VALÈNCIA. En el mundo mascarilla conviven las tecnologías de reconocimiento biométrico por-nuestro-bien con las fantasías tecnosupersticiosas de los iluminados por los podcasts que cuentan la verdad sobre el 5G: internet y estrategias cuidadosamente planificadas de infoxicación han convertido la realidad en un espejo roto -cada cual se mira en el fragmento que más le favorece- y la búsqueda de la verdad se ha convertido en una pérdida de tiempo. Importa la opinión, se celebra la opinología, el tertuliano todoterreno con carnet de partido es la nueva medida del conocimiento. Lo que ahora sale en el televisor -las redes sociales también son ese televisor arquetípico-, no es que haya perdido la credibilidad de la que gozaba cuando era la voz del amo en el templo del comedor por culpa de un recorrido pendular hacia su extremo antagónico, no, lo que sale en la tele hoy día es auténtico si reafirma lo que yo quiero creer, que no tiene nada que ver con lo que ya creía. No es el sesgo de confirmación, sino el de diversión: lo que más divertido nos resulta. Y la diversión no es lo mismo que la risa: se parece mucho más al entretenimiento, que admite estímulos que no tienen por qué ser alegres. Las catástrofes ajenas son la versión maxi de las peleas en el patio del colegio o en la calle, son el caos asomando el hocico en la aburrida normalidad: una mutación en el orden del día que lo deforma de un modo inesperado, peligroso, y muchas veces grotesco. No debería sorprendernos que divertir, en su acepción militar, signifique dirigir la atención del enemigo a otras partes para dividir y debilitar sus fuerzas, y en su acepción médica, dirigir hacia otra parte un líquido corporal.
Holobionte Ediciones se ha metido en el panorama cultural en forma de cuña alien: ha caído de otra dimensión a través de un vórtice editorial abierto sobre nuestras asombradas cabezas hasta clavarse en un organismo confundido y poco fit como un cuerpo extraño, hecho a base de un material del que un científico en un laboratorio en una mala película de alienígenas -en respuesta a la petición de un investigador amigo suyo que le ha dejado una muestra de extranjis pidiéndole discreción-, diría, sea lo que sea, no es de este planeta, de eso estoy seguro. Cíborgs, zombis y quimeras: La cibercultura y las cibervanguardias, compila el pensamiento cibernético de un buen número de autoras y autores de la cibercultura desde mediados de los ochenta hasta hoy, textos muchos de ellos nunca traducidos al español, y como afirma el editor del libro y responsable de Holobionte Ediciones Federico Fernández Giordano, mucho menos incluidos en un libro. Precisamente por el amplio desconocimiento del gran público acerca de la obra de las cibervanguardias, es pertinente explicar que con cibercultura nos referimos no solo a ordenadores, sino a disciplinas y formas de expresión como la cultura electrónica, la videocultura, la teoría y la praxis hacker de los medios de comunicación, o el media art. Sin miedo: no conocer algo es la mejor excusa para empezar a conocerlo, y esta fantástica antología, que forma parte de un todo junto a Ciberfeminismo: de VNS Matrix a Laboria Cuboniks, del que también hemos hablado por aquí, entra a toda velocidad por el nervio óptico estableciendo nuevos circuitos de ideas.
Stelarc, autor de la cita que da título al libro, dice: “Considérese un cuerpo que puede extrudir su conciencia y sus actos en otros cuerpos, o en partes de cuerpos que se encuentran en otro lugar [...] Un movimiento que inicias en Melbourne es así desplazado y manifestado en otro cuerpo en Rotterdam”, y Sadie Plant y Nick Land unas páginas después: “La catástrofe es el pasado haciéndose pedazos. La anástrofe es el futuro que se aglomera”. Y luego, Mark Fisher, que “el Capital no será desenmascarado finalmente como la fuerza explotadora del trabajo; más bien, son los humanos el títere de carne del Capital”, y Fisher citando a Nick Land en este mismo artículo titulado Terminator contra Avatar: “El Comercio Planetario Emergente hace añicos el Sacro Imperio Romano Germánico, el Sistema Continental Napoleónico, el Segundo y el Tercer Reich y la Internacional Soviética, a la vez que acelera el desorden mundial mediante fases compresivas. La desregulación y el Estado compiten en una carrera armamentística hacia el ciberespacio”. El colectivo de artistas rumano subREAL, allá por los noventa: “Draculalandia es una utopía engendrada por una melancolía gótica y tuberculosa: fracaso industrial, oscuridad y políticas migratorias enraizadas en la superstición y paranoia que han terminado cubiertas por un complejo de superioridad victimista [...] Una utopía de liberación. Draculalandia es donde los festejados y las aves de rapiña aguardan la llegada de los dioses de Disneylandia para festejar y rapiñar un poco más [...] Muérdeme, Drácula, y dame la muerte eterna. Por dios santo, al menos déjanos ser adolescentes para siempre”.
En el tramo final del libro, de nombre El futuro, el libro nos hace vibrar de la manera en que lo hace el terratrèmol, clímax de la mascletà: Le Guin pone los puntos sobre las íes teorizando sobre las historias que nos han contado sobre la historia: “el Héroe ha decretado a través de sus portavoces los Legisladores, primero, que la forma apropiada de la narrativa es la de una flecha o una lanza, la cual empieza aquí y va directamente hasta allí y ¡tock!, ha dado en el blanco (que cae muerto); y segundo, que el principal asunto de la narrativa, incluida la novela, es el conflicto; y por último, que la historia no es buena si él no está en ella”. Wark nos explica el aceleracionismo negro tirando de El Señor de la Luz, de Roger Zelazny, ese fantástico futuro en el que todos los supervivientes del fin del mundo son hindúes que descendieron del espacio en un planeta desconocido a bordo de la nave La Estrella de la India: “Se ha dicho a menudo que durante la Guerra Fría, mientras que mucha de la literatura estadounidense trataba de chicos blancos hablando de sus pollas, la ciencia-ficción llevó a cabo una gran parte del trabajo cultural real. Los libros de Zelazny son un buen ejemplo de lo lejos que la ciencia-ficción puede llegar en la concepción de un mundo no occidental que no sea demonizado ni idealizado, y cuyos agentes de cambio provienen de su propio interior”. Destacaremos por último el Gulf Futurism que nos revela Cristina Jurado: “Hay quien afirma que el Gulf Futurism habita en las grandes estructuras como la torre Burj Khalifa, la isla artificial Palm Jumeirah, la ciudad automatizada NEOM, Masdar City, los gigantes centros comerciales como Dubai Mall o Mall of the Emirates, las infraestructuras de última generación como los estadios de la Copa del Mundo de Qatar, los proyectos visionarios como el Museo del Louvre o el Abrahamic House of Fraternity (que acogerá una iglesia, una sinagoga y una mezquita en Abu Dhabi)”.
Antes de irnos: si entre libro y libro de Holobionte te quedas con ganas de algo quizás no ligero, pero sí más portátil, el sello acaba de estrenar revista: Xenomórfica, unidad alienígena de pensamiento de vanguardia trae en su primer número textos sobre inhumanismo, posthumanismo, alienismo, xenopolítica e hiper-ficción, o lo que es lo mismo, todo lo necesario para superar esta crisis a las bravas aceleracionistas: pasando a través como una exhalación.