Llevamos una semana del nuevo Gobierno de coalición y ya han quedado claras algunas cosas. La primera, que el Gobierno está hecho con el objetivo de durar y, si es posible, agotar la legislatura... A menos que en algún momento Pedro Sánchez piense que le conviene adelantar elecciones, en cuyo caso se adelantarán ipso facto. La segunda, que la oposición piensa aplicar una política de choque y crispación similar a la que vivimos en la primera legislatura de Zapatero, 2004-2008. Sin embargo, también hay una gran diferencia: a Zapatero sí que le afectaban las críticas de la derecha, que paulatinamente fueron moldeando más y más sus políticas. A Sánchez, en cambio, dichas críticas parece que le enardecen y animan a ir más allá. Sobre todo, ahora que ha constatado que con la Antiespaña suma y con los "constitucionalistas" nunca lo hará. Al menos, con él como presidente.
La experiencia, sin duda, es diferente. Zapatero llegó al poder en condiciones muy particulares: la derecha consideró que su victoria era "ilegítima" por las especiales condiciones en que ésta se produjo, días después de los atentados del 11-M en los que murieron casi 200 personas. Desde el preciso instante en que tomó posesión, la derecha, entonces concentrada en torno al PP, planteó una oposición durísima, en las calles, en los medios de comunicación y en el Parlamento, que arreciaba cada vez que el Gobierno anunciaba alguna medida. Así, tuvimos cruzadas contra el matrimonio homosexual, contra la ley antitabaco, contra la devolución de los papeles de Salamanca, y naturalmente contra el tema favorito: el Estatut de Cataluña, cuestión frente a la cual el PP llegó a organizar recogidas de firmas por toda España e incluso a alentar (implícitamente) un boicot contra productos catalanes que llevó a Rajoy a tener que brindar con cava para desmentir la participación del partido en el boicot.
Los resultados de dicha oposición, como sabemos, no fueron satisfactorios para el PP, pues Zapatero revalidó su mandato en 2008. Pero, en el camino, el líder socialista sí que se dejó influir por la presión de la oposición, derechizando sus políticas en una serie de cuestiones, como por ejemplo la progresividad fiscal (Zapatero nos regaló los 400€ por cotizante, con independencia de lo que cotizara, o el cheque bebé, o la inmortal frase de que bajar impuestos es de izquierdas) o la política territorial, donde PP y PSOE acordaron pactos de legislatura tanto en el País Vasco (con gobierno del PSE) como en Navarra (con gobierno de UPN).
La trayectoria de Pedro Sánchez, en cambio, es muy distinta. Sánchez se ha estrellado cada vez que ha derechizado su discurso o ha intentado pactar con las fuerzas a su derecha, como le sucedió en 2016 y en la repetición electoral de 2019. En cambio, su experiencia cada vez que ha virado a su izquierda ha sido más positiva. Intentó recuperar la secretaría general del PSOE apelando a las bases, frente al aparato y los medios ("Pedro el Rojo"), y le salió bien. Llegó al poder merced a una moción de investidura apoyada en Podemos e independentistas, y venció en las elecciones de abril de 2019 con un planteamiento de frentismo ideológico frente a las tres derechas, aferradas a la bandera en la plaza de Colón. Y ahora, ha logrado una investidura con la misma mayoría con que venció en la moción de censura. En resumen: Sánchez y la Antiespaña están condenados a entenderse.
Y, como hemos tenido ocasión de constatar muy rápidamente, la manera que tiene Pedro Sánchez de aplicar la gestión del poder es muy distinta a la de Zapatero: sin complejos y sin regalar nada a la oposición. La primera prueba la hemos tenido con el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general del Estado. La hasta ahora ministra de Justicia estaba bastante quemada por la filtración de sus conversaciones con el excomisario Villarejo, y si no dimitió en el primer Gobierno de Sánchez se debió a que por entonces ya habían dimitido dos ministros (Màxim Huerta y Carmen Montón), y Sánchez decidió poner ahí su frontera frente a las críticas. Pero parecía claro que el presidente aprovecharía la ocasión de la configuración del nuevo Gobierno para renovar ese puesto.
En cambio, Pedro Sánchez ha sorprendido llevando al extremo lo que todo el mundo sabe sobre el fiscal general del Estado: es un puesto que depende del Gobierno (como aclaró el propio Sánchez), y habitualmente está al frente un fiscal afín a dicho Gobierno. Pero hay diversos grados de afinidad, y Sánchez ha batido el récord. Podría haber buscado un fiscal progresista de cuya fidelidad no cupieran dudas, y seguro que había varios posibles candidatos para el puesto, sin necesidad de evidencia tan claramente de qué va la cosa.
Lo ha hecho, además, para poner de manifiesto lo que ya podía barruntarse desde que se obtuvo la investidura: en este contexto, en el que la oposición no va a dar cuartel, y en el que el Gobierno depende de los independentistas, la interpretación de las cosas va a ser significativamente menos "constitucionalista" que antes. De manera que hemos visto a portavoces socialistas (Adriana Lastra) y ministros del Gobierno (Pablo Iglesias) poniendo en duda la acción de la justicia española, donde la óptica conservadora, dado el actual CGPJ heredado de Rajoy, es mayoritaria.
El comentario de Iglesias sobre la humillación de la justicia española en Europa no es en absoluto casual, y junto con el nombramiento de Delgado evidencia la intención del Gobierno de recuperar el control del CGPJ, así como de presionar a los jueces que hasta ahora han marcado la pauta de las decisiones judiciales en todo lo relativo al procés independentista.
Sin duda, el comentario de Iglesias resulta insultante para los jueces, sobre todo para los que, como Llarena y Marchena, han llevado la voz cantante en la respuesta judicial al procés. Pero también es indudable que los resultados de las decisiones de dichos jueces son más que discutibles. El juez Llarena, adorado por la derecha española, no ha conseguido la extradición de un solo dirigente del procés fugado/exiliado a otros países europeos en estos dos años. Ha coleccionado varapalos y ridículos en países variopintos: Alemania, Bélgica, Reino Unido, ... El juez Marchena, criticado por la derecha montaraz (Vox) por una sentencia que condena a sólo una década a los principales dirigentes del procés, ha recibido una dura reprimenda del TJUE por las triquiñuelas procedimentales empleadas a fin de que Oriol Junqueras no pudiera asumir la condición de eurodiputado.
El control del poder judicial en esta legislatura es crucial, como bien sabía el dirigente del PP Ignacio Cosidó, que se jactaba en 2018 vía whatsapp de controlar el Supremo "por la puerta de atrás". Y a esto, con su característico arrojo (o desvergüenza), se va a dedicar Pedro Sánchez desde el principio, sin preocuparse lo más mínimo por las críticas de la derecha y adláteres, una vez ha quedado evidenciado, en sucesivas elecciones, que dichas críticas ya no le debilitan electoralmente y, además, cohesionan en torno al líder socialista a sus aliados de la Antiespaña, que votarán lo que haga falta a cambio de conjurar la amenaza de que el PP y Vox puedan gobernar y ponerle un pin parental a todo aquel sospechoso de no amar suficientemente, y sobre todo del modo correcto, a España.