Puede que ustedes no lo recuerden, pero hubo un tiempo en el que la izquierda gobernaba no sólo la Generalitat Valenciana, sino dos de las tres diputaciones provinciales y la mayoría de las grandes ciudades de la Comunitat Valenciana. Un pasado ya remoto, que se difumina como lágrimas en la lluvia, en el que había dirigentes socialistas y de Compromís que gestionaban instituciones al más alto nivel, y cargos de Unidas Podemos con mando en plaza.
Todo eso se acabó en el pasado mes de mayo, con unos resultados electorales tan claros como desprovistos de épica, que certificaron un final abrupto para los años del Botànic: adiós a la Generalitat Valenciana, adiós a las alcaldías de València y Castellón y a las respectivas diputaciones provinciales (en este último caso, merced a la consumada habilidad del PSPV para enajenarse el apoyo de Jorge Rodríguez y su agrupación de La Vall, tanto cuando le dejaron a los pies de los caballos tras su imputación como cuando consideraron que no hacía falta disculpa o acto de contricción alguno y que La Vall ens Uneix votaría al candidato socialista, Carlos Fernández Bielsa, por decreto). A partir de entonces, llegó el difícil momento de gestionar la derrota y acostumbrarse a volver a la oposición.
Y hay que decir que tanto PSPV como Compromís han sabido volver a su labor de oposición como si tal cosa; como si los años en el gobierno no hubieran hecho mella en su ánimo. Cosa curiosa esta, porque lo normal es que cuando se pierde el Gobierno, sobre todo si se pierde de manera imprevista, cueste recomponerse. Pero, por desgracia para los partidos de oposición, en este caso la facilidad para asumir el traje de la oposición no es una buena noticia, aunque sólo sea porque la última vez (1995) tardaron veinte años en volver.
No, el problema, más bien, es que, así como el PP ha asumido con mucha naturalidad y empaque su vuelta al poder (también en lo malo: en las cosas que finalmente erosionaron su credibilidad y su base electoral y les llevaron a la derrota), también el PSPV parece muy cómodo en su labor de plácida oposición, sin preocuparse por constituir una auténtica alternativa, ensimismados en las cuitas internas por controlar el partido. En este sentido, el proyectado congreso del PSPV parece que congregará todos los clásicos de estas ocasiones: familias, luchas intestinas, candidatos con carisma inexistente, y un ilusionante proyecto pensado para seguir en la oposición. Así será, porque ha pasado muy poco tiempo desde la derrota, porque ésta, además, fue clara y no parece fácil revertirla en cuatro años, pero sobre todo porque los planteamientos del congreso tienen poco o nada que ver con proyectos programáticos o alternativas políticas y mucho con quién manda y quién colocará a qué familias en lo que quede para repartir.
Por ese motivo, parece que la candidata llamémosla "oficialista", Diana Morant, parte con ventaja, dado que cuenta con el apoyo de los que han mandado en el PSPV hasta la fecha y del líder máximo del PSOE, Pedro Sánchez, El Perrosanxe, presidente del Gobierno. Sin embargo, conviene no sobreestimar el valor de estos apoyos en un partido históricamente acostumbrado a procesos congresuales de gran complejidad, en donde los apoyos van y vienen y hay que estar dispuesto a pactar con el diablo no como último recurso para ganar, sino para casi como entrenamiento: primero pactas con el diablo y cuando ya estés acostumbrado a ese endiablado nivel de negociación ya puedes asomarte a un congreso del PSPV.
Naturalmente, los otros dos candidatos, Alejandro Soler y Carlos Fernández Bielsa (el primero ya ha anunciado que se presentará y el segundo amaga con hacerlo), están lejos de representar la ilusión rupturista o subversiva contra la candidata del aparato: bien al contrario, su apuesta se basa -igual que la de la candidata del aparato- en lograr controlar suficientes delegados de sus respectivos territorios para aprovechar la oportunidad que pueda presentarse en la negociación; en especial, si ambos acaban por aliarse, dado que las posibilidades de Bielsa han quedado malheridas tras su épico fracaso perdiendo la Diputación de Valencia. Y no sólo porque ésta es la única institución de importancia que podría haber seguido en manos de la izquierda, sino porque, en manos de Bielsa, cómo decirlo, ... ¡Mucho presupuesto disponible para captar talento en la sociedad, sin que ser, además de talentoso, militante del PSPV, constituyera atributo o mérito preferencial alguno!
Gane quien gane, no parece que ninguna candidatura vaya a suscitar una pasión arrebatadora en el electorado. Y la cosa tampoco va de eso, porque en el PSPV no se recuperó la Generalitat o la alcaldía de València en 2015 merced a sus propios méritos o los de sus candidatos. De hecho, tanto Ximo Puig como Joan Calabuig obtuvieron, respectivamente, los peores resultados de la historia del PSPV en las Cortes Valencianas y ayuntamiento de València. Lograron formar Gobierno por dos motivos: en primer lugar, por la debacle del PP, a todos los niveles, en un grado que es difícil pensar que pueda reproducirse tras sólo cuatro años en el Gobierno. Y, en segundo lugar, gracias a la pujanza de Compromís, que casi empató con ellos en la Generalitat y les ganó claramente en València, y a la aparición de Podemos; ambos, representantes de un votante insatisfecho con los partidos y la política clásica.
Ahora, ese momentum efervescente de la izquierda no existe, y es difícil saber si volverá, o cuándo. Pero lo que está clarísimo es que los procesos congresuales del PSPV y los candidatos que acaban saliendo de ahí hace muchos años que no son la respuesta, per se, para recuperar el poder. Como mucho, sirven para dos cosas: para entretener a los periodistas y el público más politizado y, después, para administrar tranquilamente los años de oposición en favor de las familias del PSPV que hayan tenido la fortuna o habilidad de apostar por el candidato adecuado. Conectar con los votantes, concitar voluntades políticas, crear un proyecto ilusionante y darle la vuelta a la tortilla en las urnas, todo eso, ya para otra legislatura, si eso.