Ayer, a las siete de la mañana, entramos, mi perro Pancho y yo, en el Parque Ribalta. Tras la noche calurosa del sábado, este recinto mágico nos recibió sin brisas ni regalos. El calor era la madre de la gran zona verde castellonense. Pancho hizo pocas carreras, con la lengua colgando de su hocico, persiguiendo mínimas señales que marcan el paso de otros perros. Y, de repente, se tumbó plácidamente bajo la sombra de un gran pino canario. Estaba agotado y acalorado. Su mirada suplicaba misericordia. Esperé que descansara, pero comenzó a temblar, con esos movimientos rítmicos, graves, y apresurados que le vienen en momentos de tensión o en las semanas magdaleneras y falleras, con el disparo indiscriminado y tortuoso de cohetes y masclets.
Regresamos a casa enlazados, cargando a Pancho en mis brazos, sintiendo que el asfalto y las aceras emitían un calor inusual, y que sus pezuñas no soportaban. Es el cambio climático, iba diciéndole a mi perro. Ya sabes, mi Pancho, que vivimos en un tiempo jodido donde el termómetro ha enloquecido.
Yo pensaba en la tremenda granizada y tormenta que azotó Morella el pasado viernes. En el susto de un pueblo que vivió torrentes de agua y piedra en pocos minutos. Sigo pensando en el miedo, en el pánico de mi pequeño nieto Biel y su madre, Clara, que sufrieron esa tempestad en la carretera, en La Torreta, llegando a Morella. Pero, ya sabes mi Pancho, que en este pequeño país mediterráneo ahora nos gobiernan personajes que niegan el calentamiento del planeta. No va con ellos ni con ellas.
Mi abuela Pepica siempre dijo aquello de ‘María Amparo, estás en el mundo para que haya de todo’. Para ella, y para mi tío siempre he sido Mariamparo, sin poder evitarlo, y siempre me han perseguido por ser tremendamente despistada. Ayer, cuando iba a votar, no encontré mi DNI. Enloquecí. Busqué por todas partes y nada. Decidí buscar el pasaporte. Las cajas de tantas mudanzas son un tremendo laberinto físico y anímico.
Decidí sumergirme en esas montañas de cartón, sudando la ansiedad del momento. Juraba que en una caja marcada y ‘ordenada’ dormían mis documentos más personales. No la encontré. Además, pensé, que si me surgía un viaje imprevisto, deseado y rápido, no tenía pasaporte. Tras horas de angustia y sofoco de sudores y agonías, pensé, -tremendo-, que tenía un carnet de conducir. Lo hallé enseguida, en una de las varias bolsitas diminutas que habitan mis bolsos y que voy trasladando, sin mirar, de un bolso a otro.
En este veloz, precipitado y caluroso peregrinaje me detuve ante tantas bolsitas. Una de Palestina que guarda pastillas para casi todos los males, sobre todo, para la ansiedad. Otra, de Guatemala, regalo de mi querida morellana María Rallo, donde duermen diferentes tarjetas de empresas, restaurantes, amigas, y notas donde anotas aquello que interesa y que luego olvidas. Otra de las bolsitas perteneció a la estimada y añorada Conxa Dolz. Un regalo de mi querido Ximo Dolz. En este último bolsillo encontré mi carnet de conducir. Sorpresa. Caducado desde 2021. Cuando creí que expiraba este año.
Al final pude votar, con ese documento de movilidad caducado. Menos mal, porque nunca he dejado de votar, porque desde que acompañé a mi padre, hace unas cuantas décadas a un colegio electoral, tras la muerte del dictador Franco, entendí el gran significado de la libertad y el poder ciudadano. Aquellas emociones no las olvidaré nunca. Yo no pude votar en aquella ocasión por ser menor de edad. Me estrené en el Referéndum sobre la Constitución.
Desde aquel momento, en aquel barrio de viviendas militares de Madrid, junto al Puente de Segovia, entendí que los tiempos podían cambiar, que la dictadura podría desaparecer. Eran los sueños de una niña y una adolescente que sufrió la desigualdad y el clasismo de aquella clase militar, aquella ignominia que nos marcaba como hijas e hijos de suboficiales frente a los oficiales, hasta en las urgencias del hospital Gómez Ulla, donde tenían atención prioritaria los de mayor rango y galones. (Doy fe. Fui una niña inquieta, con constantes caídas, puntos de sutura y varias escayolas en mi infancia). Por no hablar de la pobre ‘tropa’ que eran la casta más baja de aquel estamento del poder franquista y de una ignominiosa asistencia sanitaria.
