ha dejado en su puerta. Se depositará en el vertedero. José Vicente Cuevas y Carlos Serra cada día realizan más de doscientos kilómetros para ayudar a los pueblos afectados. Antes de Paiporta estuvieron en L’Alcúdia y en Algemesí. «Todavía hay mucho por hacer, así que estaremos viniendo hasta que nuestra ayuda no sea necesaria», comentan.
El teléfono de Miguel Ángel no para de sonar: presta un grupo electrógeno, organiza la entrega de bocadillos en el IES La Sénia para los alumnos de Segundo de Bachillerato y se cerciora de que los voluntarios estén a las 14:00 horas repartiendo comida caliente en el punto acordado. Al otro lado del teléfono, personas que quieren ayudar. Una de ellas es María Roig: «Enseguida nos dimos cuenta de que era mucha gente queriendo ayudar, pero sin saber muy bien a dónde ir o cómo hacerlo. Los grupos de difusión han ayudado mucho». En esos canales de información, los voluntarios distribuyen y actualizan un documento Excel, en el que se van añadiendo las necesidades de la población en cada momento. La actividad no cesa y, cada día, se suma gente nueva para ofrecer sus servicios, como es el caso de fisioterapeutas, fontaneros, electricistas, peritos, psicólogos… «En cuestión de días, logramos movilizar una red de contacto con fisioterapeutas y su respuesta fue inmediata», comenta María Roig. Son ya muchos días limpiando el lodo de sus domicilios y ahora las necesidades han cambiado, enfatizando la salud física y psicológica o los trabajos de reparaciones en el hogar. Ayuda que se anuncia a través del móvil y por las vías tradicionales, pues son muchos los carteles que se ven ofreciendo dichos servicios.
Esos mensajes llegan hasta las poblaciones. Un joven repartidor entra en una tienda de pádel, aunque allí solo hay ropa donada. Le llegó el aviso de que necesitaban perchas y se las deja a Lucía Cao. Ha organizado las prendas por tallas y atiende a las personas. «Vecinos, voluntarios y cuerpos de seguridad entran con las ropas mojadas y llenas de barro buscando algo que ponerse para poder regresar a sus casas», comenta. Indignada por los bulos que corren, explica que «no hemos tirado ropa; la hemos organizado y puesto a disposición de quien la necesite». Lleva en la tienda casi desde el primer día y asegura que «estaré hasta que sea necesario, porque nos tenemos que ayudar todos». También se beneficia de esa ayuda, porque si no fuera por los voluntarios que reparten comida en diferentes puntos del pueblo «no tendría nada para comer caliente».
No es el único lugar que acoge iniciativas para ayudar a los vecinos. Un garaje con puertas de cartón se ha convertido en una ludoteca para menores de tres a siete años. La impulsó Yolanda Triveño, madre de Valentina, de cuatro años. «Los niños no pueden ir a clase y busqué una planta baja para que pudieran estar», comenta. Una vez localizado el lugar, contactó con su sobrina, Natalia, estudiante del grado superior en Educación Infantil, para que le ayudara. Pronto fueron más voluntarias. La ludoteca está concebida como un espacio de ocio infantil, «para que los pequeños puedan venir, relacionarse, estar juntos y despejarse». Yolanda explica que «las condiciones del local hacen que solo pueda haber un máximo de doce menores, por lo que hemos creado una aplicación para que los padres interesados se apunten». Son muchas las familias inscritas.
Las muestras de cariño hacia los voluntarios son numerosas. En una pared hay un «gracias voluntarios» escrito con barro, aunque también se lee en pancartas, lonas e incluso en hojas de libreta pegadas con celo. Una mujer limpia con una manguera una de ellas. El barro la había cubierto y apenas se podía leer. Es el agradecimiento de quienes han sido ayudados por personas que han empatizado con su realidad. La respuesta a la desgracia natural fue inminente. Los puentes se convirtieron en una autopista de gente que decidió ir hasta las zonas afectadas para ayudar. Lo hicieron a pie, con el barro hasta los tobillos y cargados con mochilas con alimentos, agua y todo aquello que consideraron oportuno. Avanzaban bajo la pregunta: «¿Puedo ayudar en algo?». Otros acudían a la hora acordada a través de algún grupo de WhatsApp o Telegram. En muchos casos lo hicieron antes de la llegada de los cuerpos más especializados.
