Elijo la puerta para camillas y no se abre. Últimamente soy brusca, lo sé. Hay otra puerta automática más amplia y de doble hoja para el público general, pero me gusta atajar por ésta y retarla. Dialogamos cada mañana. Un cartel en la luna deslizable advierte “uso exclusivo para camillas” pero yo desobedezco. Juega conmigo y me gana siempre. A veces se abre enseguida cuando no lo espero, a veces estoy punto de estamparme contra ella. Estos meses he aprendido a no lanzarme en seco porque me pide frenar desde el porche de ambulancias, incluirla, pensar en ella. Si me anticipo y la saludo o la miro despacio desde el parking ella cede y se desliza solícita, elegante; una puerta que lee mi estado de ánimo me dice que no puedo franquearla. Cada día es más difícil.
Todo es golpearse la nariz contra el vidrio esta semana. Los vaticinios ya no son vaticinios, son el futuro saludando desde anteayer, un salto cuántico, una dudosa superposición de planos. Pasado y futuro se confunden, los procesos de causa efecto se invierten y sacan la lengua, ya todo da lo mismo, ¿quién mira al ojo del huracán?, ¿quién se hace preguntas? Flota un aire de catástrofe anunciada que no le sorprende ni al más naif. Que es de todos y es de nadie.
76 sanitarios dan positivo en nuestro hospital y 27 de ellos siguen en cuarentena. La prensa local lo saca a la luz cuando el sobresalto ha pasado y nos congratulamos de las protecciones, el rastreo, el final de la sacudida. Funcionamos. Vamos a por el siguiente bache. Pero nadie está ya libre de interrogarse sobre quién va a abrir el hospital si todo el mundo acaba en casa. Nuestra planta es una isla dentro del pasillo de Interna y las habitaciones que la rodean llevaban ya colgado el cartelito en la puerta varias semanas: una cartulina roja con una cruz pintada que remite a las miasmas medievales. Aguantábamos la respiración al pasar como si eso era suficiente para librarse. Pero pronto tuvimos uno de los nuestros con síntomas y los enfermos mentales rugieron cuando vieron aparecer a los internistas ataviados en traje de luces: mandil, calzas, doble guante, pantalla. Atrapados en Fukushima, justo al lado del reactor. Suplicaban, sollozaban, se llevaban doble dosis de rescate ansiolítico; pronto la mitad de ellos estuvo de alta forzada, a salvo en casa. Enseguida vino el goteo de PCRs entre nosotras y el cruce de whatsapps. ¿Debo trabajar?, ¿me voy a casa? En riesgos laborales nos pedían que siguiéramos si no había síntomas, pero todo el que pudo se escondió en un ordenador perdido o agarró un listado de llamadas. La pregunta que nadie quería hacer era qué fecha tiene el día en que sigamos aquí aunque estemos infectados. La mascarilla se nos quedó pegada hasta el borde del día y desconvocamos citas, rumiamos los contactos, cada gesto imprudente nos pasaba por delante a cámara lenta. Cené en la esquina de la mesa y no sobé a nadie salvo la perra. Por la noche, la cama de mi hijo sin mi hijo me hacía clavar los ojos durante horas en un techo nuevo, inabarcable con la mirada.
No puedo decir que sienta miedo. El miedo quedó enterrado en lo más bajo del corte geológico, bajo estratos de indignación, cansancio y fastidio. No me va a pasar a mí. No es porque tengamos equipos de protección, mejores tratamientos, refuerzo. No sólo. Es la hegemonía del fastidio, no deja tiempo para pensar en uno mismo. Sólo queremos trabajar. Trabajar como antes.
“Le he pinchado al paciente todo esto a ver si se plancha…”, me dice la compañera en el pase de guardia. La psiquiatría que hacemos es de brocha gorda, de puja frente a frente, de placaje. Se parece más al rugby que al antiguo estilo de homilía. La temperatura sube a medida que entra el invierno y un hombre pendiente de PCR ha querido pegar a una compañera por negarse a la visita presencial sin su negativo listo. Una familia la armó ayer en la urgencia por la muerte imprevista de una mujer y los seguratas se jactarán durante años con su soberbia de cancerberos (uno exhibe una brecha en la ceja). ¿Dónde están los aplausos para los sanitarios? Suena el timbre del patio y termina el recreo del parvulario.
Francia confina, Merkel cierra todos sus bares, Europa entera se estremece. Pero aquí la foto de un hostelero llorando a la puerta de su bodegón cerrado flota sobre los titulares y se hace viral. Es un drama, quién lo duda, pero me pregunto cómo nos iría hoy si ese no fuera el único drama que se ha podido enseñar estos meses. Si todos los españoles hubieran cortado su filete con el pitido de los respiradores como ruido de fondo, con el monitor de televisión inundado de ataúdes o de gente boqueando, agujereada de tubos. David Jiménez, colaborador regular de The New York Times, denunciaba este mes la cobertura engañosa de la pandemia en nuestro país y reclamaba “más fotoperiodismo y menos selfis”. Los obstáculos que han tenido los fotógrafos para informar del color del drama nos han llevado donde estamos. Se ha puesto el acento en la conquista de la calle y en las quejas de colectivos que pueden dar la cara: los muertos eran sólo números, no podían hablar ni fotografiarse. No podían retratar su lividez, su rictus, sus ojeras azules y colgarlas en redes sociales.
“Pero, entonces, ¿la cosa es grave?”, me pregunta la gestora del banco, experta en números. No es una pobre mujer: tiene un buen puesto, una carrera y un jefe que se pasea por la oficina sin mascarilla. Por eso ha dejado a su niño de 3 años con fiebre en casa de los abuelos y mi gesto le hace revolverse en la silla, está arrepentida de haberme preguntado. El interés era pura cortesía, resuelvo en silencio, así que no le pediré un paseo por el Covid Photo Diaries. El proyecto de fotoperiodistas sobrios respaldado por Médicos del Mundo sólo aspira a sacudirnos la desmemoria como el aceite de ricino. Y a que nos desrelajemos, si aún sirve para algo.
El negativo de mi compañera llegó a media mañana y nos enseñó que la doble mascarilla había servido de barrera. A finales de septiembre habíamos sacado del cajón las FP2. Plegadas como flores secas en su bolsa aséptica, permanecían guardadas con llave. Abrí sus dos valvas como el que explora una flor, un material virgen, la arena inmaculada de una orilla. Y las sostuve entre las manos como un actor americano que desentierra su pistola del cajón de la cómoda y la mira despacio. Entre el terror y la reverencia.