Con la democracia, bienvenida y santificada por la mayoría ciudadana, la clase militar experimentó una transformación increíble. Mi padre, eterno subteniente de Farmacia Militar, vivió el esperado ascenso a teniente. Mis vecinos, militares de cuarteles muy franquistas, también vivieron el beneficio salarial y de ascenso de escala. La feliz situación, no obstante, estaba ‘maldita’ porque quien consiguió tantos avances fue un ministro socialista, Narcís Serra. Y, la verdad, el barrio enloqueció. No era posible que un rojo hubiera mejorado la calidad de vida de los militares más vulnerables y de menor rango.
Mi barrio, asimismo, era la cuna de los Guerrilleros de Cristo Rey, de Fuerza Nueva, de sus persecuciones y sus asesinatos. Cuanto miedo, dolor y horror sufrimos en aquellos tiempos quienes éramos diferentes. Porque nos marcaban, nos humillaban, insultaban y nos agredían. Mi barrio, después, sufrió la brutal presencia de ETA, los coches bomba, la Policía Militar en los rellanos de las escaleras de las viviendas. La tensión, el miedo, el horror. De nuevo. Otro horror, dolor y demasiada tristeza.
Estos recuerdos surgen en el día de las Elecciones Generales. Surgen porque presiento, una vez más, aquel dolor, aquella angustia de no poder expresarnos libremente. Porque ha despertado aquel miedo a las desigualdades, a los decretos a dedo que derogaban los derechos ciudadanos.
Hace semanas que huele a ignominia, y no solo desde Vox. Es la derecha de siempre y su ultraderecha. Hemos vivido una campaña electoral alucinante, teniendo en cuenta que PPVox ya gobierna esta autonomía y, en breve, lo hará en el Ayuntamiento de Castelló, y de València.
Ayer, después de votar, comí con mi vecina. Compartimos un picadillo de tomate, pepino, pimiento rojo y verde, y cebolla. Todo troceado al mínimo. Y todo acompañado de unos cuatro lomos de merluza a la plancha, enfriada y picada. Impresionante. Todo regado con el mejor aceite de oliva virgen y un vinagre de jerez que corta el aliento. Asimismo rociamos la ensalada con pimienta recién molida y con sal de azafrán de la marca Carmencita, comprada en Morella. Un placer que nos hizo muy felices.
Para rematar una comida tocada de cierta melancolía, añadí una receta de mi querida amiga y colega Marisa Zaera, que subió la moral y las ilusiones. Latas de sardinas en aceite de oliva, latas de mejillones en escabeche, cebolla picada fina, el mejor aceite y una pizca del mejor vinagre. Todo triturado desde la ternura, aunque, ayer, lo hice desde el coraje que me ocupaba. Machaqué los ingredientes en el mortero de cerámica de toda la vida. Y estaba buenísimo. Comimos con coraje y toda la dignidad.
Tras el café, mi vecina volvió a sacar esas copas diminutas tan bellas, las mismas que guardaba mi abuela Pepica, aquellas miniaturas destinadas a las bebidas espirituales de las mujeres del siglo pasado. Y que las mujeres consumían repitiendo durante todo el día. Era preciso imprimir entusiasmo en el cuerpo y la mente para afrontar una vida de esclava, en el campo, en la huerta, y en la casa
Le digo a mi vecina que el día de ayer fue muy extraño. Nos dedicamos a contar nuestras vidas. Hijas y nietas del fascismo franquista. Compartimos vivencias que pueden regresar. Nos asustamos y nos abrazamos. Hablamos de nuestros hijos y de nuestros nietos. No queremos que vuelvan a vivir lo que nos acosó a nosotras, por ser mujeres y ser rojas.
Pasamos la tarde jugando al dominó, que nos encanta. Pero las dos no pudimos superar la tristeza y el dolor en nuestras miradas. Nos despedimos sin saber cómo se despertaría hoy este país.
Buena semana, buena suerte