VALÈNCIA. La inercia consiste en creer que hay algo en lugar de nada porque nosotros decimos ser algo en lugar de nada pese a que cada átomo de nuestro ser es un vacío oscuro y cósmico; en realidad oscuro es como lo imaginamos —algunos—, porque lo que es no cabe en los limitados esquemas de nuestra imaginación. Lo que sea, si pudiésemos conocerlo desde dentro, sería cualquier cosa. Cualquier cosa menos lo que nos esforzamos en pensar. Si estuviésemos allí, a escala minúscula, y tuviésemos la suerte de haber dejado de estar constituidos por partículas —no tendría sentido que nuestras partículas de pronto fuesen del tamaño de las partículas que componen las partículas—, sino que fuésemos una única partícula elemental con nuestra forma y aspecto, y además consciente, no entenderíamos nada de lo que viésemos. Esta idea de no entender lo que uno ve da bastante miedo, en algunos casos mucho, pero volveremos más tarde a ello. El ser humano lee la realidad y proyecta sus capas y su acabado en lo que lo rodea, y así concebimos la vida en clave de historia, y desde que empezamos a hablar, allá donde sea encontramos una conversación o engendramos un interlocutor. Nuestra mente suele funcionar con la despreocupación de una charla de bar: hoy tendré que hacer esto y aquello me va a costar, no debería darle tantas vueltas, queda ya muy poco en la cuenta, no recuerdo algo que tenía la obligación de recordar, podría dejarme llevar y darle un puñetazo a ese tipo, no me atrevo, es una lástima, quiero irme, y si ahora me dan una mala noticia, y si me muero o se muere alguien, qué mal; otras veces la mente es un pájaro perdido en un continente por explorar, un pájaro que de súbito se convierte en un dragón, en un tigre, en una mancha desdibujada, en un ritmo cardiaco levemente acelerado y en un nuevo día que arranca.
Al bonaerense Pablo Katchadjian ya lo hemos leído por partida doble en estas páginas gracias a la Biblioteca K —K es por Katchadjian, apellido que entronca de algún modo con el Hayastán leído aquí a través de Mandelstam, Moret o Mendoza— que está construyendo Hurtado & Ortega Editores, y que ahora gana un nuevo volumen con este Amado Señor alumbrado con una edición impecable, a la que abriga una gloriosa faja con imagen de Mari Fouz. Las tierras literarias de Katchadjian son en realidad algo más parecido a un caudaloso torrente de ideas, que en este caso nacen en forma de misivas —sesenta y una—, y que comienzan apelando a un interlocutor divino y apócrifo que cambia de nombre con el ritmo litúrgico de una oración. Amado Señor, y después: Amada Misma, Amada Vida, Amado Escarabajo, Amado Punto, Amado Agujero, Amada Boca. Y sigue: Amado Beso, Amado Murciélago, Amado Monstruo. Una de estas ideas a las que nos agarramos en el descenso de la lectura puede ser, por ejemplo, que lo que uno tiene que hacer en la lucha con la vida y el destino es romper la identidad vida/destino para que el destino sea algo que se pueda poner en duda. Justo antes de esto, Katchadjian dice: “La vida es invencible”. Desde un artículo inmediatamente anterior, el chileno Roberto Yáñez resuena: “El tiempo es invencible”. Como parece casualidad y acabamos de leer el relato de Katchadjian en el que un doble encuentro fortuito le lleva a construir una historia sobre príncipes desterrados en el metro, suponemos por un momento que existe una conversación real entre los personajes que son escritos en estas páginas semana a semana, que pueden relacionarse entre ellos en el universo pantalla para adentro. Así todo resulta más improbable, más sorprendente, y por tanto más veraz.
En ocasiones sucede que alguien te pregunta de qué va un libro sobre el que acabas de escribir, porque hay personas que como retrata el autor, son una exigencia, y entonces hay que pensar bien qué se va a decir por culpa de la tiranía del tema, del de qué ir. A ciertos textos les sientan mal los corsés de las definiciones, se revuelven dentro de ellos y al poco se licúan y se escurren y se liberan y siguen fluyendo, páginas abajo. Del Tema, dice Katchadjian: “No sos nada, apenas algo que aparece entre las palabras. Algo no muy claro, una baba, un vapor, una nube, una espuma gris. Y, sin embargo, ahí estás: te definís de improviso y actuás como si te apoderaras de todo. ¿Cuál es el tema? Ah... ¿Cuál es el tema de todo esto? ¡Ah...! El tema es que hablo con vos, pero eso no es un tema, es una forma de conversar. ¿El tema, entonces, es la forma de conversar? Creo que esto es cierto, y puedo sentir que no te convence la situación: la situación de que ya tenga un tema y no lo sepa. A mí tampoco me convence. Sí me convence lo que pasó; no me convence, en cambio, seguir si ya tengo un tema, así que pienso que debería seguir de otra manera. Una manera imprevista, vaporosa y gris”. Amado Señor, tensado respecto al Tema y así constituido de una materia en un estado diferente, contiene fábulas traídas como si nada, como si no pretendiesen reunir la negrura de un relato como el del espíritu que pide ayuda porque no sabe dónde está, pero sobre todo, porque no entiende lo que ve. Katchadjian nos habla de una época primitiva del organismo humano en que lográbamos ver lo fantaseado: los genios creados en uno de nuestros hemisferios se nos revelaban visualmente como protagonistas de una realidad aumentada que con el discurrir de las eras habría menguado hasta quedar reducida a voces vagas e imprecisas que nos llaman desde el interior de la lámpara, nuestra mente, el gran vacío desde el que nos susurran los dioses que no existen.