Los primeros días, las labores se centraron en la limpieza y retirada de enseres. «Fuimos a Alfafar a ayudar desde los primeros días. Con los muebles creamos una especie de piscina para no tirar nada al alcantarillado», comentan Daniel Rodríguez e Iván Calatayud, de veinte años. Fue uno de los primeros aprendizajes para evitar un posible colapso de la red de saneamiento. Ahora retiran el agua de una nave junto a sus compañeros del CIPFP de Cheste del grado de Emergencias y Protección Civil. «La estamos saneando para que pueda servir de almacenamiento para el Ayuntamiento de Paiporta», detallan. La prioridad es recuperar la vuelta a la normalidad.
La ayuda fue masiva. No hay más que recordar las colas de voluntarios en la Ciudad de las Artes y las Ciencias para subir a uno de los autobuses fletados por la Generalitat Valenciana para llevar a los voluntarios a las zonas más damnificadas. La imagen dio la vuelta al mundo: diez mil personas esperando a poder subir a uno de ellos. «Si pasara en nuestro pueblo también querríamos que nos ayudaran. No es que queramos el favor de vuelta, sino que nos podría pasar a cualquiera», comenta Érika López, de Barcelona. Según Javier Serrano, experto en redes de participación del departamento de Geografía Humana de la Universitat de València, se estima que entre 45.000 y 50.000 voluntarios y voluntarias se desplazaron en los primeros días hasta las poblaciones de la 'zona cero' de la Dana de Valencia.
Verse en un espejo movilizó a muchas personas. «La conciencia de que eres parte de una sociedad y aportas lo que puedes es lo que ha llevado a muchas personas a buscar la manera de entrar en las localidades por sus propios medios», comenta Arantxa Grau, socióloga y profesora del departamento de Sociología y Antropología social de la Universitat de València. En su opinión no quiere hablar de voluntariado sino de «apoyo mutuo», y enfatiza que «esa respuesta de la gente joven ha hecho que la idea social que se tenía de ellos se transforme». Asimismo, destaca que «es una oportunidad para fortalecer el poso comunitario».
«Estamos abrumados por la ayuda, no damos a basto, tanto por las donaciones como por la mano de obra, que ha sido fundamental para limpiar las casas, los bajos y los garajes», comenta Isidro José Montero. Es policía nacional destinado en Pamplona, pero, ahora, se encarga de organizar uno de los puntos de recogida de alimentos de Paiporta. La gente hace cola donde hace algo más de un mes paseaban con normalidad. En su caso prefirió retirar los enseres en soledad: «Todo lo que estaba en el trastero lo he perdido, como mi colección de más de trescientos libros, las cartas de amor de mi primera novia… He puesto algunas fotos con arroz a ver si puedo salvarlas». Al hablar sobre la situación no puede ocultar su malestar: «Había capacidad operativa para poder actuar, pero al tener el nivel 2 de Emergencia no se pudo».
Las autoridades no llegaron, pero sí la población, que vino de otros puntos de España e, incluso, del extranjero. Coral y sus amigas son de Cunit (Tarragona): «Al conocer la noticia nos organizamos para reunir comida, ropa… Fue tal la respuesta ciudadana que el coche se nos quedó pequeño. Una empresa nos prestó una furgoneta y fuimos para Picanya». En aquellos días las calles todavía estaban llenas de lodo y cortadas por amasijos de coches. La joven recuerda cómo «la gente lloraba y nos daba las gracias». No fue su único viaje, volvieron al ver que «había mucho por hacer». En uno de esos viajes, organizaron la ropa del polideportivo de Picanya, que estaba en montones y desordenada. «Nos dimos cuenta de que había muchas manos, pero poca organización, así que nos pusimos en esa tarea». Esa «desorganización» se repite en el testimonio de muchas personas que ofrecieron su ayuda. «La gente iba perdida porque no sabía qué hacer».
