Pertenezco a la generación de quiénes éramos niños cuando se aprobó el Plan de Estabilización en 1959. Una España que todavía oscilaba entre el blanco y negro pero que en Gandia, mi ciudad natal, conseguía escapar de la mediocridad gracias a su Puerto. Aquel Grau convertido en el primer puerto frutero de España merced a los cítricos y a la red de ferrocarriles de vía estrecha que le unía con Dènia, Carcaixent y las áreas de regadío que bordeaban el tren cuando se dirigía hacia Alcoy. Un conjunto de infraestructuras que desembocaban en el recinto portuario de origen británico, rescatado por la administración franquista tras su inutilización, durante la Guerra Civil, por la aviación de aquel bando.
Era un resurgir lento que no impedía la persistencia de los bajos salarios, las jornadas semanales de 48 horas y, en el comercio citrícola, la acumulación de turnos, en ocasiones de 24 sobre 24 horas, cuando se avecinaba la Navidad y los países europeos esperaban las naranjas como un bien excepcional que adornaba las mesas, insuflando una atmósfera especial a las celebraciones festivas. Algo que también conocimos aquí cuando, primero en bote y después en su forma natural, contemplamos la llegada de las piñas y su conversión en fetiche navideño.
Iniciada la década de los 60 y con el aprendizaje de la lectura como base de nuestra primera educación, un nuevo sujeto contribuyó a desvanecer algunas de las brumas que aún nos ataban a aquel tiempo de silencio obligado. Un tiempo que acallaba las voces familiares cuando se rozaba algún asunto comprometido, como el protagonismo asumido durante los tiempos de la guerra. Quienes éramos hijos de republicanos nos acostumbramos a los susurros, a descifrar las medias palabras, a recoger y guardar en la memoria los escasos momentos de indiscreción que se escapaban de las voces adultas, por más que no acertáramos a disponer de un relato completo del que aflorara el elevado dramatismo de lo vivido por nuestros mayores.
Por el contrario, la modesta paga semanal, cuando se recibía, nos permitió acceder a aquel sujeto todavía desconocido por los más niños que, genéricamente, llamábamos tebeo. Navegamos por las aguas del TBO, El Capitán Trueno, El Jabato, Hazañas Bélicas y alcanzamos las orillas de aquel Francisco Ibáñez que parecía conocer todas las cartas náuticas de su profesión. Un Ibáñez que falleció hace unos días, tras recorrer un largo trayecto vital que le aproximó a varias generaciones. Quienes le encontramos en sus primeras etapas reforzamos la lectura con sus guiones y la sonrisa con aquellas viñetas que, tras el uso del color, decoró la vida que nos rodeaba. Al monopolio de la misa diaria y el discurso recio, recogido en la Formación del Espíritu Nacional, se le opuso una experiencia que no ponía límites a la imaginación, sino que la estimulaba en muy diversas direcciones.
La incitación a la fantasía, la ruptura de las rigideces, la ausencia de la prohibición como terreno más frecuente, tuvo en Paco Ibáñez un diligente activista. Unas sensaciones que, a medida que pasaba el tiempo y la paga familiar se ampliaba, permitió enlazar la cosecha recogida en sus tebeos con la obtenida de aquel cine que, pese a la censura, también se impregnaba del color y de emociones que nos mantenían sentados en duras butacas mientras se consumía la tarde de los domingos. Y, para alborozo de nuestros padres y del nuestro, en algún momento llegó la llamada semana inglesa, la semana laboral de 44 horas que permitía introducir el ocio familiar en las tardes del sábado.
Mientras compartíamos la alegría paterna, la de quienes seguíamos siendo niños se intensificaba con la impresionante colección de personajes que Ibáñez lograba imaginar. De este modo aprendimos a ser fieles seguidores de aquella surrealista pareja, conocida como Mortadelo y Filemón, que trabajaban para la TIA como agentes secretos. Unos personajes que, con la compañía del entrañable doctor Bacterio, satirizaban la saga de los 007 iniciada en 1962.
Los niños seguíamos creciendo y, ya alcanzado el umbral de la adolescencia, la pasión por los tebeos de Francisco Ibáñez no impidió que ampliáramos la frontera de nuestras lecturas. Se iniciaba el contraste con la letra sin dibujos, con la literatura convencional que despertaba al pequeño poeta que llevábamos dentro. Advino el destete de las viñetas y el apresamiento de historias con riego de sentimientos y aventuras. La biblioteca básica de 100 títulos, publicada por Salvat, con el patrocinio de RTVE, contribuyó a ello, depositando papel impreso de literatura, ciencia e historia en aquellas estanterías familiares donde, hasta ese momento, sólo descansaban horrendas porcelanas y recuerdos de primeras comuniones. Nuevos mundos de complicidades que, consolidados en el transcurso de la adolescencia, tropezaron con el descubrimiento de la voz de Jane Berkin, también fallecida recientemente, cuando cantaba “Je t’aime…moi non plus” junto a Serge Gainsbourg. Se completaba así un ciclo vital que, progresivamente, había hallado nuevos colores y luminosidades; un espacio que se internaba en las conciencias, abriendo espitas de libertad por más que les pesara a las grises nubes del franquismo en aquéllos sus últimos tiempos. Un espacio que cerraba el arco de la niñez a la juventud.
Recordar hoy a Francisco Ibáñez, además del reconocimiento a un creador de capacidades inabarcables, supone el regreso a una infancia que aspiró felicidad gracias a sus creaciones. Conlleva regresar a la Rue del Percebe, 13 y, en apenas una página, identificar esa amplia tribu de protagonistas que, pícaros los más, convencionales ninguno, se reinventaban cada semana al ritmo de unos chavales expectantes que corrían los sábados al quiosco para visitar aquella contraportada en la que Ibáñez les había domiciliado.