A no ser que lleves un mes escondido bajo una piedra, es probable que te hayas dado cuenta de que en los medios que consultas, las redes sociales por las que transitas y las charlas junto a la máquina de café en las que participas se ha hecho hueco la ofensiva de Israel en Gaza. Los espeluznantes ataques contra la población palestina protagonizan telediarios, portadas, timelines y declaraciones institucionales. Se difunden infografías, imágenes impactantes, testimonios desgarradores. Un alma cándida podría pensar que por fin ha habido un despertar colectivo frente al cruel apartheid instalado en estos territorios durante décadas y que esa concienciación ha llegado para quedarse. Pero me temo que no. Aquí está el hada de la bajona y la decepción para avisaros de que, en unas semanas (podemos hacer una porra), toda esa angustia e indignación que sentimos se irán desvaneciendo y nos encontraremos hambrientos de nuevos asuntos con los que olvidarnos un rato de nuestra propia vida.
¿Será porque Israel se está encargando de dificultar todo lo posible la comunicación en Gaza para que el pueblo palestino no pueda relatar cómo están siendo asesinados día tras día y noche tras noche? Bueno, eso ayuda, claro. Pero el elemento esencial que nos hará entrar suavemente en fase de amnesia colectiva dentro de no tanto es, en realidad, el aburrimiento. La sed de una continua renovación de contenidos; el ansia por la llegada de otra tanda de conflictos que nos agite, pero que tampoco nos importe tanto como para dejarnos una huella duradera.
Más pronto de lo que pensamos, los niños palestinos muertos empezarán a parecerse demasiado unos a otros. Al final, la brutalidad se vuelve monótona para los ojos del espectador en este privilegiado rincón del mundo: unos escombros por aquí, una desesperación entre los civiles por allá, unas familias destrozadas, unos bombardeos televisados, un puñadito de víctimas con secuelas físicas y psicológicas que les perseguirán de por vida… Vista una masacre, vistas todas. También se asemejan una barbaridad las tibias declaraciones de “preocupación y tristeza” que lanzan solemnemente algunos líderes. “Solidaridad con las víctimas, ¡que viva la paz!”. Sus gramitos de equidistancia o directamente su apoyo decidido al ‘derecho de Israel a defenderse’ y pa’lante con la vida, que esas reuniones en Bruselas no van a celebrarse solas.
Ahora todavía estamos en la fase de horrorizarnos por asistir en directo a un genocidio. El recuento de difuntos y heridos nos pone los pelos de punta. Nos consterna el silencio, la indiferencia o la pasividad de la comunidad internacional. Pero tenemos desarrollada una asombrosa (e inquietante) capacidad para normalizar el horror: unos cuantos centenares de cadáveres más y formará ya parte de nuestra cotidianeidad.
La cadencia por la que la gran tragedia de hoy se convierte en la nota al pie de mañana ya nos la sabemos: los medios le irán dedicando menos tiempo y espacio, lanzaremos menos tuits y retuits sobre esa materia, las figuras públicas dejarán de pronunciarse al respecto y, poco a poco, irá desapareciendo de nuestras conversaciones e inquietudes. Lo de siempre, vaya.
Pero es que, ¿acaso no tenemos derecho al estímulo constante, a ser entretenidos con heterogéneas ‘últimas horas’ que nos conmuevan o nos perturben un poquillo? ¿Acaso no merecemos que se nos proporcione cada cierto tiempo una hornada de temas en los que fijarnos unos días hasta olvidarlos por completo y pasar a otra cosa, mariposa? ¿Acaso tras una agotadora jornada de duro trabajo no nos hemos ganado una sesión de scrolling lobotomizante, variadito y sorprendente? Desde estas líneas, reivindico una necesidad tan básica como poder exclamar de vez en cuando un fugaz “¡Qué horror, pobre gente!” antes de poner otra lavadora.
Lo importante es que siempre haya una nueva casilla de la ruleta de la actualidad (o una vieja, pero recuperada periódicamente) en la que caer. Un acontecimiento más llamativo, más escabroso, más estrambótico, crispante o perturbador. Un buen capazo de opiniones con un centímetro de profundidad esperando a ser lanzadas al mundo. Cuanto menos contexto y más declaraciones con gancho, muchísimo mejor para todos. ¡Es la economía de la atención, amigo!
La duda fundamental es qué aspecto tendrá el próximo asunto que se apodere de nuestro interés en los meses venideros. ¿Será una medida gubernamental pequeñísima que haga entrar en combustión espontánea al extremo centro patrio? ¿Quizás algún avance social con el que los tertulianos del apocalipsis pronostiquen la total debacle de Occidente? ¿Un desastre natural o una guerra en algún enclave geográfico cuyos supuestos expertos no sepan hoy por hoy situar en el mapa? ¿Habrá profetas clamando por las calles con una campana que se rompe España? ¿Nos pondremos a reproducir obsesivamente en redes y medios la enésima patochada calculada del dirigente sensacionalista y sin escrúpulos de turno, de modo que a) dejemos que marque nuestra agenda y b) desvíe la atención de otras acciones menos extravagantes pero mucho más dañinas? ¿Será un problema puntual y delimitado convertido en amenaza colectiva con la que aterrorizar a la población?
No lo sabemos, pero ahí reside precisamente la magia. Ahora tenemos los cadáveres gazatíes en primer plano, pero ante nosotros se abre todo un dinámico océano de posibilidades. ¿No es emocionante?