Un shiboleth es una palabra, o modo de pronunciarla o de empuñar los fonemas que la componen que, por sus particularidades, nos da pistas sobre el origen social o regional de una persona o grupo. Por ejemplo, hay muchos colectivos que se han reconocido o identificado a lo largo de la Historia en situaciones de crisis por su capacidad o no para pronunciar de alguna manera algunas palabras concretas y que, de este modo, han podido salvarse dando cobijo y protección a quien, en un entorno hostil, así se había revelado como del colectivo perseguido. Con todo, un shiboleth, como pasa muchas veces en esta vida, puede usarse también, en sentido contrario, para identificar a los enemigos, a los que no son del grupo, y actuar en consecuencia. Basta para ello que sean los de fuera los que sepan y tengan claro qué términos o particulares formas de pronunciarlos identifican al otro.
Algo parecido ocurre entre nosotros con el término País Valencià e, incluso en mayor medida, con su equivalente en castellano: País Valenciano. Todos sabemos que quien lo usa y emplea con naturalidad para referirse a lo que en terminología oficial se llama en la actualidad Comunitat Valenciana está de alguna manera revelando con ello su pertenencia a una manera de leer, ver, entender y sentir cómo somos, convivimos, colaboramos y nos identificamos a nosotros mismos los valencianos. Sirve para poner de manifiesto rasgos comunes y valores compartidos, con cierta inmediatez, entre quienes la empleamos. Y, sobre todo, sirve para que cuando alguien la emplea en público esté realizando una determinada afirmación de éstos, de la que todos los demás toman nota.
Toman nota, y no siempre para bien. El término, aunque en su origen era compartido por la sociedad valenciana, tanto progresista como conservadora, con más conciencia propia y que por ello aglutinó en torno al mismo a casi todas las fuerzas políticas y movimientos sociales contrarios a la dictadura franquista que exigían mayor autogobierno, pronto pasó a ser central en la batalla política entre izquierdas y derechas valencianas y, correlativamente (aunque no con una traslación exacta respecto de estos bloques), también entre quienes querían un mayor grado de autodeterminación política para el, perdón, País Valenciano y quienes preferían, en cambio, un modelo de subordinación a lo que se decida y haga en Madrid, por eso de que hay que ofrendar glorias a España (cuantas más, mejor). Y ello hasta el punto de que en muy poco tiempo pasamos de que ésta fuera la denominación oficial del Consell Preautonòmic y, por supuesto, el nombre propuesto por el pacto de las fuerzas políticas valencianas (de izquierdas y derechas) que finalmente acordaron el Estatut de Benicàssim que sería el origen de nuestro actual texto estatutario, a que el Congreso de los Diputados rectificara unilateralmente el nombre de la cosa y nos impusiera otro (Comunidad Valenciana) del gusto de Alizana Popular, de la UCD y del PSOE estatales.
Pocos casos hay de entes de entidades políticas supuestamente autónomas a las que les impongan, e incluso rectifiquen, desde otro ámbito el nombre (o la bandera) que han pactado entre sus ciudadanos y representantes. Pero con la artillería mediática y la capacidad de construcción de consensos sociales y políticos que sabemos que tenemos por aquí, gracias al funcionamiento de nuestro entramado político, institucional y mediático, no sólo es posible sino que en poco tiempo ha pasado a ser el lugar de llegada de la nueva centralidad e identidad valencianas. Al final, por referirnos a un ejemplo más cercano en el tiempo, es el mismo mecanismo por el que en estos últimos días estamos asistiendo a cómo hasta Naciones Unidas y la Unión Europea nos ponen, en la estela de la impresionante campaña mediática correspondiente, al estadio Santiago Bernabéu como paradigma ejemplar de compromiso con los valores de lucha contra el racismo y a los dirigentes de Ultras Sur como los más significados y reconocidos sucesores de la obra del doctor Martin Luther King. Un fuego mediático graneado y constante de semejante calibre, pero de mucha más duración, ha convertido el empleo del término País Valenciano, a día de hoy, en algo que apenas si puede darse en público. Porque así se construyen los consensos. Especialmente, por aquí. Y así fue construido éste.
De modo que, en estos momentos, y tras cuarenta años de matraca, por mucho que el término fuera en su día el del consenso democrático antifranquista, por mucho que se haya mantenido en el preámbulo estatutario, por mucho que siga estando en la denominación de muchas organizaciones sociales y políticas valencianas, es cada vez más difícil escuchárselo, por ejemplo, a un político valenciano, y más aún si está pidiendo el voto. Ni siquiera en Compromís, a día de hoy, se atreven a hacerlo si están en la tele y pueden escucharles quienes no son del partido. Resulta mucho más fácil escuchar a Íñigo Errejón emplearlo con naturalidad que esperar que pueda salir de los labios pecadores, por ejemplo, de Joan Baldoví. Y no hace tanto tiempo que el PSPV, de la mano de Jorge Alarte, intentó cambiar el nombre del partido para eliminar la referencia al País Valenciano a que se refiere la parte final de las siglas. Hay que reconocer, al menos, a Ximo Puig y al resto de actuales dirigentes socialistas valencianos que, por mucho que sea verdad que tratan de hacer que pase lo más inadvertido posible, al menos lo han conservado. Aunque sea por vergüenza torera, o por respeto a su trayectoria y tradición, es de agradecer.
