tú dale a un mono un teclado / OPINIÓN

Amemos a los normales

21/03/2019 - 

Hace un mes llamaron al timbre de mi casa y aparecieron dos testigas de Jehová sonrientes. Se presentaron —muy amables como siempre lo son— y me preguntaron si conocía la revista Atalaya (que para quien no lo sepa es la revista que hace esta congregación cristiana para captar feligreses). Sonreí. Me enterneció que a pesar de mi aspecto de perroflauta  —descalzo, pantalón de pijama roto, camiseta vieja y pelo despeinado— pensasen que tenía redención y no se fuesen con una excusa cualquiera condenándome a su infierno. Así que, como acababa de poner la comida en al horno, calculé que disponía de unos 20 minutos para ellas y comenzamos a hablar.

Fui sincero: les dije que había sido católico, incluso bastante creyente, hasta la adolescencia, pero que ahora no podían ya convencerme. No sé si existirá algún tipo de Ser Superior, pero si existe, visto lo visto en el mundo, no me merece ningún respeto… incluso me da bastante rabia… así que no voy a adorarlo solo porque sea superior, les dije. Y además, aunque existiera, no me fío de ninguna religión organizada. Son solo hombres hablando en nombre de Dios, inventándose lo que dijo Dios según su conveniencia, porque nadie a quien yo conozca recibe sus whatsapps…

Claro que nos habla, me dijeron. Nos habla mediante la Biblia. Se me iluminó la cara. Como buen lector, he leído la Biblia y pocas veces puedo tener debates al respecto, pero la verdad es que la cosa no dio mucho de sí. Me decían que era palabra de Dios y les pregunté por los evangelios apócrifos, los que la iglesia dio por falsos aunque eran de la misma época más o menos. ¿Quién y por qué decidió cuáles eran y cuáles no eran palabra de Dios? Me miraron confusas. Ni siquiera sabían que existían otros evangelios distintos a los del Nuevo Testamento. Después les pregunté por qué odiaban a los homosexuales si el rey David y Jonatán, en la Biblia, claramente tenían una relación amorosa. Me dijeron que eso era mentira y que ser homosexual era ir contra Dios y yo les cité el versículo donde se habla de lo vacía que está la cama de David sin Jonatan, que no conocían. También me dijeron que hay que fiarse más de los evangelios de Jesús que del Viejo Testamento. Pero Jesús jamás hubiese condenado a los homosexuales, les dije. Jesús decía que teníamos que amarnos todos, respetando al diferente. El amor por encima de todo. Una de ellas, nerviosa, concluyó: a los homosexuales también hay que amarlos, claro que sí… pero si cambian y se hacen normales. Jesús ama solo a los normales.

Decidí concluir la conversación: a mí, la verdad, un Dios que está tan preocupado por el tamaño de los escotes, por con quién hace el amor cada uno y por la frecuencia con que lo hace o por el problema del feminismo, en lugar de preocuparse por otras cosas como el hambre o las guerras o las violaciones o la explotación infantil, me resulta un tanto sospechoso. Si fuese un humano, me parecería un verdadero capullo. Así que, si es un Dios, con más razón no perdonar los defectillos.

No has entendido nada, me dijeron. Danos tu email y te mandaremos la interpretación correcta de la Biblia que hacen los testigos de Jehová…

Abrí la puerta: lo siento, tengo la comida ya lista… Ha sido un placer. Cerré la puerta con una profunda pena. El ser humano es capaz de disfrazar de razones los prejuicios y los odios más arraigados. Creer por ejemplo que “Dios es Amor” significa “Maricones anormales” sin ver contradicción alguna. Las vísceras mandan y, a posteriori, el cerebro inventa las excusas. El cerebro —¡con lo que él podría haber sido!−, ha acabado convertido en el abogado de la particular mafia organizada que vive en nuestro interior. Toda su palabrería al servicio de nuestras fobias más elementales. Monitos repeinados, esperando que una perfecta raya al lado disimule los rencores más absurdos. Tú odia, odia, que el cerebro ya te dará alguna excusa para odiar tranquilo.

Pero odia recién duchado, que así se disimula el olor a bilis.

Por cierto, ayer volvieron. Les dije que gracias por acordarse de mí, que no tenía tiempo… Seguían creyendo en mi redención a pesar de todo.

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