VALÈNCIA. A mediados de los ochenta aparecieron Los libros de sangre, que recogían 30 relatos de terror escritos por Clive Barker. Entre ellos se encontraba Lo prohibido, que abordaba las leyendas populares a través de la figura de Candyman, un monstruo surgido de las entrañas de la intolerancia al que se podía invocar llamándolo por su nombre cinco veces frente a un espejo.
En 1992 Bernard Rose adaptaría esta pieza en Candyman, el dominio de la mente, que terminaría convirtiéndose en una película de culto por su capacidad para adentrarnos en todo el universo retorcido y el poderoso imaginario de este ser mitológico. La presencia de Virginia Madsen, la propia naturaleza del monstruo, el primero de raza afroamericana (el icónico Tony Todd), su carácter terrorífico y romántico, unido a la banda sonora de Philip Glass convirtieron a este título en un referente dentro del género.
Ahora Jordan Peele recupera esta figura en un remake que ha dirigido Nia DaCosta (Little Woods) y lo hace situando la cuestión de raza en el centro del relato como ya había hecho en sus anteriores y celebrados trabajos, Déjame salir y Nosotros.
En realidad, más que un remake, sería una secuela, pues en su núcleo se sitúa la figura de ese niño al que Candyman raptaba y que el personaje de Virginia Madsen se encargaba de recuperar entre el fuego. Ahora, Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) es un joven artista que no termina de encontrar su estilo y que vive junto a su pareja, Brianna (Teyonah Parris), también vinculada al mundo del arte, en unos modernos edificios situados en lo que fuera la zona de Cabrini-Green, el barrio marginal de la primera película que ahora se ha gentrificado.
La historia volverá a repetirse cuando unos amigos visiten a la pareja y le cuenten la historia de Candyman y de nuevo la semilla de ese odio escondido vuelva a florecer a través de Anthony McCoy, que se obsesionará con la leyenda y poco a poco empezará a experimentar cambios físicos al mismo tiempo que su pintura adquiere unos contornos más siniestros y que una serie de asesinatos comienzan a enturbiar su entorno.
El Candyman de Nia DaCosta y Jordan Peele se configura casi a modo de manifiesto político sobre la cuestión racial en Estados Unidos antes y ahora. La manera en la que el colectivo ha sido históricamente oprimido y condenado de la violencia por parte del hombre blanco a través de un relato de fantasmas y de monstruos que de alguna manera van más allá de la dicotomía entre víctimas y verdugos.
Probablemente su carácter discursivo sea uno de los grandes escollos de esta nueva adaptación, ya que los responsables se muestran proclives a subrayar el mensaje a cualquier precio y eso termina condicionando su desarrollo. La trama resulta un tanto rutinaria, pero encontramos varios aspectos muy interesantes: la transformación de Anthony como si se tratara de La mosca de Cronenberg, el constante juego con los espejos, algunas set-pièces de asesinatos muy imaginativas (como la que se produce en la galería de arte) y las escenas de marionetas que sirven a modo de flashback para contar la historia de los orígenes del monstruo.
Candyman siempre ha sido un personaje surgido del trauma, pero en este caso, la diferencia es la toma de conciencia de la propia identidad, que Anthony había perdido por el camino. Es una interesante aproximación al mito, pertinente e incluso necesaria a la hora de situar el relato a través de la mirada no solo de personajes racializados, sino que se encuentran alejados de los ambientes de marginalidad y han alcanzado el éxito profesional.
Para la banda sonora también se ha elegido un compositor negro, Robert Aiki Aubrey Lowe, que intenta acercarse a las texturas de Glass, mientras que la estética se muestra a medio camino entre la crudeza más oscura y el look arty. Puede ser que no adquiera la contundencia épica de la obra de Bernard Rose, pero está hecha con todo el amor al género y al personaje.