Esa falta de coordinación —y formación— también dificultaba avanzar en las labores de casas, negocios o garajes. Voluntarios sin experiencia, pero con mucho ímpetu, hacían la labor que deberían haber hecho los equipos de emergencia. Llenaban capazos paleando el lodazal del suelo e incluso limpiaban sin mascarillas, algo peligroso teniendo en cuenta que, en algunos lugares, como garajes, podía haber metano. «No teníamos maquinaria, pero sí manos, y con ellas sacábamos el fango de las casas y lo poníamos en cubos o carretas», explican David e Israel de Alicante, de 43 y 35 años respectivamente. Han regresado a las zonas afectadas en varias ocasiones. Tienen la lección aprendida: se calzan unas botas de agua y se enfundan unos EPI. Van a limpiar un garaje y seguro que dispondrán de una Karcher, máquina que se ha convertido en un habitual en estos municipios. Ahora los voluntarios trabajan junto a los bomberos, la UME u otros servicios de emergencia y seguridad para que la ayuda llegue a quien de verdad la necesita y no haya incidentes.
Pasado un mes, el volumen de voluntarios ha bajado, pero todavía los hay, especialmente en fin de semana y festivos. Algunos incluso son ya parte de esa población que vive al otro lado del puente. «Vinimos tres amigos a ayudar y al regresar a Madrid sentí que aquel no era mi lugar, así que regresé y hasta hoy —lleva más de un mes—. Me iré cuando mi ayuda no haga más falta», cuenta Óscar García, de Leganés. Los primeros días durmió donde pudo hasta que encontró el Polideportivo Municipal de Sedaví. Junto a otros voluntarios ha convertido este espacio en su hogar. Duermen en las salas superiores con colchones prestados, comen de lata y hacen terapia entre ellos. «No es fácil estar lejos de tu familia», justifica. Son una familia. Ayudan al pueblo, limpian las instalaciones y son los responsables del banco de alimentos y de ropa de Sedaví. «Cuando vinimos estaba todo hecho un desastre», comenta Óscar. Impresiona ver los asientos de las gradas ocupadas por montones de ropa distribuida en tallas y la pista del pabellón repleta de alimentos, organizados por tipo y fecha de caducidad.
Los días son más cortos y la falta de alumbrado público deja las calles vacías. Muchos voluntarios regresan a casa antes de que anochezca. Ellos regresan al polideportivo. Vinieron con lo puesto para ayudar unos días y se quedaron más tiempo. «Metí todo en un trastero, cogí unas botas de agua y dos monos de trabajo y me vine», cuenta Álvaro de Salamanca. Es mago —pertenece a la Fundación Abracadabra—, faceta que combina con la de limpiar casas y bajos de lodo: «No te puedes imaginar cuánto barro he comido estos días, pero si puedo sacar una sonrisa a alguien, me quedo con eso». No tiene billete de vuelta, como tampoco lo tiene Alejandra García García. Vino tras conocer que su abuelo había fallecido en la riada y se quedó para ayudar. «No solo limpiamos lo que nos dicen, también escuchamos y repartimos alegría aunque estemos cansados», comenta la madrileña. Es psicóloga y su papel estos días es fundamental. También reciben el cariño de la gente: «Abren la puerta de su casa para que ayudemos, pero realmente nos ayudan a nosotros».
Saben que queda mucho camino por recorrer para que los municipios vuelvan a la normalidad. «No podía estar de brazos cruzados viendo las imágenes en televisión. Tenía que actuar», comenta Neizan Ortega de Barcelona. Regresó, al igual que otros compañeros y muchas más personas voluntarias. «La gente debe venir, aún hay mucho por hacer y no nos podemos olvidar de ellos», dicen. Precisamente esa es la súplica de la población afectada: «Por favor, que no nos olviden, que sigan ayudándonos, porque los necesitamos». Desde el primer día fueron sus aliados y los necesitan para seguir adelante y reconstruir su pueblo y sus vidas. El canto es rotundo: «Solo el pueblo salva al pueblo».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza
La respuesta de miles de personas ante los efectos de la Dana del pasado 29 de octubre, que se produjo antes incluso que la de la Administración, está siendo de tal envergadura que en la revista Plaza lo tuvimos muy claro: esos voluntarios debían ser nombrados nuestra Persona del año 2024. Además, en este número, analizamos cómo en Alemania vivieron una situación similar a la de Valencia con el desbordamiento del río Ahr en 2021, un hecho del que se pueden sacar algunas ideas para la reconstrucción valenciana; descubrimos la obra del artista alemán Ignacio Uriarte, y conocemos cómo Paqui descubrió su vocación a raíz de la pandemia, entre otros temas