Sin embargo, y esto es lo que a mí me resulta más interesante, e incluso realmente emocionante, a pesar de su total exclusión desde hace décadas de la institucionalidad, del lenguaje político, de los documentos oficiales y, por supuesto, de la escuela, tras cuarenta años de borrado público, de cancelación constante e intensa, el término mantiene un inusitado vigor. Como shiboleth, quizás, y poco más, de acuerdo, en tanto que forma de pensarnos y nombrarnos de nicho, pero también exhibiendo una increíble resistencia. En la vida social todos nos encontramos a veces a quienes lo siguen usando con normalidad, escritores que osan engarzar las letras que componen ese nombre de lo que fuimos o canciones que lo enhebran entre sus notas. Como ocurre con todos los shiboleths, quienes formamos parte del grupo reconocemos en ese uso inmediatamente unos valores asociados. También sabemos que los que no nos nombran así van inmediatamente a mirar entre mal y muy mal a quienes así se exponen. Algo que, por lo demás, hace que tenga un valor especial y adicional a su empleo en público, más allá del ámbito privado. Que le añada emoción, resistencia y rebeldía.
Por esta razón, la idea de País Valenciano, el mismo término en sí, vehicula no sólo unos determinados valores políticos y sociales, sino también, de alguna manera, el de la resistencia de los mismos, contra viento y marea. Es extraordinaria, en realidad, esa pervivencia. O no, si entendemos que esa idea de país ni siquiera supone en su esencia ser de izquierdas, sino más bien aspirar a ser más iguales y solidarios; tampoco supone una glorificación de un terruño que todos sabemos que no es ni mejor ni peor que cualquier otro, sino poner en valor que es el nuestro y que nos toca por ello a nosotros convertirlo día a día en algo que sea cada vez un poco mejor y que sirva para acoger a todos quienes quieran venir y aclamarse a la cobertura de esa idea de construcción de país compartido, de convivencia y, paradójicamente, sí, de comunidad. Una país de todas y todos, resistente, de personas que no necesitan de grandes viajes, consumos ni lujos, sino de la ayuda de todos y todas para sacar adelante mejoras constantes que hagan que, a su vez, todos y todas tengamos las mayores posibilidades de poder disfrutar de la vida con derechos y garantías. En la medida en que estas ideas, pasadas de moda frente a una lógica capitalista que tienden a poner en valor, condonar y entender el el egoísmo individual y social como casi única guía, porque a la postre, nos dicen, es así como avanza el mundo, siempre habrán de subsistir y resistir mientras haya, y esperemos que eso no cambie, personas que se nieguen a abandonarlas se explica la lógica de resistencia asociada al término. Una suerte de rebeldía, de renuncia a ir con los que ganan por el mero hecho de que vayan a ganar siempre o casi siempre, a tener que aceptar que haya que subirse a los carros que dejan a tantos atrás, es lo que explica que, aun siendo casi innombrable, el País Valenciano siga sin desaparecer. Y hace que su mera pronunciación, a modo de shiboleth, implique la impúdica exhibición del deseo de que todos esos valores sigan dando la batalla y aspiren, incluso, a ganarla un día. O a ganar, al menos, alguna de ellas. Que ya es mucho.
En mi caso, de niño, la primera persona a la que escuché emplear el término con profusión perdió muchas batallas: contra la primera ley de extranjería, contra la permanencia en la OTAN o luchando por un anclaje más a la izquierda del país. Ayudó mucho, también, a ganar alguna otra, como la de la lucha contra la evasión fiscal de ciertas rentas del capital. Son esas pequeñas victorias las que dan sentido a la pervivencia del shiboleth y de sus muchos significados. Para mí y para tantos otros. Porque alcanzada una de ellas, por pequeña que sea, suele ser irreversible y nos acerca poco a poco a esa idea de país que, como nadie más la usa, a la postre, acaba siendo la idea de país por excelencia.
En días como hoy, donde los valencianos estamos llamados a las urnas para decidir cómo será gobernado, y de acuerdo con qué valores, esta comunidad de necesidades, intereses y ayudas mutuas que componemos los valencianos y valencianas, es imposible no acordarse de quienes así han luchado y resistido. Y ganado, un poquito, pero ganado, también, algunas veces (aunque no sea lo habitual). En mi caso, y como aprendí de quien no era ni siquiera originaria de aquí o valencianohablante, porque qué más dará eso (y cuán increíble es lo poco que entienden algo tan sencillo quienes no comprenden lo que implica el uso del término), sencillamente porque no, porque no se debe renunciar a lo que uno quiere y cree mejor, haciéndolo bien y como toca, aunque sea difícil, parezca casi imposible lograrlo y el camino se antoje larguísimo y cuesta arriba. No se renuncia. Ni a un País Valencià cada dia més lliure i sobirà, ni, por supuesto, al que fue el primer grito de guerra que creo haber escuchado a alguien realmente comprometido, porque, esperemos, un día, el País Valencià serà republicà.